Dolor.

Nuestra cultura no nos da fácil permiso para llorar. Su característica subyacente es que pasamos rápidamente de la pérdida y el daño, mantenemos nuestras penas en silencio, permanecemos siempre fuertes y seguimos con la vida.
Pero el dolor es algo que es vital para nuestra salud, algo que nos debemos. Sin dolor, nuestra única elección es crecer duramente ante el contratiempo, el rechazo y la pérdida. Y éstos siempre se dejarán sentir.
Tenemos muchas cosas por las que llorar en la vida: siempre estamos perdiendo a personas y cosas. Los seres queridos mueren, las relaciones se acaban, los amigos se alejan, un matrimonio se va al desastre, un amor que queremos pero que no nos puede tener obsesionados, un sueño acaba en decepción, nuestros hijos crecen lejos de nosotros, los empleos se pierden,  y así un día se pierden también nuestra juventud y nuestra salud. Más allá de todas estas muchas pérdidas que buscan nuestra pena, está la necesidad de lamentarse por la simple insuficiencia de nuestras vidas, la perfecta sinfonía y consumación que nunca pudimos tener. Como la hija de Jefté, todos nosotros tenemos que llorar nuestra inconsumación. 
¿Cómo? ¿Cómo nos lamentamos de modo que nuestro lamento no sea una  insana auto-indulgencia sino un proceso que nos reconstruya la vida y el ánimo?
Hay una simple fórmula, y la fórmula es diferente para cada uno. La lamentación, como el amor, tiene que respetar nuestra única reticencia, aquello con lo que estamos cómodos y con lo que no. Pero algunas cosas son las mismas para todos nosotros.
Primero, existe la necesidad de aceptar y conocer nuestra pérdida y nuestra pena con las que nos dejan. La negación de una u otra, pérdida o pena, nunca es favorable. La frustración y desamparo con que nos encontramos deben ser aceptadas, y aceptadas con el conocimiento también de que no hay lugar donde poner el dolor, excepto -como dice Rilke- devolverlo a la tierra misma, a la pesadez de los océanos desde los que viene por fin el agua salada que fabrica nuestras lágrimas. Nuestras lágrimas nos conectan siempre a los océanos que nos engendraron.
Luego, el dolor es un proceso que requiere tiempo, a veces mucho tiempo, mejor que algo que podemos ejecutar rápidamente por una simple decisión. No podemos querer simplemente que nuestras emociones recuperen la salud. Necesitan sanar, y la curación es un proceso organizado. ¿Qué está implicado?
En muchas instancias existe la necesidad de darnos permiso para estar enojados, para enfadarnos por un tiempo, para dejarnos sentir el desánimo, la pérdida, la injusticia y la ira. La pérdida puede ser más amarga, y esa amargura necesita ser aceptada con honradez, pero también con el coraje y la disciplina para no dejarle que nos haga embestir a otros. Y para que eso suceda, para que nosotros no echemos la culpa y embistamos a otros, necesitamos ayuda. Todo dolor puede ser soportado si puede ser compartido, y así necesitamos que la gente nos escuche y comparta nuestro dolor sin tratar de fijarlo. El orgullo es nuestro enemigo aquí. Necesitamos la humildad de permitir a otros ver nuestra herida.
Finalmente, no lo menos, necesitamos paciencia, constancia de ánimo, perseverancia. El dolor no puede ser superado rápidamente. La sanación del alma, como la sanación del cuerpo, es un proceso organizado con su propio horario no negociable de desarrollo. Pero esto puede ser una prueba mayor de nuestra paciencia y esperanza. Podemos pasar por largos periodos de tiniebla y aflicción donde nada puede parezca estar cambiando, la pesadez y la parálisis permanecen y nos dejan con el sentimiento de que las cosas nunca mejorarán, que nunca volveremos a encontrar la claridad del corazón. Pero la aflicción y el dolor exigen paciencia, paciencia para mantener el rumbo con la pesadez y el desamparo. El Libro de la Lamentaciones nos dice que a veces todo lo que podemos hacer es colocar nuestras bocas en el polvo y esperar. La sanación está en esperar.
Henri Nouwen fue un hombre muy familiarizado con el dolor y la pérdida. Alma muy sensible, a veces sufrió depresiones y obsesiones que le dejaron paralizado emocionalmente y tratando de hallar ayuda profesional. En una de esas ocasiones, mientras estaba atravesando por una mayor depresión, escribió su libro profundamente perspicaz, La voz interior del amor. Allí nos da este consejo: ”El gran desafío es vivir enteramente tus heridas en vez de pensarlas. Es mejor llorar que inquietarse, mejor sentir tus heridas profundamente que entenderlas, mejor dejarlas entrar en tu silencio que hablar de ellas. La elección que afrontas constantemente es si estás llevando tus males a tu cabeza o a tu corazón. En tu cabeza puedes analizarlas, encontrar  sus causas y consecuencias, e inventar palabras para hablar y escribir sobre ellas. Pero ninguna curación final es posible que venga de ese origen. Necesitas dejar que tus heridas entren en tu corazón. Entonces puedes vivir a través de ellas y descubrir que no te destruirán. Tu corazón es más grande que tus heridas”.
Somos más grandes que nuestras heridas. La vida es más grande que la muerte. La bondad de Dios es más grande que toda pérdida. Pero llorar nuestras pérdidas es el camino para apropiarnos de esas verdades.