El
poeta Rumi insinúa que vivimos con un profundo secreto que a veces
conocemos, luego no, y después conocemos de nuevo. Es una buena
descripción de la fe. La fe no es algo que sujetas y posees de una vez
para siempre. Lleva este camino: A veces andas sobre el agua, y a veces
te hundes como una piedra.
Los Evangelios testifican esto, lo más gráficamente, en el pasaje de Pedro andando sobre el agua: Jesús pide a Pedro que baje de una barca y vaya a él andando sobre el agua. Al principio, eso funciona: Pedro, sin pensar, camina sobre el agua; después, volviéndose más consciente de lo que está haciendo, se hunde como una piedra. Vemos esto también en las masivas fluctuaciones en la creencia que los discípulos de Jesús experimentaron durante los “cuarenta días” después de la resurrección. Jesús se les aparecería, ellos se fiarían de que estaba vivo, luego desaparecería de nuevo y ellos perderían su confianza y volverían a las vidas que habían tenido antes de encontrarse con él, pescando en el mar. Las narraciones de la post-resurrección ilustran bastante claramente la dinámica de la fe: Creéis. Luego, desconfiáis. Después, lo creéis de nuevo. Al menos, así lo parece superficialmente.
Vemos otro ejemplo de esto en el relato de Pedro traicionando a Jesús. En el Evangelio de Marcos, Jesús nos dice que hay un secreto que separa a aquellos que tienen fe de aquellos que no: A vosotros se os da el secreto del Reino, pero a los demás todo se les da en parábolas. Esto suena a gnosticismo, esto es, la idea de que hay un código secreto en algún sitio (por ej., el Código Da Vinci) que algunos conocen y otros no, y tú estás en ello o no, según lo conozcas o no. Pero eso no es lo que Jesús está diciendo aquí. Su secreto es abierto, accesible a todos: el significado de la cruz. Cualquiera que entiende eso entenderá el resto de lo que Jesús quiere decir, y vice versa. Nosotros estamos dentro o fuera, dependiendo de si o no, podemos comprender y aceptar el significado de la muerte de Jesús.
Pero, estar dentro o fuera no es de una vez para siempre. Más bien, ¡nos movemos dentro y fuera! Después de negar Pedro a Jesús, se nos dijo: salió a fuera. Esto se entiende literal y metafóricamente. Después de su negación, Pedro salió fuera, a la noche, para estar lejos de la multitud, pero estuvo también fuera del significado de su fe.
Nuestra fe también se eleva y se abaja por otra razón; comprendemos mal cómo funciona: Toma como ejemplo al joven rico que se acerca a Jesús con esta pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para poseer la vida eterna?” Interesante elección de un verbo: poseer. ¿La vida eterna como una posesión? La amable corrección de Jesús por el verbo del joven nos enseña algo vital sobre la fe. Jesús le dice: “Bien, si quieres recibir la vida eterna”, queriendo decir que la fe y la vida eterna no son algo que posees para que pueda ser almacenado y guardado como el grano en el granero, el dinero en el banco o las joyas en un cofre. Sólo pueden ser recibidas, como el aire que respiramos. El aire es libre, está dondequiera, y nuestra salud no depende de su presencia, porque siempre está ahí, sino más bien del estado de nuestros pulmones (y humor) en un momento dado. A veces respiramos profunda y agradecidamente; pero otras veces, por diversas razones, respiramos mal, jadeamos en vez de respirar, estamos sin aliento o asfixiados por el aire. Como el respirar, la fe tiene sus modalidades.
Y así, necesitamos entender nuestra fe no como una posesión o como algo que obtenemos de una vez para siempre, que puede perderse sólo por algún enorme y dramático cambio de vida que se dé en nosotros, donde nos movamos de la creencia al ateísmo. “La fe no es cierto estado constante de creencia” -insinúa Abraham Heschel- sino más bien una suerte de fidelidad, una lealtad a los momentos en que hemos tenido fe”.
Y eso aclara algo más: Para ser auténtica, la fe no necesita ser explícitamente religiosa, sino que puede expresarse simplemente en la fidelidad, lealtad y confianza. Por ejemplo, en una poderosa biografía, La clara luz, escrita cuando estaba muriendo de cáncer, Annie Riggs cuenta su poderosa pero implícita fe mientras mientras afronta con calma su muerte. Sin ser dada a explicitar la fe religiosa, le desafía en un punto una enfermera que le dice: “La fe, debes tenerla y la vas a necesitar”. La observación dispara una reflexión de su parte sobre aquello en lo que ella cree o no. Ella viene a la paz con la pregunta y su propio asidero en ella con estas palabras: “Para mí, la fe envuelve clavar la vista en el abismo, ver que es oscuro y lleno de lo desconocido, y estar de acuerdo con eso”.
