Hace más de cincuenta años, James Hillman escribió un libro titulado El suicidio y el alma.
El libro se destinaba a los terapeutas, y Hillman sabía que no
recibiría una fácil acogida allí ni en ningún otro sitio. Había razones
para eso. Él admitió francamente que algunas de las cosas que proponía
en el libro “irían contra todo sentido común, toda práctica médica y la
racionalidad misma”. Pero, como el título deja claro, él estaba hablando
del suicidio; y, al tratar de entender el suicidio, ¿no es exactamente
ese el caso? ¿No va contra todo sentido común, toda práctica médica y la
racionalidad misma? Y ese es su punto.
En algunos casos, el suicidio puede ser el resultado de un desequilibrio
bioquímico o de alguna predisposición genética que lucha contra la
vida. Eso es desafortunado y trágico, pero es bastante comprensible. Esa
clase de enfermedad va contra el sentido común, la práctica médica y la
racionalidad. El suicidio puede también resultar de una crisis
emocional catastrófica o de un trauma tan poderoso que no puede ser
integrado, y simplemente quiebra la psique de una persona de tal modo
que la muerte -como el sueño, como una huida- viene a ser una tentación
irresistible. Aquí también, aun cuando el sentido común, la práctica
médica y la racionalidad están aturdidos, tenemos algún atisbo de por
qué sucedió este suicidio.
Pero hay suicidios que no son el resultado de un desequilibrio
bioquímico, de una genética predisposición, de una desgracia emocional
catastrófica ni de un trauma irresistible. ¿Cómo hay que explicarlos?
Hillman, cuyos escritos a través de más de cincuenta años han sido una pública defensa para el alma humana, hace esta demanda: El
alma puede hacer reclamaciones que van contra el cuerpo y contra
nuestro bienestar físico; y el suicidio es frecuentemente eso: el alma
que hace sus propias reclamaciones. ¡Qué excelente visión! Nuestras
almas y nuestros cuerpos no siempre quieren las mismas cosas, y a veces
están tan desemparejados uno de otro que la muerte puede ser el
resultado.
En la tensión entre alma y cuerpo, las necesidades e impulsos del cuerpo
son vistos, comprendidos y atendidos más fácilmente. El cuerpo
consigue normalmente lo que quiere; o, al menos, conoce claramente lo
que quiere y por qué está frustrado. ¿El alma? Bueno, sus necesidades
son tan complejas que son difíciles de ver y comprender, no sólo de
atender. Como Pascal expresó tan famosamente: “El corazón tiene sus
razones de las que la razón no sabe nada”. Eso es virtualmente sinónimo
de lo que Hillman está diciendo. Nuestra comprensión racional permanece
frecuentemente aturdida ante alguna iniciada necesidad de nuestro
interior.
Esa necesidad iniciada es nuestra alma que habla, pero no es fácil
comprender exactamente lo que está pidiendo de nosotros. Generalmente
sentimos la voz de nuestra alma como un mal, una inquietud, una pena que
no podemos apartar, y como una presión interna que a veces pide de
nosotros algo directamente en conflicto con lo que el resto de nosotros
quiere. Somos, en gran parte, un misterio para nosotros mismos.
A veces, las reclamaciones del alma que van contra nuestro bienestar
físico no son tan dramáticas como para exigir el suicidio, pero en ellas
aún podemos ver claramente lo que Hillman está afirmando. Vemos esto,
por ejemplo, en el fenómeno en el que una persona, en severa pena
emocional, empieza a hacerse cortes en sus brazos o en otras partes de
su cuerpo. Los cortes no intentan acabar con la vida; sólo causar dolor y
sangre. ¿Por qué? Generalmente, la persona que se corta no puede
explicar racionalmente por qué hace esto (o, al menos, no puede explicar
cómo este dolor y esta flebotomía acortarán de alguna manera o fijarán
su pena emocional). Todo lo que sabe es que está sufriendo en un lugar
al que no puede acceder; e hiriéndose en un lugar al que puede acceder,
puede tratar con un dolor al que no puede llegar. El principio de
Hillman expone aquí: El alma puede hacer -y hace- reclamaciones que
pueden ir contra nuestro bienestar físico. Y tiene sus razones.
Para Hillman, esta es la “metáfora base” para el modo como un terapeuta
debe acercarse a la comprensión del suicidio. Puede ser también una
valiosa metáfora para todos nosotros que no somos terapeutas pero que
tenemos que luchar para asimilar la muerte de un ser amado que muere de
suicidio.
Además, esta es también una metáfora que puede ser útil en la
comprensión de uno a otro y en la comprensión de nosotros mismos. El
alma a veces hace reclamaciones que van directamente contra nuestra
salud y bienestar. En mi trabajo pastoral o simplemente hallándome con
un amigo que está sufriendo, a veces me encuentro sin ayuda ante
alguien que está empeñado en alguna conducta que va contra su propio
bienestar y que no tiene el menor sentido racional. El argumento
racional y el sentido común son inútiles. Simplemente va a hacer esto
para su propia destrucción. ¿Por qué? El alma tiene sus razones. Todos
nosotros, quizás de maneras menos dramáticas, experimentamos esto en
nuestras propias vidas. A veces hacemos cosas que dañan nuestra salud
física y bienestar, y van contra todo sentido común y racionabilidad.
Nuestras almas también tienen sus razones.
Y el suicidio tiene igualmente sus razones.