Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Veintimuypocos años tendría aquella chica que entró en el vagón del Metro. Después de pedir disculpas por interrumpir, nos contó a todos que era huérfana de los dos padres (y que podía enseñarnos sus certificados de defunción), que se había hecho cargo de un hermano pequeño, y que trabajaba unas horas limpiando una casa, por lo que recibía menos de 400 euros. Que la asistente social quería que ingresara a su hermano en un centro de menores, porque con ese dinero no tenían para nada... Que si alguien sabía de algún trabajo complementario, que había aprobado el bachillerato, o si podíamos darle alguna ayuda. Que tenía toda su documentación disponible y en orden...
Algunos abrieron sus monederos y carteras y... una mujer joven se levantó y dijo: «No te preocupes, te vamos a encomendar al Espíritu Santo, que es la intercesión más poderosa que existe, y ya verás cómo todo se va a resolver, y te va a ir bien. Te lo prometo».
Se hizo un enorme silencio. Las caras de sorpresa de casi todos eran dignas de una «selfie». La mía... no sé cómo sería... pero ¡me descolocó y me dio que pensar!
Me hizo recordar la escena que contemplamos en la primera lectura: la sorpresa al mencionar el Espíritu Santo y prometer una oración. Claro que no sé cuántos de los allí presentes seríamos cristianos. Pero... sinceramente a mí no se me habría ocurrido tal reacción, ni en privado, ni menos aún en público. Y es cierto, que es la intercesión más poderosa que hay (y podría soltar aquí una buena colección de citas bíblicas al respecto), eso lo sé muy bien, como los discípulos en el Evangelio «creían que creían porque sabían».
Pero ya les dice Jesús que «creer que se cree» no es suficiente, que saber cosas no es suficiente: que se tiene que notar en los momentos concretos. Y uno cae en la cuenta de lo poco que se relaciona con esa persona de la Trinidad que nos habita, por más que, como cura, lo «encuentre» por doquier en la liturgia y los sacramentos.
Estamos comenzando la última semana de Pascua y no anda lejos Pentecostés. Bien estará abrirse y renovar su presencia en nuestra vida, orar insistentemente para que «venga». Pero también, y sobre todo... para revisar «cómo» está presente, qué espacio le dejo, cómo cuido sus dones, sus frutos, sus efectos en mí, cómo le tengo mucho más en cuenta en mi oración personal, cómo me hago más consciente de que sin él... mi fe es nada. Como el bautismo de Juan.
En cuanto al Evangelio, me fijo esta vez en lo que dice Jesús: «Me dejaréis solo». Dura experiencia esa en la que, en los momentos más duros (soledad, enfermedad, dificultades laborales o apostólicas, fracasos, rupturas...) aquellos de quienes más esperas y necesitas la cercanía y el apoyo... te la juegan, te fallan: tus amigos, tu familia, tu comunidad, tu pareja... «no están», o incluso están en contra. La madurez y fortaleza de las relaciones se comprueba y demuestra precisamente en esos momentos. Y la fe es también una relación personal con Dios. Fue muy duro para Jesús, como es duro para cualquier persona. Es fácil hundirse, tirar la toalla...
«Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre». Preciosa enseñanza y testimonio de Jesús. Es entonces cuando se pone a prueba nuestra fe: aquello de el Señor, es mi fuerza, Dios mío en ti confío, y tantas otras. Es el momento de repetir con San Pablo «sé de quién me he fiado». Sí, el «mundo» del que habla Jesús y las luchas en que nos vemos envueltos (intereses económicos, la imagen, el poder y los cargos, la falta de valentía para pelear por la justicia, los silencio cómplices, el miedo....) parecen vencernos, y no pocas veces nos vencen. Oportuno es que nos agarremos a nuestro Padre, aunque su presencia sea oculta y discreta. Oportuno es que oremos estas palabras, que las dejemos entrar en el fondo del corazón... porque sólo así podremos vencer, como Jesús. Amén