Un profeta hace voto de amor, no de alienación. Daniel Berrigan escribió esas palabras y necesitan ser destacadas hoy cuando gran cantidad de gente muy sincera, comprometida y religiosa se auto-define como guerreros culturales, como profetas en guerra con la cultura secular.
Hoy, esta es la actitud de muchos seminaristas, clérigos, obispos y todas denominaciones de cristianos. Es un virtual mantra en el “Derecho Religioso” y en muchos seminarios católicos romanos. En este aspecto, la cultura secular es vista como una fuerza negativa que está amenazando nuestra fe, conducta, libertades religiosas e iglesias. La cultura secular es vista, en su mayor parte, como anticristiana, antieclesial y anticlerical, y su corrección política es entendida para proteger a todos menos a los cristianos. Más preocupante para estos guerreros culturales es lo que ellos consideran como la “pendiente resbaladiza”, en la que ven nuestra cultura como deslizándose siempre más lejos de nuestras raíces judeo-cristianas. Ante esto, ellos creen que las iglesias deben estar altamente vigilantes, defensivas y en una postura guerrera.
En parte tienen razón. Hay voces y movimientos en la cultura secular que sí amenazan algunas esencias en nuestra fe y vidas morales, como se ve en el tema del aborto, y existe el peligro de la “pendiente resbaladiza”. Pero el cuadro verdadero está mucho más caracterizado de lo que esta defensa merece. La secularidad, a pesar de todo su narcisismo, falsas libertades y superficialidad, lleva también muchos valores cristianos fundamentales que nos desafían a vivir más profundamente nuestros propios principios. Además, los temas en los que nos desafían no son menores. La cultura secular, en sus mejores expresiones, desafía poderosamente a todo el mundo a ser más sensibles y más morales ante la desigualdad económica, las violaciones de derechos humanos, la guerra, el racismo, el sexismo y la destrucción de la Madre Naturaleza por una ganancia a corto plazo. La voz de Dios está también en la cultura secular.
La profecía cristiana debe apreciar eso. La cultura secular no es el anticristo. Al fin y al cabo, sale de las raíces judeo-cristianas y ha plantado intrincadamente en su corazón muchos valores centrales del Judeo-Cristianismo. Necesitamos por tanto tener cuidado, como guerreros culturales, para no estar combatiendo a ciegas la verdad, la justicia, los pobres, la igualdad y la integridad de la creación. Con demasiada frecuencia, en un acercamiento negro-y-blanco, acabamos por tener a Dios combatiendo a Dios.
Un profeta se tiene que caracterizar ante todo por el amor, por la empatía con las reales personas por las que está desafiando. Además -como Gustavo Gutiérrez enseña- nuestras palabras de desafío deben salir más de nuestra gratitud que de nuestra ansiedad, sin importar qué justificada resulte ésta. Estar airado, estar enfrentado a los demás, romper con los que no están de acuerdo con nosotros con la retórica llena de odio y ganar discusiones amargas, se reconoce que podría ser políticamente efectivo a veces. Pero todo esto es contraproducente a largo plazo porque endurece los corazones más que los ablanda. La verdadera conversión nunca puede venir por coerción, física o intelectual. Los corazones sólo cambian cuando son tocados por el amor.
Todos nosotros sabemos esto por experiencia. Sólo podemos aceptar verdaderamente un fuerte desafío para purificar algo en nuestras vidas si primero sabemos que este desafío nos está viniendo porque alguien nos ama y nos ama lo suficiente para cuidar de nosotros de esta manera profunda. Sólo esto puede ablandar nuestros corazones. Cualquier otra clase de desafío sólo hace endurecer los corazones. Así, antes de que podamos hablar efectivamente de un desafío profético a nuestra cultura, debemos primero dejar a las gentes cuya voluntad queremos ganar, que sepan que las amamos, y las amamos lo suficiente para cuidar de ellas de esta manera profunda. Con demasiada frecuencia no es este el caso. Nuestra cultura no siente ni cree que la amamos, lo cual -creo yo- más que ningún otro factor, vuelve hoy inútil e incluso contraproducente tanto de nuestro desafío profético.
Nuestra profecía debe reflejar eso de Jesús: Mientras se acercaba a la ciudad de Jerusalén poco antes de su muerte, sabiendo que sus habitantes, con toda buena conciencia, iban a matarlo, lloró sobre ella. Pero sus lágrimas no eran por sí mismo, sabiendo que él estaba en lo cierto y ellos estaban equivocados, y que su muerte lo dejaría claro. Sus lágrimas eran por ellos, por los mismos que se le oponían, los que lo matarían y luego se sentirían fracasados. No hubo alegría porque ellos fracasaran; sólo empatía, tristeza, amor por ellos, no por él.
El P. Larry Rosebaugh OMI, uno de mis hermanos oblatos que empleó su sacerdocio luchando por la paz y la justicia, y fue muerto en Guatemala, cuenta en su autobiografía cómo, la noche antes de su primer arresto por desobediencia civil, pasó la noche entera en oración; y, por la mañana, mientras salía para realizar el acto de no-violencia que le llevaría a su arresto, fue advertido por Daniel Berrigan: “Si no puedes hacer esto sin enojarte con la gente que se opone a ti, ¡no lo hagas! Esto debe ser un acto de amor”.
La profecía tiene que ser un acto de amor; si no, es meramente alienación.