Siempre que hemos tenido nuestros mejores momentos como cristianos, hemos abierto nuestras iglesias como refugios a los pobres y a los que estaban en peligro. Tenemos una larga y magnífica historia sobre refugiados, personas sin hogar, inmigrantes que afrontan la deportación, y otros que están en peligro y se amparan en nuestras iglesias. Si nosotros creemos lo que Jesús nos dijo sobre el Juicio Final en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo, esto nos irá bien cuando nos presentemos ante Dios al final.
Desgraciadamente, nuestras iglesias no siempre han proporcionado esa misma clase de asilo (seguridad y cobijo) a los que son refugiados, inmigrantes y sin hogar en su relación con Dios y nuestras iglesias. Hay millones de personas, hoy quizá la mayoría en nuestras naciones, que están buscando un puerto seguro en vistas a ordenar su fe y su relación con la iglesia. Tristemente, con demasiada frecuencia, nuestros rígidos paradigmas de ortodoxia, eclesiología, ecumenismo, liturgia, práctica sacramental y derecho canónico, aunque bienintencionados, han hecho de nuestras iglesias lugares donde no se ofrece tal refugio ni donde se refleja el amplio abrazo practicado por Jesús. En vez de eso, nuestras iglesias son frecuentemente puertos sólo para personas que ya están seguras, ya están acomodadas, ya son practicantes, ya son sólidos ciudadanos eclesiales.
Difícilmente era ésa la situación en el propio ministerio de Jesús. Él era un refugio seguro para todos, tanto religiosos como no religiosos. Aun cuando no ignoró a las personas religiosas con cargo cercanas a él -los escribas y los fariseos-, su ministerio siempre llegó e incluyó a aquellos cuya práctica religiosa era débil o no existente. Además, llegó especialmente a aquellos cuyas vidas morales no estaban en formal armonía con las prácticas religiosas del tiempo, aquellos tenidos por pecadores. Significativamente también, él no pidió el arrepentimiento de aquellos considerados pecadores antes de sentarse a la mesa con ellos. No estableció ninguna condición moral ni eclesial como prerrequisito para juntarse o comer con él. Muchos se arrepintieron después de encontrarse y comer con él, pero ese arrepentimiento nunca fue una condición previa. En su persona y en su ministerio, Jesús no discriminó. Ofreció un refugio seguro para todos.
Hoy necesitamos en nuestras iglesias desafiarnos sobre esto. Desde los pastores a los consejos parroquiales, a los equipos de pastoral, a los guías diocesanos, a las conferencias episcopales, a los responsables de aplicar el canon y la ley de la iglesia, a nuestras propias actitudes personales, todos necesitamos preguntar: ¿Son nuestras iglesias lugares de acogida para los que son refugiados, sin hogar y pobres eclesialmente? ¿Reflejan a Jesús nuestras prácticas pastorales? ¿Es nuestro abrazo tan amplio como el de Jesús?
Estos no son ideales fantasiosos. Este es el evangelio cuyo punto de vista podemos perder fácilmente, por todas las aparentes buenas razones. Recuerdo un Sínodo Diocesano en el que participé hace unos veinte años. En una etapa del proceso, estábamos divididos en pequeños grupos y a cada grupo se le dio la pregunta: Antes que todo lo demás, ¿qué debería decir la iglesia hoy al mundo?
Los grupos volvieron con sus respuestas, y cada uno, cada grupo particular, propuso, como su primera prioridad a lo que la iglesia debería decir al mundo, algún desafío moral o eclesial: ¡Necesitamos desafiar al mundo en relación a la justicia! ¡Necesitamos desafiar a la gente a orar más! ¡Necesitamos hablar nuevamente del pecado! ¡Necesitamos desafiar a la gente sobre la importancia de ir a la iglesia! ¡Necesitamos parar el mal del aborto! Todas estas sugerencias son buenas e importantes. Pero ninguno de los grupos se atrevió a decir: ¡Necesitamos consolar a la gente!
El Mesías de Händel empieza con ese maravilloso verso de Isaías 40: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice el Señor.” Eso -creo yo- es la primera tarea de la religión. El desafío sigue después de eso, pero no puede precederlo. Una madre primero consuela a su hijo asegurándole su amor y deteniendo su confusión. Sólo después de eso, en la acogida segura producida por ese consuelo, puede ella empezar a ofrecerle algún desafío duro para crecer más allá de sus propias luchas instintivas.
La gente está dominada mucho por la percepción que tiene de las cosas. En nuestras iglesias hoy podemos protestar de que estamos siendo percibidos injustamente por nuestra cultura, esto es, como intolerantes, críticos, hipócritas y odiosos. Sin duda, esto es injusto, pero debemos tener el coraje de preguntarnos por qué abunda esta percepción, en los espacios académicos, en los medios y en la cultura popular. ¿Por qué no somos percibidos más como “un hospital de campaña” para los heridos, como es la idea del papa Francisco?
¿Por qué no nos decidimos a abrir las puertas de nuestras iglesias mucho más ampliamente? ¿Qué hay en la raíz de nuestra reticencia? ¿Miedo de ser demasiado generosos con la gracia de Dios? ¿Miedo de contaminación? ¿De escándalo?
Uno se pregunta si más gente, especialmente los jóvenes y los alejados, adornarían nuestras iglesias hoy si fuéramos percibidos en la mentalidad popular precisamente como siendo refugios para los que están en búsqueda, para los confusos, los heridos, los desgarrados y los no religiosos, más bien que como lugares sólo para los que ya están sólidos religiosamente y cuya búsqueda religiosa ya está completada.