Ninguna
comunidad debería descuidar sus muertes. El mes pasado murió en Canadá
un admirable guía de la comunidad de fe, y podría aprovecharnos a todos
recibir más plenamente su espíritu. ¿Cómo hacemos eso? Nos puede ser
útil -creo yo- destacar esas situaciones donde su vida, su energía y su
liderazgo ayudaron más particularmente a estabilizarnos en nuestra fe y a
usar nuestros propios dones más plenamente para servir a Dios. ¿Quién
fue este hombre? Joseph Neil MacNeil, arzobispo emérito de Edmonton, Alberta, Canadá.
Fui bastante dichoso de haberlo tenido como obispo durante los primeros dieciocho años de mi sacerdocio. Fue un buen guía, y yo necesitaba uno. Acababa de concluir el seminario y, como muchos ingenuos jóvenes que abandonaron el ministerio, tenía unos puntos de vista demasiado rígidos sobre lo que estaba mal con el mundo y cómo ponerlo en orden: opiniones basadas más en la inmadurez personal que en la prudencia, opiniones en gran necesidad de equilibrar. Fue una mano guiadora, no sólo para mí sino para otros muchos.
Y esto fue un tiempo en que la iglesia estaba luchando en general por una madurez más profunda. La iglesia estaba precisamente comprometiéndose en las reformas del Vaticano II, preguntándose si iba demasiado lejos o no suficientemente, y titubeando al mismo tiempo de los radicales cambios culturales y sexuales de los últimos años de la década de 1960. El cambio estaba por todas partes. Nada, en lo referente a la iglesia o a otra cosa, era como antes. Éramos una generación pionera eclesialmente, necesitada de nuevo liderazgo.
Él nos guió bien, nada atrevido en extremo, nada reaccionario, justamente bueno, sensato; liderazgo caritativo que nos ayudó, entre otras cosas, a ser más sensibles pastoralmente, más ecuménicos, menos auto-absorbidos, menos clericales, más abiertos a la implicación del laico y más sensibles al puesto de las mujeres. Mantuvo las cosas estables pero avanzando poco a poco, incluso mientras honraba con propiedad el pasado.
Entre sus muchos dones, tres cualidades de liderazgo -para mí- sobresalen particularmente como un desafío para que todos nosotros vivamos siempre nuestro discipulado más profundamente.
Primera: Pudo vivir con ambigüedad y sin angustia cuando la tensión pareció que estaba por todas partes. No se asustó ni se desentendió por la polarización y el criticismo. Los ordenó con paciencia y caridad. Eso ayudó a crear espacio para una iglesia más inclusiva, en la cual la gente de diferentes temperamentos y eclesiologías pudieran estar no obstante en la misma comunidad. Mantuvo sus ojos sobre la visión de conjunto y no sobre los diversos asuntos secundarios, guerrillas que tan fácilmente desvían la atención de lo que es importante. La gente buena carga sobre sus hombros la tensión para no permitir que se transmita a otros. Los buenos líderes cargan sobre sus hombros la ambigüedad para no dar prematuramente solución a las tensiones. Fue una buena persona y un buen líder. Supo ser paciente con la tensión no resuelta.
Segunda: Entendió la innata tensión que viene de nuestro bautismo, en el que estamos por siempre fluctuantes entre dos lealtades, esto es, la tensión entre ser leales a la iglesia y sus dogmas y reglas por una parte, y ser leales a la vez al hecho de que también debemos ser instrumentos universales de salvación que irradiemos la compasión de Dios a los componentes de todas las iglesias y del mundo, sin ningún límite. He aquí un ejemplo de eso: Ante una situación pastoral muy turbia y dolorosa, le telefoneé una vez preguntándole lo que yo debía hacer. Su respuesta se movió con propiedad entre la ley y la clemencia: “Padre, Vd. conoce la mente de la iglesia, conoce el derecho canónico, conoce mi opinión y así conoce lo que idealmente debería hacerse aquí… pero Vd. conoce también el principio de Epikeia, se halla ante el dolor de esa gente, y Dios lo ha puesto ahí. Necesita tener en cuenta todo esto juntamente y tomar una decisión basada en eso. Dígame después lo que decida y luego le diré si estoy de acuerdo o no”. Decidí, le telefoneé después y no estuvo de acuerdo conmigo, pero me agradeció que hiciera lo que hice.
Finalmente, como líder de la fe, comprendió la diferencia entre catequesis y teología, y honró y defendió el especial lugar de cada una de ellas. La catequesis se necesita para enseñarnos los principios; le teología se necesita para abrirnos a una reflexión. Entendió eso: Como antiguo Presidente de una Universidad que se había graduado en la Universidad de Chicago, no fue amenazado por los teólogos, y generalmente venía en nuestra defensa cuando éramos atacados. Uno de sus dichos favoritos, cuando una de sus facultades teológicas estaba bajo escrutinio o ataque, era simplemente: “¡Son teólogos! Por tanto, especulan. Eso es lo que hacen los teólogos. No son catequistas”. Ofreció igual defensa en favor de sus catequistas.