Necesitamos tener confianza en lo desconocido, saber que estaremos de acuerdo, aunque en un día dado podríamos sentir como que estamos andando sobre el agua o nos hundimos como una piedra. La fe es más profunda que nuestros sentimientos.
Los Evangelios testifican esto, lo más gráficamente, en el pasaje de Pedro andando sobre el agua: Jesús pide a Pedro que baje de una barca y vaya a él andando sobre el agua. Al principio, eso funciona: Pedro, sin pensar, camina sobre el agua; después, volviéndose más consciente de lo que está haciendo, se hunde como una piedra. Vemos esto también en las masivas fluctuaciones en la creencia que los discípulos de Jesús experimentaron durante los “cuarenta días” después de la resurrección. Jesús se les aparecería, ellos se fiarían de que estaba vivo, luego desaparecería de nuevo y ellos perderían su confianza y volverían a las vidas que habían tenido antes de encontrarse con él, pescando en el mar. Las narraciones de la post-resurrección ilustran bastante claramente la dinámica de la fe: Creéis. Luego, desconfiáis. Después, lo creéis de nuevo. Al menos, así lo parece superficialmente.
Vemos otro ejemplo de esto en el relato de Pedro traicionando a Jesús. En el Evangelio de Marcos, Jesús nos dice que hay un secreto que separa a aquellos que tienen fe de aquellos que no: A vosotros se os da el secreto del Reino, pero a los demás todo se les da en parábolas. Esto suena a gnosticismo, esto es, la idea de que hay un código secreto en algún sitio (por ej., el Código Da Vinci) que algunos conocen y otros no, y tú estás en ello o no, según lo conozcas o no. Pero eso no es lo que Jesús está diciendo aquí. Su secreto es abierto, accesible a todos: el significado de la cruz. Cualquiera que entiende eso entenderá el resto de lo que Jesús quiere decir, y vice versa. Nosotros estamos dentro o fuera, dependiendo de si o no, podemos comprender y aceptar el significado de la muerte de Jesús.
Pero, estar dentro o fuera no es de una vez para siempre. Más bien, ¡nos movemos dentro y fuera! Después de negar Pedro a Jesús, se nos dijo: salió a fuera. Esto se entiende literal y metafóricamente. Después de su negación, Pedro salió fuera, a la noche, para estar lejos de la multitud, pero estuvo también fuera del significado de su fe.
Nuestra fe también se eleva y se abaja por otra razón; comprendemos mal cómo funciona: Toma como ejemplo al joven rico que se acerca a Jesús con esta pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para poseer la vida eterna?” Interesante elección de un verbo: poseer. ¿La vida eterna como una posesión? La amable corrección de Jesús por el verbo del joven nos enseña algo vital sobre la fe. Jesús le dice: “Bien, si quieres recibir la vida eterna”, queriendo decir que la fe y la vida eterna no son algo que posees para que pueda ser almacenado y guardado como el grano en el granero, el dinero en el banco o las joyas en un cofre. Sólo pueden ser recibidas, como el aire que respiramos. El aire es libre, está dondequiera, y nuestra salud no depende de su presencia, porque siempre está ahí, sino más bien del estado de nuestros pulmones (y humor) en un momento dado. A veces respiramos profunda y agradecidamente; pero otras veces, por diversas razones, respiramos mal, jadeamos en vez de respirar, estamos sin aliento o asfixiados por el aire. Como el respirar, la fe tiene sus modalidades.
Y así, necesitamos entender nuestra fe no como una posesión o como algo que obtenemos de una vez para siempre, que puede perderse sólo por algún enorme y dramático cambio de vida que se dé en nosotros, donde nos movamos de la creencia al ateísmo. “La fe no es cierto estado constante de creencia” -insinúa Abraham Heschel- sino más bien una suerte de fidelidad, una lealtad a los momentos en que hemos tenido fe”.
Y eso aclara algo más: Para ser auténtica, la fe no necesita ser explícitamente religiosa, sino que puede expresarse simplemente en la fidelidad, lealtad y confianza. Por ejemplo, en una poderosa biografía, La clara luz, escrita cuando estaba muriendo de cáncer, Annie Riggs cuenta su poderosa pero implícita fe mientras mientras afronta con calma su muerte. Sin ser dada a explicitar la fe religiosa, le desafía en un punto una enfermera que le dice: “La fe, debes tenerla y la vas a necesitar”. La observación dispara una reflexión de su parte sobre aquello en lo que ella cree o no. Ella viene a la paz con la pregunta y su propio asidero en ella con estas palabras: “Para mí, la fe envuelve clavar la vista en el abismo, ver que es oscuro y lleno de lo desconocido, y estar de acuerdo con eso”.
Necesitamos tener confianza en lo desconocido, saber que estaremos de acuerdo, aunque en un día dado podríamos sentir como que estamos andando sobre el agua o nos hundimos como una piedra. La fe es más profunda que nuestros sentimientos.