Todo es don. Esto es un principio que al fin sostiene toda espiritualidad, toda moralidad y todo mandamiento. Todo es don. Nada puede ser al fin reclamado como propio nuestro. La moral genuina y la sensibilidad religiosa deberían hacernos conscientes de eso. Nada nos viene por derecho.
Esto no es algo que sepamos automáticamente. Durante una clase, hace algunos años, un monje me contó cómo en todos los primeros años de su vida religiosa había estado resentido, porque tenía que pedir permiso a su abad si quería algo: “Solía pensar que era tonto que yo, mayor de edad, supuestamente adulto, tuviera que pedir permiso a un superior si yo quería algo. Si quería una camisa nueva, tendría que pedir permiso al abad para comprármela. Yo creía que era ridículo que un hombre hecho y derecho estuviera sometido a ser como un niño”.
Pero llegó un día en que pensó de otra manera: “No estoy seguro de todas las razones, pero un día llegué a darme cuenta de que había un proyecto y sabiduría en el hecho de tener que pedir permiso para todo. Llegué a darme cuenta de que nada es nuestro por derecho y nada puede ser tomado como propio. Todo es don. Todo necesita ser solicitado. Necesitamos ser agradecidos al universo y a Dios precisamente por darnos un poco de espacio. Ahora, cuando pido permiso al abad porque necesito algo, ya no me siento como un niño. Más bien, siento como que entiendo debidamente el modo como deberían ser las cosas, en un universo orientado como don, en el cual ninguno de nosotros tiene derecho a reclamar al fin algo como propio suyo.
Esto es sabiduría moral y religiosa, pero es una sabiduría que va contra el código de valores dominante en nuestra cultura y contra alguna de nuestras inclinaciones más fuertes. Tanto desde fuera como desde dentro, oímos voces que nos dicen: Si no puedes tomar lo que deseas, es que eres débil, y débil doblemente: Primero, eres una persona débil, demasiado tímida para reclamar enteramente lo que es tuyo. Segundo, has sido debilitado por escrúpulos religiosos y morales hasta ser incapaz de gozar del momento. No reclamar lo que es tuyo, no reclamar la propiedad no es virtud sino defecto.
Fueron esas clases de voces las que este monje oía en sus años más jóvenes, y por ellas se sintió resentido e inmaduro.
Pero Jesús no se haría eco de esas voces. Los Evangelios hablan bien claro de que Jesús no consideraría tanto lo que es asertivo, agresivo y acumulativo en nuestra sociedad, a pesar de la alabanza y envidia que eso recibe, y vería esto como admirable, como gozando sanamente del momento. Yo dudo también de que Jesús compartiera nuestra admiración del rico y famoso que reclama, como por derecho, su superabundante riqueza y estatus. Cuando Jesús indica que le es más difícil a un rico entrar en el cielo que a un camello pasar por el ojo de una aguja, podría haber mitigado esto añadiendo: “¡A no ser, por supuesto, que el rico, puerilmente, pida permiso al universo, a la comunidad y a Dios, cada vez que compre una camisa!”. Cuando Jesús nos dice que los niños y los pobres van al cielo más fácilmente, no está idolatrando, respectivamente, su inocencia ni su pobreza. Está idolatrando la necesidad de reconocer y admitir nuestra dependencia. Al fin, nosotros no nos suministramos a nosotros mismos, y nada es nuestro por derecho.
Cuando yo estaba en el noviciado oblato, nuestro maestro de novicios trató de imprimir en nosotros el significado de pobreza religiosa haciéndonos escribir, en cada libro que nos daban, las palabras latinas: Ad usum (Para uso). La idea era que, aun cuando ese libro se te daba para tu uso personal, al fin y al cabo, no lo poseías. Era tuyo sólo temporalmente. Nos decían entonces que esto era aplicable a todo lo demás que nos daban para nuestro uso personal, desde nuestro cepillo de dientes hasta las camisas que llevábamos a nuestras espaldas. No eran propiamente nuestros, sino dados meramente para nuestro uso.
Uno de los jóvenes que había en ese noviciado abandonó casualmente la congregación y llegó a ser médico. Continúa siendo amigo cercano; y una vez me contó cómo, aun hoy día, como médico, todavía escribe esas palabras -Ad usum- en todos sus libros: “Yo no pertenezco a ninguna congregación religiosa ni tengo el voto de pobreza, pero ese principio que nuestro maestro de novicios nos enseñó es tan válido para mí en el mundo como es para cualquier religioso profeso. Al fin, no poseemos nada. Esos libros no son míos, en realidad. Me han sido dados, temporalmente, para mi uso. ¡Nada pertenece a nadie, y es bueno no olvidar nunca eso!”.
No es nada malo como adulto tener que pedir permiso para comprar una camisa nueva. Eso nos recuerda que el universo pertenece a todos y que todos nosotros deberíamos estar profundamente agradecidos de que ese universo nos dé incluso un poco de espacio.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 21 de marzo de 2017
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