Compartimos el mundo con más de siete mil millones y medio de personas, y cada uno de nosotros tiene el indomable e innato sentimiento de que somos especiales y destinados de una manera única. Esto no es sorprendente, ya que cada uno de nosotros es verdaderamente único y especial. Pero ¿cómo se siente uno especial entre otros siete mil millones y medio?
Intentamos sobresalir. Generalmente, no lo conseguimos, y así -como Allan Jones afirma- “alimentamos en nuestros corazones la confianza de que somos diferentes, de que somos especiales, de que somos extraordinarios. Anhelamos la seguridad de que nuestro nacimiento no fue un accidente, de que un dios tuvo una mano en nuestra venida a la existencia, de que existimos por un “fiat” divino. Ansiamos un remedio para la más grande enfermedad de la mortalidad. Nuestra locura viene cuando la presión es demasiado fuerte y fabricamos una mentira vital para cubrir el hecho de que somos mediocres, accidentales, mortales. Dejamos de ver la gloria de la Buena Noticia. La mentira vital es innecesaria porque todas las cosas que verdaderamente anhelamos nos han sido dadas gratuitamente”.
Todos nosotros sabemos lo que esas palabras significan: Sentimos que somos extraordinarios, valorados e importantes, independientemente de nuestras fortunas virtuales de la vida. En el fondo, tenemos el sentimiento de que somos amados de manera única y llamados especialmente a la vida de significado y relevancia: Sabemos también, aunque más por fe que por sentimiento, que somos valorados no por lo que realizamos sino más bien por haber sido creados y amados por Dios.
Pero esta intuición, aunque es profunda en nuestras almas, languidece a pesar de intentar vivir una vida que es única y especial en un mundo en el que otros miles de millones están también intentando hacer lo mismo. Y así podemos estar anonadados por una sensación de nuestra propia mediocridad, anonimato y mortalidad, y empezar a temer que no somos valorados sino meramente otro-entre-muchos, nada especial, uno entre miles de millones, viviendo en medio de miles de millones. Cuando nos sentimos así, estamos tentados de creer que somos valorados y únicos sólo cuando realizamos algo que exactamente nos sitúa aparte y asegura que seremos recordados. Para la mayoría de nosotros, la tarea de nuestras vidas entonces viene a ser la de garantizar nuestro propio valor, significado e inmortalidad, porque, al final del día, creemos que esto está supeditado a nuestras propias realizaciones, al crear nuestra propia especialidad.
Y así, hacemos grandes esfuerzos para estar contentos con nuestras ordinarias vidas de anonimato, escondidas en Dios. Más bien, tratamos de sobresalir, de dejar una huella, de realizar algo extraordinario, y así asegurar que seremos reconocidos y recordados. Pocas cosas impiden nuestra paz como lo hace este esfuerzo. Establecemos para nosotros mismos lo imposible, la frustrante tarea de asegurarnos algo que sólo Dios puede darnos: la significancia y la inmortalidad. Entonces la vida ordinaria nunca nos parece suficiente, y vivimos vidas inquietas, competitivas, dirigidas. ¿Por qué no nos basta la vida ordinaria? ¿Por qué nuestras vidas parecen siempre demasiado pequeñas y no suficientemente estimulantes? ¿Por qué nos sentimos habitualmente insatisfechos al no ser especiales?
¿Por qué nuestra necesidad de dejar una huella? ¿Por qué nuestra propia situación se siente tan sofocante? ¿Por qué no nos podemos abrazar más fácilmente como hermanos y hermanas, y alegrarnos de los dones y de la existencia de todos los demás? ¿Por qué el incesante sentimiento de que el otro es un rival? ¿Por qué la necesidad de máscaras, de pretensión, de proyectar una cierta imagen sobre nosotros mismos?
La respuesta: Hacemos todas estas cosas para tratar de colocarnos aparte porque estamos intentando darnos algo que sólo Dios puede darnos: la significancia y la inmortalidad.
La escritura nos dice que “sólo la fe salva”. Esta simple frase revela el secreto: Sólo Dios da la vida eterna. El alto precio, el sentido, la significancia y la inmortalidad son dones de Dios, y nosotros seríamos mucho más serenos, pacíficos, humildes, agradecidos, felices y menos competitivos si pudiéramos creer eso. Una vida humilde y ordinaria, compartida con otros miles de millones, tendría entonces suficiente para darnos una sensación de nuestro gran valor, sentido y significancia.
Thomas Merton, en uno de sus días menos inquietos, escribió: “Es suficiente estar, de un modo humano ordinario, con el hambre y el sueño propios, con el frío y el calor propios, levantándome y acostándome; poniéndome mantas y quitándomelas; haciendo café y después tomándolo; descongelando el frigorífico, leyendo, meditando, trabajando, orando. Vivo como mis padres han vivido en esta tierra, hasta que por fin muera. Amén. No hay necesidad de hacer una afirmación de mi vida, especialmente como si fuera mía, aunque, sin duda, no es de ningún otro. Tengo que aprender a vivir como para olvidar gradualmente el programa y el ingenio”.
La vida ordinaria es suficiente. No hay ninguna necesidad de hacer una afirmación de nuestras vidas. Nuestro gran valor y significado descansan en el gran valor y significado de nuestra vida misma, no en tener que realizar algo especial.