Recientemente me vino un hombre pidiendo ayuda. Cargaba en
su alma profundas heridas, no físicas sino emocionales. Lo que me sorprendió
inicialmente fue que, aun estando profundamente herido, no había estado
severamente traumatizado ni en su infancia ni en su adultez. Parecía que había
tenido que asumir los normales golpes y contusiones que todos tenemos que
arrostrar: menosprecio, acoso, no ser nunca el favorito, insatisfacción con su
propio cuerpo, desencanto con su familia y hermanos, frustración de la carrera,
decepción en su lugar de trabajo, sensación de ser habitualmente ignorado,
impresión de no ser entendido ni apreciado, y autocompasión y falta de
autoconfianza que resulta de esto.
Pero era un hombre sensible, y la combinación de todas estas
cosas, aparentemente pequeñas, le dejaron, ahora al final de la mediana edad,
incapaz de ser el adulto afable y feliz que quería ser. En vez de esto, admitía
que estaba habitualmente atrapado en una cierta autoabsorción, a saber, en una
autocentrada ansiedad que le dejaba la sensación de que la vida no había sido
justa con él. Consecuentemente, estaba siempre fijado de alguna manera en la
autoprotección y resentido de los que podían avanzar abiertamente en
autoconfianza y amor. “Me disgusta -decía- ver a personas como la Madre Teresa
y el papa Juan Pablo hablar así con tan fácil autoconfianza de lo grande que
son sus corazones. Siempre me lleno de resentimiento y pienso: ‘¡Dichosos
vosotros!’ ¡No habéis tenido que aguantar lo que yo he tenido que soportar en la
vida!”
Este hombre había recibido cierta terapia profesional que le
había llevado a una más profunda autocomprensión, pero aún le dejó paralizado
para sobreponerse a sus heridas. “¿Qué puedo hacer con estas heridas?”,
preguntaba.
Mi respuesta a él, como para todos nosotros que estemos
heridos, es: Lleva esas heridas a la Eucaristía”. Cada vez que vayas a una
Eucaristía, estés cerca de un altar y recibas la comunión, trae tu desamparo y
parálisis a Dios, pídele que toque tu cuerpo, tu corazón, tu memoria, tu
amargura, tu falta de autoconfianza, tu autoabsorción, tus debilidades, tu
impotencia. Trae tus doloridos cuerpo y corazón a Dios. Expresa tu desamparo en
palabras simples y humildes: Tócame. Toma mis heridas. Toma mi paranoia.
Sáname. Perdóname. Caldea mi corazón. Dame la fuerza que yo no me puedo dar.
Reza esta oración, no sólo cuando estés recibiendo la
comunión y estés siendo tocado físicamente por el cuerpo de Cristo, sino
especialmente durante la plegaria eucarística, porque es entonces cuando no
sólo estamos siendo tocados y sanados por una persona, Jesús, sino también
estamos siendo tocados y sanados por un acontecimiento sagrado. Esta es la
parte de la Eucaristía que generalmente no comprendemos, pero es la parte de la
Eucaristía que celebra la transformación y curación de las heridas y el pecado.
En la plegaria eucarística conmemoramos el “sacrificio” de Jesús, esto es, ese
acontecimiento donde, como la tradición cristiana dice tan enigmáticamente,
Jesús se hizo pecado por nosotros. Hay mucho en esa secreta frase. En esencia:
en su sufrimiento y muerte, Jesús cargó con nuestras heridas, nuestras
debilidades, nuestras infidelidades y nuestros pecados, murió en ellos, y luego
por el amor y la esperanza los sanó.
Cada vez que vamos a la Eucaristía se entiende que dejamos
que nos toque ese transformante acontecimiento, que toque nuestras heridas,
nuestras debilidades, nuestras infidelidades, nuestro pecado y nuestra
parálisis emocional, y nos lleve a una transformación en sanación, energía,
gozo y amor.
La Eucaristía es el sumo sanador. Hay -creo yo- mucho mérito
en diversas clases de terapias físicas y emocionales, como hay desmesurado
mérito en los programas 12-Step y en compartir simple y honradamente nuestras heridas
personas con la gente en la que confiamos. Hay también -creo yo- mérito en un
cierto voluntarioso autoesfuerzo, en el desafío contenido en la advertencia de
Jesús a un hombre aquejado de parálisis: Toma tu camilla y echa a andar. No deberíamos permitirnos estar aquejados de
parálisis por la hipersensibilidad ni la autopiedad. Dios nos ha dado la piel
para cubrir nuestros más crudos nervios.
Pero, aun admitiendo eso, todavía no podemos curarnos. La
terapia, la autocomprensión, los amigos cercanos y el disciplinado autoesfuerzo
pueden llevarnos solo hasta aquí, y eso no llega a sanación completa. La
sanación total viene de tocar y ser tocado por lo sagrado. Más particularmente,
como cristianos, creemos que este toque envuelve un toque de lo sagrado en ese
lugar donde ha tocado más particularmente nuestras propias heridas, desamparo,
debilidades y pecado, ese lugar donde Dios “se hizo pecado por nosotros”. Ese
lugar es el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús, y ese
acontecimiento se nos hace disponible, para tocar y entrar, en la plegaria
eucarística y en la recepción del cuerpo de Cristo en la comunión.
Necesitamos traer nuestras heridas a la Eucaristía, porque
es ahí donde el amor y la energía sagrados que yacen en el fondo de todo lo que
respira puede cauterizar y curar todo aquello que en nosotros no está sano.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 23 de enero de 2017
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