En el lenguaje de la iglesia, un obispo, un arzobispo, un cardenal o un papa es considerado un Príncipe de la Iglesia. Él fue eso, un Príncipe de la Iglesia… no porque la iglesia le ungiera como tal, sino porque tenía la inteligencia, gracia y corazón de un líder.
Fui bastante dichoso de haberlo tenido como obispo durante los primeros dieciocho años de mi sacerdocio. Fue un buen guía, y yo necesitaba uno. Acababa de concluir el seminario y, como muchos ingenuos jóvenes que abandonaron el ministerio, tenía unos puntos de vista demasiado rígidos sobre lo que estaba mal con el mundo y cómo ponerlo en orden: opiniones basadas más en la inmadurez personal que en la prudencia, opiniones en gran necesidad de equilibrar. Fue una mano guiadora, no sólo para mí sino para otros muchos.
Y esto fue un tiempo en que la iglesia estaba luchando en general por una madurez más profunda. La iglesia estaba precisamente comprometiéndose en las reformas del Vaticano II, preguntándose si iba demasiado lejos o no suficientemente, y titubeando al mismo tiempo de los radicales cambios culturales y sexuales de los últimos años de la década de 1960. El cambio estaba por todas partes. Nada, en lo referente a la iglesia o a otra cosa, era como antes. Éramos una generación pionera eclesialmente, necesitada de nuevo liderazgo.
Él nos guió bien, nada atrevido en extremo, nada reaccionario, justamente bueno, sensato; liderazgo caritativo que nos ayudó, entre otras cosas, a ser más sensibles pastoralmente, más ecuménicos, menos auto-absorbidos, menos clericales, más abiertos a la implicación del laico y más sensibles al puesto de las mujeres. Mantuvo las cosas estables pero avanzando poco a poco, incluso mientras honraba con propiedad el pasado.
Entre sus muchos dones, tres cualidades de liderazgo -para mí- sobresalen particularmente como un desafío para que todos nosotros vivamos siempre nuestro discipulado más profundamente.
Primera: Pudo vivir con ambigüedad y sin angustia cuando la tensión pareció que estaba por todas partes. No se asustó ni se desentendió por la polarización y el criticismo. Los ordenó con paciencia y caridad. Eso ayudó a crear espacio para una iglesia más inclusiva, en la cual la gente de diferentes temperamentos y eclesiologías pudieran estar no obstante en la misma comunidad. Mantuvo sus ojos sobre la visión de conjunto y no sobre los diversos asuntos secundarios, guerrillas que tan fácilmente desvían la atención de lo que es importante. La gente buena carga sobre sus hombros la tensión para no permitir que se transmita a otros. Los buenos líderes cargan sobre sus hombros la ambigüedad para no dar prematuramente solución a las tensiones. Fue una buena persona y un buen líder. Supo ser paciente con la tensión no resuelta.
Segunda: Entendió la innata tensión que viene de nuestro bautismo, en el que estamos por siempre fluctuantes entre dos lealtades, esto es, la tensión entre ser leales a la iglesia y sus dogmas y reglas por una parte, y ser leales a la vez al hecho de que también debemos ser instrumentos universales de salvación que irradiemos la compasión de Dios a los componentes de todas las iglesias y del mundo, sin ningún límite. He aquí un ejemplo de eso: Ante una situación pastoral muy turbia y dolorosa, le telefoneé una vez preguntándole lo que yo debía hacer. Su respuesta se movió con propiedad entre la ley y la clemencia: “Padre, Vd. conoce la mente de la iglesia, conoce el derecho canónico, conoce mi opinión y así conoce lo que idealmente debería hacerse aquí… pero Vd. conoce también el principio de Epikeia, se halla ante el dolor de esa gente, y Dios lo ha puesto ahí. Necesita tener en cuenta todo esto juntamente y tomar una decisión basada en eso. Dígame después lo que decida y luego le diré si estoy de acuerdo o no”. Decidí, le telefoneé después y no estuvo de acuerdo conmigo, pero me agradeció que hiciera lo que hice.
Finalmente, como líder de la fe, comprendió la diferencia entre catequesis y teología, y honró y defendió el especial lugar de cada una de ellas. La catequesis se necesita para enseñarnos los principios; le teología se necesita para abrirnos a una reflexión. Entendió eso: Como antiguo Presidente de una Universidad que se había graduado en la Universidad de Chicago, no fue amenazado por los teólogos, y generalmente venía en nuestra defensa cuando éramos atacados. Uno de sus dichos favoritos, cuando una de sus facultades teológicas estaba bajo escrutinio o ataque, era simplemente: “¡Son teólogos! Por tanto, especulan. Eso es lo que hacen los teólogos. No son catequistas”. Ofreció igual defensa en favor de sus catequistas.
En el lenguaje de la iglesia, un obispo, un arzobispo, un cardenal o un papa es considerado un Príncipe de la Iglesia. Él fue eso, un Príncipe de la Iglesia… no porque la iglesia le ungiera como tal, sino porque tenía la inteligencia, gracia y corazón de un líder.