El novelista y ensayista francés Léon Bloy hizo una vez este
comentario sobre el poder de Dios en nuestro mundo: “Parece que Dios se ha
condenado hasta el fin de los tiempos a no ejercer ningún derecho inmediato de
amo sobre criado ni de rey sobre súbdito. Podemos hacer lo que queremos. Él se
defenderá sólo por su paciencia y su belleza”.
¡Dios se defiende sólo por su paciencia y su belleza! ¡Qué
cierto! ¡Y qué significativo para nuestra comprensión del poder!
La manera como nosotros entendemos el poder va
invariablemente unida a cómo vemos ejercido el poder en nuestro mundo. Nuestro
mundo entiende el poder precisamente como una fuerza que puede dominarlo sobre
otros, una fuerza que puede apremiar a otros a obedecer. En nuestro mundo, se
entiende que el poder es verdadero sólo cuando puede mantenerse poderosamente
para hacer a otros obedecerlo. Para nosotros, la gente fuerte tiene poder, las
reglas políticas tienen poder, los sistemas económicos tienen poder, los
billonarios tienen poder, los ricos y los famosos tienen poder, los cuerpos
musculosos tienen poder y el valentón del patio de recreo tiene poder; poder
que puede hacer que te rindas, de un modo u otro.
Pero tal noción de poder es adolescente y superficial. El
poder que puede hacer que te rindas es sólo una clase de poder y, al fin, no la
más transformativa. El verdadero poder es moral. El verdadero poder es el poder
de la verdad, la belleza y la paciencia. Paradójicamente, el verdadero poder
parece generalmente desvalido. Por ejemplo: Si pones en la misma habitación a
un atleta poderosamente musculoso, al director ejecutivo de una pujante
corporación, a un valentón de patio de recreo, a una estrella de cine ganadora
de un premio de academia y a un bebé, ¿quién posee el mayor poder? Al fin, el
bebé. Al fin del día, la impotencia del bebé predomina sobre el músculo físico,
el músculo económico y el músculo carismático. Los bebés limpian moralmente una
estancia, practican exorcismos; incluso las personas más insensibles tienen
cuidado con su lenguaje alrededor de un bebé.
Esa es la clase de poder que Dios reveló en la encarnación.
Contra casi toda humana expectación, Dios nació en este mundo no como Superman
ni Superstar, sino como bebé, incapaz de atender sus propias necesidades. Y así
es como Dios está siempre esencialmente presente en nuestras vidas. Annie
Dillard, la escritora que ganó el premio Pulitzer, sugiere que así es como
nosotros encontramos siempre a Dios en nuestras vidas, como un infante
desvalido que yace en el pesebre y al que necesitamos recoger, alimentar y
abastecer proveyéndole de carne humana.
Tiene razón, y su visión, como la de Léon Bloy, tiene
amplias implicaciones en cómo entendemos en nuestras vidas el poder de Dios y
su aparente silencio.
Primero, el poder de Dios en nuestras vidas. Cuando
examinamos el relato bíblico de Adán y Eva y el pecado original, vemos que la
motivación primaria de comer la manzana fue su deseo de atrapar de alguna
manera la divinidad, llegar a ser como Dios. Querían el mismo poder de Dios.
Pero ellos, como nosotros, entendieron mal lo que constituye el genuino poder.
San Pablo nos muestra la antítesis de eso en la manera como él describe a Jesús
en el famoso himno cristológico de la epístola a los filipenses. Pablo escribe
allí que Jesús no consideró la igualdad con Dios algo a lo que aferrarse, sino
más bien que se llenó de ese poder para venir a ser desvalido, confiando que
este vacío y desvalimiento serían por fin el poder más transformativo de todos.
Jesús se sometió al desvalimiento para llegar a ser verdaderamente poderoso.
Esa visión puede derramar luz sobre cómo entendemos la
aparente ausencia de Dios en nuestro mundo. ¿Cómo podríamos comprender lo que
con frecuencia es llamado “el silencio de Dios”? ¿Dónde estaba Dios durante el
Holocausto? ¿Dónde está Dios durante los desastres naturales que matan a miles
de personas? ¿Dónde está Dios cuando accidentes y enfermedades sin sentido se
llevan la vida de incontables personas? ¿Por qué no interviene Dios
poderosamente?
Dios está presente e interviniendo en todas estas
situaciones, pero no de la manera como ordinariamente entendemos la presencia,
el poder y la intervención. Dios está presente del modo como la belleza está
presente, del modo como un recién nacido indefenso e inocente está presente y del
modo en que la verdad como agente moral está siempre presente. Dios nunca está
silencioso, porque la belleza, la inocencia, el desvalimiento y la verdad nunca
están silenciosos. Están siempre presentes e interviniendo; pero, a diferencia
del poder humano ordinario, están presentes de un modo que es completamente
no-manipulativo y plenamente respetuoso de la libertad. El poder de Dios, como
el de un recién nacido, como el poder de la belleza misma, respeta totalmente.
Cuando miramos las luchas que hay en nuestro mundo y en
nuestras vidas privadas, frecuentemente parece como que el poder divino siempre
está siendo superado por el poder humano. Como al personaje de dibujos animados
Ziggy le gusta decir: Los pobres aún están siendo atropellados en nuestro
mundo. Pero, como David, de pie con sólo una honda de niño ante Goliat, un
gigante que parece arrollador en lo tocante a músculo y hierro; y justo como
los apóstoles, a los que se les pide que preparen cinco pequeñas barras de pan
y dos insignificantes peces ante una multitud de 5000, Dios siempre parece
decepcionar en nuestro mundo.
Pero sabemos bien cómo acaban estas historias.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 6 de febrero de 2017
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