A veces, todo lo que puedes hacer es poner tu boca en el polvo y esperar. Es un consejo del Libro de las Lamentaciones; y, aun cuando tal vez no sea la mejor respuesta a las recientes revelaciones de abuso sexual del clero y su encubrimiento en la Iglesia Católica Romana, parece la única respuesta útil disponible hoy para mí como sacerdote católico romano. Más allá de la oración, he estado dudando si responder de otra manera a esta situación actual, por tres razones.
Mi primera duda tiene que ver con la aparente futilidad de otra nueva disculpa y golpe de pecho. Desde que la información sobre abusos sexuales y encubrimiento del clero se publicó en Pennsylvania hace unas pocas semanas, ha habido disculpas emitidas por virtualmente todas diócesis, todas parroquias y todos sacerdotes de América, incluso una del papa mismo. Aunque estas disculpas han sido casi universalmente sinceras, no defensivas y acertadamente centradas en las víctimas, con todo no han sido bien recibidas por la mayoría. Más generalmente, la respuesta ha sido: “¡Qué bien resulta eso ahora! ¿Dónde os encontrabais cuando estaba sucediendo todo esto?” Las disculpas se han recibido con más cinismo e ira que aceptación. Y aun así, es importante que se hagan, aunque no estoy seguro de que lo que yo añada le sea útil a algún otro.
Mi segunda duda proviene del hecho de que, en este preciso momento, hay tanta indignación y disgusto acerca de este suceso, que las palabras, incluso las que son razonables, generalmente no llegan a ser convincentes, semejante a decir a alguien recientemente afligido por la muerte de un ser querido: “Ahora está en mejor lugar”. Las palabras son sinceras, pero el momento es demasiado crudo como para que las palabras sean oídas. Sólo vienen a ser efectivas después. Y esa es la situación actual; estamos en un momento de cruda indignación y oscura pena. Estas son de hecho la misma emoción (sólo que una es dura y la otra suave), y así para mucha gente que habla actualmente de las revelaciones de los abusos sexuales del clero y su encubrimiento, las disculpas, aunque necesarias, no están siendo oídas. El momento es demasiado duro.
Y una última duda: Como sacerdote con voto de celibato, soy dolorosamente consciente de que justamente ahora estoy en una comprensible desventaja para tratar sobre esto. Las víctimas hablan desde una posición de privilegio moral; justamente así, sus voces son portadoras de una autoridad extra; pero esos que permanecen simbólicamente conectados a los perpetradores -y ese es mi caso- son comprensiblemente oídos con sospecha. Yo acepto eso. ¿Cómo podría ser de otra manera? En este momento particularmente cargado, ¿qué autoridad moral puede llevar mi voz en este suceso? ¿Qué añade mi disculpa?
Pero, por lo que vale la pena, incluso dadas estas advertencias, sí ofrezco una disculpa: Como sacerdote católico romano, quiero decir públicamente que lo que ha sucedido en la iglesia como abuso sexual cometido por el clero y encubierto por la jerarquía es inexcusable, profundamente pecaminoso, ha dañado irrevocablemente miles de vidas y necesita enmienda radical en términos de llegar a las víctimas y promover un cambio estructural en la iglesia para asegurar que esto nunca volverá a suceder.
Permitidme añadir algo más: Primero, como sacerdote católico, yo no me aparto de esto separándome moralmente de los que han hecho mal, y declarando: “¡Ellos son culpables, yo no!” La cruz de Jesús no permite tal escapatoria. Jesús fue crucificado entre dos ladrones. Él era inocente, ellos no. Pero él no declaró su inocencia, y los que miraban las tres cruces ese día no distingueron entre el que era inocente y el que era culpable. Las cruces estaban todas pintadas con la misma brocha. Hay momentos en que uno no declara su inocencia. Parte de la misión de Jesús, como nuestra liturgia indica, fue “venir a ser pecado por nosotros”, arriesgar teniendo su inocencia mezclada con la culpa y ser percibido como pecado, de modo que ayudase a cargar la tiniebla y el pecado por otros.
Más allá de nuestras disculpas, todos nosotros, clérigos y laicos igualmente, somos invitados a hacer algo por la iglesia precisamente ahora, a saber, ayudar a llevar este escándalo como Jesús hizo. Separarnos, moralmente indignados, de este pecado no es el camino de Jesús ni de la cruz.
Como María, que permaneció junto a la cruz, nosotros no debemos reproducir la ira y la tiniebla del momento como para devolverlas del mismo modo. Por lo contrario, como ella, debemos hacer lo único que a veces es posible cuando estamos bajo las consecuencias del pecado, esto es, que nuestra postura, como la de María, hable profundamente a través de una voz que, a diferencia de la amargura o el fracaso, diga: “Hoy yo no puedo parar esta tiniebla, nadie puede. A veces, las tinieblas tienen su hora. Pero sí que puedo parar algo del pecado y la amargura del momento al asimilarlos, no distanciándome de ellos y no devolviéndolos del mismo modo”. A veces, la tiniebla tiene su momento, y puede ser que nosotros, seguidores de Jesús, no nos distanciemos del pecado auto-interesadamente sino que necesitemos ayudar a asimilarlo.
A veces todo lo que nosotros podemos hacer es poner nuestras bocas en el polvo… y orar… y esperar. Sabiendo que, en algún momento futuro, la piedra rodará de nuevo lejos de la tumba.