Esto fue muy fomentado entre los cristianos de la primera generación. Ellos vivían dentro de una matriz de intensa expectación, anhelando plenamente que Jesús retornara antes de que muchos de ellos murieran. Sin duda, en el Evangelio de Juan, Jesús asegura a sus seguidores que algunos de ellos no probarán la muerte hasta que hayan visto el reino de Dios. Inicialmente, esto fue interpretado para significar que algunos de ellos no morirían antes del retorno de Jesús y del fin del mundo.
Y así vivieron con esta expectación, creyendo que el mundo, al menos como ellos lo entendían, acabaría antes de sus muertes. No sorprende que esto condujera a toda clase de consideraciones apocalípticas: ¿Qué signos señalarían el fin? ¿Habría alteraciones masivas en el sol y la luna? ¿Habría grandes terremotos y guerras por todo el mundo que ayudarían a precipitar el fin? Con todo, generalmente los primeros cristianos acogieron el aviso de Jesús y creyeron que era inútil y contraproducente especular sobre el fin del mundo y sobre los signos que acompañarían el fin. Más bien -creyeron ellos- la lección era vivir en vigilancia, en constante alerta, preparados, de modo que el fin, cuando quiera que viniera, no los pillara soñolientos, desprevenidos, parranderos y borrachos.
A pesar de todo, conforme los años iban pasando y Jesús no retornaba, su interpretación empezó a evolucionar, de modo que, para el momento en que Juan escribe su Evangelio -probablemente alrededor de setenta años después de la muerte de Jesús- ellos habían empezado a entender las cosas diferentemente: Entonces entendieron la promesa de Jesús de que algunos de sus contemporáneos no gustarían la muerte hasta que hubieran visto el reino de Dios como cumpliéndose en la venida del Espíritu Santo. Jesús ya había vuelto de hecho y el mundo no había acabado. Y así, empezaron a creer que el fin del mundo no estaba necesariamente inminente.
Sin embargo, eso no cambió su insistencia sobre la vigilancia, estando despiertos y preparados para el fin. Pero entonces esa invitación a permanecer despiertos y vivir en vigilancia fue relacionada más con no saber la hora de la propia muerte de uno. También, más profundamente, la invitación a vivir en vigilancia empezó a ser entendida como clave para la invitación de Dios a entrar en la plenitud de vida justamente ahora y no caer soñolientos por las presiones de la vida ordinaria, en la que estamos afanados con el comer y beber, con el comprar y vender, con el casarse y dar en matrimonio. Todas estas cosas ordinarias, aunque buenas en sí mismas, pueden hacernos caer en el sueño privándonos de estar verdaderamente atentos y agradecidos en nuestras propias vidas.
Y ese es el desafío que nos viene: Nuestra verdadera preocupación no debería ser que el mundo pudiera acabar de improviso o que nosotros pudiéramos morir inesperadamente, sino que pudiéramos vivir y después morir dormidos, esto es, sin amar realmente, sin expresar con propiedad nuestro amor y sin probar profundamente el verdadero gozo de vivir porque estemos tan afanados por los negocios y preocupaciones del vivir que nunca acertemos a vivir en plenitud.
De aquí que estar alertas, despiertos y vigilantes en sentido bíblico no es cuestión de vivir temiendo el fin del mundo o el fin de nuestras vidas. Más bien es cuestión de tener el amor y la reconciliación como nuestros principales asuntos, agradecer, apreciar, afirmar, perdonar, pedir perdón y ser más conscientes de los gozos de vivir en la comunidad humana y en el seguro abrazo de Dios.
Buda previno contra algo que él llamó “relajación”. Nos relajamos físicamente cuando dejamos que nuestra actitud decaiga y nos volvamos indolentes. Cualquier combinación de cansancio, pereza, depresión, ansiedad, tensión, sobre-extensión o excesiva presión pueden bajar nuestra guardia y hacer nuestros cuerpos perezosos. Pero eso puede pasarnos también psicológica y moralmente. Podemos permitir que una combinación de negocios, presión, ansiedad, pereza, depresión, tensión y fatiga venza nuestra actitud espiritual de modo que, en términos bíblicos, “caigamos dormidos”, dejemos de estar vigilantes, ya no estemos alertas por más tiempo.
Necesitamos estar despiertos espiritualmente, no relajados. Pero el fin del mundo no debería importarnos ni deberíamos preocuparnos excesivamente sobre cuándo moriremos. Lo que nos debería preocupar es en qué estado nos encontrará nuestro morir. Como Kathleen Dowling Singh escribe en su libro “La gracia de envejecer”: ¡Qué lástima sería entrar en el momento de morir con los mismos viejos, cansados e insignificantes pensamientos y reacciones corriendo por nuestra mente!”
Pero, aun así, ¿qué hay sobre la cuestión de cuándo acabará el mundo?
Quizás, dada la infinitud de Dios, nunca acabará. Porque ¿cuándo alcanzarán su límite la creatividad infinita y el amor? Cuando digan: “¡Basta! ¡Eso es todo! ¡Estos son los límites de nuestra creatividad y amor!”
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