El afamado escritor junguiano Robert Johnson hace esta observación sobre el enamoramiento: “Enamorarse es proyectar la parte más noble e infinitamente valiosa del ser de uno en otro ser humano. …Tenemos que decir que la divinidad que vemos en otros está verdaderamente ahí, pero no tenemos derecho a verla hasta que no hayamos quitado nuestras propias proyecciones. …Hacer esta sutil distinción es la más delicada y difícil tarea de la vida”.
Y verdaderamente lo es. Separar lo que es genuino en el amor y lo que es proyección resulta verdaderamente una de las tareas más delicadas y difíciles de la vida. Por ejemplo, cuando a veces podemos enamorarnos -y lo hacemos- de personas que son totalmente inconvenientes para nosotros y sabemos por experiencia que, una vez que nuestro primer enamoramiento se ha acabado, nuestra pasión puede volverse muy rápidamente en indiferencia e incluso en odio. Por esta razón, podríamos preguntar: ¿A quién o qué estamos amando, de hecho, en esos mágicos momentos de enamoramiento cuando vemos tanta bondad y divinidad dentro de otra persona? ¿Estamos enamorados, de hecho, de esa persona o, como sugiere Johnson, simplemente estamos proyectando algunas de nuestras propias nobles cualidades sobre esa otra de modo que, en realidad, esto es más un auto-amor que un amor verdadero?
La respuesta a eso, como destaca Johnson, es compleja. La bondad y la nobleza que vemos en la otra persona están de hecho ahí, normalmente al menos; sin embargo, hasta una cierta proyección, una idealización dentro de la cual envolvemos al otro, es despojada sin que de hecho amemos o valoremos a esa otra.
Como ejemplo: Imaginaos a un hombre enamorándose de una mujer. En esa temprana etapa del amor, sus sentimientos por ella son muy fuertes, incluso obsesivos, y sus ojos están abiertos mayormente sólo a sus buenas cualidades y ciegos a sus defectos. Verdaderamente, en esta etapa, sus defectos pueden aparecer incluso atractivos más bien que problemáticos. Por supuesto, como la amarga experiencia nos enseña, ése no será el caso una vez que el enamoramiento se desvanezca.
Y así, nos quedamos con una importante pregunta: ¿Están realmente ahí esas maravillosas cualidades que tan naturalmente vemos en otra persona en las primeras etapas de amor? Sí, absolutamente. Están ahí, pero puede ser que no resulten lo que de hecho estamos viendo. Como Johnson destaca -y como los escritores espirituales aseguran por todas partes-, en esta etapa del amor existe la siempre-presente posibilidad de que las bellas cualidades que estamos viendo en alguien sean más una proyección de nosotros mismos que verdaderos dones que vemos en su interior. Aunque la otra persona posea de hecho esos dones, lo que de verdad estamos viendo es una proyección de nosotros mismos, una idealización con la que hemos envuelto al otro, de modo que en realidad, en esta etapa, no estamos tan enamorados del otro como estamos enamorados de ciertas buenas cualidades que hay dentro de nosotros. Por esto podemos enamorarnos de gente de muy diferentes temperamentos y virtud; y, en una temprana etapa de nuestro amor, siempre tenemos los mismos sentimientos.
Por eso también enamorarse es una cosa tan ambigua y necesita el discernimiento ofrecido por el tiempo y el consejo de los amigos sabios y la familia. Podemos enamorarnos de muchas clases diferentes de personas, incluso algunas que son muy inconvenientes para nosotros. El corazón, como afirma Pascal, tiene sus razones, algunas de las cuales no siempre son favorables a nuestra salud de largo alcance.
¿Qué lección hay aquí? Simplemente ésta: En todas nuestras relaciones íntimas deberíamos ser conscientes de nuestra natural propensión a proyectar nuestras propias cualidades más nobles sobre la otra persona y ser conscientes también de que no amamos verdaderamente y apreciamos a esa otra persona hasta que hemos retirado esa proyección, de modo que estemos viendo de hecho la bondad de la otra persona, no la nuestra propia. Lo mismo resulta válido en cuanto al odio de algún otro. De igual manera como tendemos a idealizar a otros, también tendemos a demonizarlos, proyectando nuestro propio lado oscuro sobre ellos y vistiéndolos con nuestras propias peores cualidades. Así, por lógica de Robert Johnson, no tenemos derecho a odiar a uno hasta que hayamos retirado nuestra propia oscura proyección. Sobre-demonizamos como también sobre-idealizamos.
En su clásica novela Stoner, John Williams describe para nosotros cómo su protagonista entiende el amor: “En su extremada juventud, Stoner había pensado en el amor como un estado absoluto de ser al cual, si fuera afortunado, alguien podría encontrar acceso; en su madurez, había decidido que eso era el cielo de una falsa religión, hacia el cual uno debería mirar con un ameno escepticismo, un desdén delicadamente familiar y una desconcertada nostalgia. Ahora, en su media edad, empezaba a saber que eso no era ni un estado de gracia ni una ilusión; lo vio como un acto humano de conveniencia, una condición que estaba inventada y modificada, momento a momento y día a día, por la voluntad y la inteligencia y el corazón”.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -