Nuestra sociedad tiende a dividirnos en ganadores y
perdedores. Desgraciadamente, no reflexionamos con frecuencia sobre la manera cómo
afecta esto a nuestras relaciones mutuas ni lo que significa para nosotros como
cristianos.
¿Qué significa? En esencia, que nuestras relaciones mutuas
tienden a estar demasiado cargadas de competencia y celotipia, porque nos
contagiamos demasiado unos a otros con la presión de hacer más, conseguir más y
avanzar más rápido. Por ejemplo, aquí están algunos de los eslóganes que hoy se
consideran sabios: ¡Gana! ¡Sé el mejor en algo! ¡Muestra a otros que tienes más
talento que ellos! ¡Muestra que eres más sofisticado que otros! ¡No pidas
disculpa por ponerte el primero! ¡No seas un perdedor!
Estas frases no son precisamente axiomas inocentes que nos
animen a trabajar duro; son virus que nos infectan, de modo que casi todo en
nuestro mundo conspira ahora con el narcisismo que hay en nosotros para
empujarnos a ganar, para establecernos aparte de otros, para sobresalir, para
estar en el primer puesto de la clase, para ser el mejor atleta, para ser el
que mejor viste, el de mejor aspecto, el de mayor talento musical, el más
popular, el más experimentado, el que más ha viajado, el que más sabe de
coches, o de películas, o historia, o sexo, o cualquier cosa. A todo trance nos
movemos para encontrar algo en lo que podamos superar a otros. A todo trance
tratamos de establecernos de alguna manera aparte y por encima de otros. Ahora
esa idea está inculcada en nosotros casi genéticamente.
Y por eso tendemos a formar una equivocada opinión de otros
y de nuestra propia idea y proyecto. Estructuramos todo exageradamente con
intención de conseguir más y sobresalir. Cuando lo logramos, cuando ganamos,
cuando somos mejores que otros en algo, nuestras vidas parecen más llenas;
nuestra autoimagen se hincha y nos sentimos seguros e importantes. Por el
contrario, cuando no podemos sobresalir, cuando sólo somos un rostro más en
medio de la multitud, luchamos por mantener una saludable autoimagen.
De cualquier modo, siempre estamos luchando con desconfianza
y desagrado, porque no podemos menos que ver constantemente nuestra propia
falta de talento, de belleza y de rendimiento en relación con los éxitos de
otros. Y así, a la vez, envidiamos y odiamos a aquellos que poseen talento,
belleza, poder, riqueza y fama, exaltándolos en adulación aun cuando
secretamente esperamos su fracaso, como la multitud que alaba a Jesús el
Domingo de Ramos y luego vocifera pidiendo su crucifixión sólo cinco días
después.
Esto nos deja en una situación incómoda: ¿Cómo formamos
comunidad entre unos y otros cuando nuestros verdaderos talentos y logros son
causa de celos y resentimiento, cuando son fuentes de envidia y armas de
rivalidad? ¿Cómo nos amamos unos a otros cuando nuestros espíritus competitivos
nos hacen ver unos a otros como rivales?
La comunidad sólo se puede dar cuando podemos permitir que
los talentos y logros de otros engrandezcan nuestras propias vidas y podemos
dejar que nuestros propios talentos y logros engrandezcan, más que amenacen, a
otros. Pero, generalmente, somos incapaces de esto. Estamos demasiado
infectados de competitividad para permitirnos no dejar que los logros y
talentos de otros nos amenacen y actualicen nuestros propios talentos como para
exaltar las vidas de otros más bien que dejarnos sobresalir.
Como nuestra cultura, también nosotros tendemos a dividir a
la gente en ganadores y perdedores, admirando y odiando a aquellos, mirando por
encima del hombro a estos, teniéndose constantemente unos a otros por buenos o
malos, tasando los cuerpos, el cabello, la inteligencia, la vestimenta, los
talentos y los logros de unos y otros. Pero, mientras hacemos esto, dudamos
entre sentirnos deprimidos y empequeñecidos cuando otros nos superan, o
inflados y pomposos cuando aparecemos superiores a ellos.
Y esto viene a ser siempre más difícil de superar cuando nos
volvemos más obsesionados con nuestra necesidad de sobresalir, ser especiales,
ponernos en un asiento superior, llegar a hacernos célebres. Vivimos en una
inveterada e incoada celotipia donde los talentos de otros son permanentemente
percibidos como amenaza para nosotros. Esto nos deja a la vez ansiosos y menos
que fieles a nuestra fe cristiana.
Nuestra fe cristiana nos invita a no compararnos con otros,
a no hacer esfuerzos por sobresalir y a no dejarnos ser amenazados por los
dones de otro ni celosos de ellos. Nuestra fe nos invita a empalmar un círculo
de vida con aquellos que creen que no hay ninguna necesidad de sobresalir o ser
especial, y con los que creen que los dones de otros no son una amenaza, sino
más bien algo que enriquece todas vidas, incluida la nuestra.
Cuando dividimos a la gente en ganadores y perdedores,
entonces nuestros talentos y dones vienen a ser fuentes de envidia y armas de
competencia y superioridad. Esto es verdad no sólo para los individuos sino
también para las naciones.
Uno de estos eslóganes competitivos de nuestra cultura nos
dice: ¡Muéstrame a un buen perdedor y te mostraré a un perdedor! Bueno, visto a
la luz de esto, Jesús fue un perdedor. La gente meneaba la cabeza en el momento
de su muerte, y no había ningún anillo de campeonato en su dedo. No tenía buen
aspecto a los ojos del mundo. ¡Un perdedor! Pero, en su fracaso, todos nosotros
obtuvimos la salvación. ¡Allí hubo una lección!
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 27 de febrero de 2017
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