En las Escrituras Hebreas, esa parte de la biblia que
llamamos el Antiguo Testamento, encontramos un fuerte desafío religioso a
acoger al forastero, al extranjero. Esto fue recalcado por dos razones:
Primera, porque, en otro tiempo, el pueblo judío mismo había sido extranjero e
inmigrante. Sus escrituras continuaron recordándoles que no olvidaran eso.
Segunda, ellos creían que la revelación de Dios, casi siempre, nos viene a
través del forastero, en lo que es foráneo a nosotros. Esa creencia era
integrante de su fe.
Los grandes profetas llevaron esto mucho más lejos.
Enseñaron que Dios favorece preferentemente a los pobres y que,
consecuentemente, nosotros seremos juzgados -juzgados religiosamente- por la
manera como tratemos a los pobres. Los profetas acuñaron este mantra (aún digno
de memorizar): La calidad de vuestra fe será juzgada por la calidad de la
justicia en la tierra; y la calidad de la justicia en la tierra siempre será
juzgada por la manera como les vaya a los huérfanos, las viudas y los forasteros
mientras vosotros estáis vivos.
¡Huérfanos, viudas, forasteros! Ese es el código bíblico
para los que, en cualquier tiempo dado, son los tres grupos más vulnerables de
la sociedad. Y el mensaje de los profetas no se acogió fácilmente. Más bien fue
una afrenta para muchos de los piadosos del tiempo que creían firmemente que
seríamos juzgados religiosa y moralmente por el rigor y exactitud de nuestra
observancia religiosa. Entonces, como ahora, la justicia social estaba con
frecuencia marginada religiosamente.
Pero Jesús se alinea con los profetas hebreos. Para él, Dios
no sólo hace una opción preferencial por los pobres, sino que Dios está en los
pobres. Como tratamos a los pobres es como tratamos a Dios. Además, al mantra
de los profetas -que seremos juzgados por la manera como tratemos a los pobres-
se le da una expresión normativa en el discurso de Jesús sobre el juicio final
en el Evangelio de Mateo, capítulo 25. A todos nosotros nos es familiar, tal
vez demasiado familiar, ese texto. Jesús, en efecto, estaba respondiendo a una
pregunta: ¿Cómo será el juicio final? ¿Cuál será la prueba? ¿Cómo seremos
juzgados?
Su respuesta desconcierta y, tomada sin componendas, es
quizás el texto más desafiante de los Evangelios. Nos dice que seremos
juzgados, sólo aparentemente, en base a cómo tratemos a los pobres, esto es,
sobre la manera como hayamos tratado a los más vulnerables de entre nosotros.
Además, en un momento clave, elige “al forastero”, al extranjero, al refugiado:
“Era forastero y me acogisteis… o… nunca me acogisteis. Acabamos en el lado
acertado o equivocado de Dios por la manera como tratamos al forastero.
Lo que también necesita ser destacado en este texto sobre el
juicio final es que ningún grupo -los que acertaron y los que se equivocaron-
conocían lo que estaban haciendo. Ambos protestan inicialmente: los primeros,
diciendo: “No sabíamos que eras tú al que servíamos”, y los segundos, diciendo:
“Si hubiéramos sabido que eras tú, abríamos respondido”. Ambas protestas -según
parece- son incongruentes. En el Evangelio de Mateo, el discipulado maduro no
cuenta con nosotros porque creamos que nos portamos bien con alguien, cuenta
con nosotros sólo por el hecho de que nos portamos bien.
Estos principios bíblicos -creo yo- son muy oportunos hoy
ante la cuestión de los refugiados e inmigrantes que estamos afrontando en el
mundo occidental. Hoy, sin duda, estamos sufriendo la crisis humanitaria más
grande desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Millones de millones de
gente, bajo injusta persecución y amenaza de muerte, están siendo arrancados de
sus hogares y patrias sin ningún lugar a donde ir ni país o comunidad que los
reciba. Como cristianos, no les volvamos la espalda ni los despidamos. Si
tenemos que creer a Jesús, nosotros seremos juzgados religiosamente más por la
manera como tratemos a los refugiados que por si vamos o no a la iglesia.
Cuando nos presentemos ante Dios en el juicio y digamos en protesta: “¿Cuándo
te vi forastero y no te acogí?”, es probable que nuestra generación oiga: “Yo
era un refugiado sirio, y tú no me acogiste”.
Esto, sin duda, podría sonar ingenuo, superidealista y
fundamentalista. La cuestión de refugiados e inmigrantes es a la vez altamente
sensible y muy compleja. Los países tienen fronteras que necesitan ser
respetadas y defendidas, al igual que sus ciudadanos tienen derecho a estar
protegidos. Se entiende que hay muy importantes cuestiones políticas, sociales,
económicas y de seguridad que tienen que ser dirigidas. Pero, mientras
nosotros, nuestras iglesias y nuestros gobernantes las dirigimos, debemos
mantener claro lo que las escrituras, Jesús y las enseñanzas sociales de la
iglesia señalan incondicionalmente: Estamos para acoger a los forasteros, independientemente
de la inconveniencia e incluso aunque haya peligros.
Por toda suerte de razones pragmáticas, policiales,
sociales, económicas y de seguridad, quizás podamos justificar la no acogida al
forastero; pero nunca podemos justificar esto en países cristianos. No acoger
al forastero es opuesto al auténtico mensaje del corazón de Jesús y nos hace
olvidar demasiado fácilmente que también nosotros fuimos una vez los
forasteros.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 21 de febrero de 2017
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