Estamos llamados a cambiar de nombre.
Todos estamos familiarizados con el incidente de la biblia donde Dios cambia el nombre de Abrán por el de Abrahán. El cambio parece tan pequeño que con frecuencia ni siquiera es recogido por los que leen ese texto. ¿Cuál es la diferencia entre Abrán y Abrahán?
El nombre de Abrán, que significa “Padre ensalzado”, es el nombre dado al gran patriarca al que Dios hizo la promesa de que un día sería el padre de todos los descendientes de la nación judía. Pero más tarde, cuando Dios promete a este mismo hombre que va a ser también el padre de todas las naciones del mundo entero, Dios le cambia su nombre por Abrahán: “Ya no te llamarás Abrán; tu nombre será Abrahán, porque yo te he hecho padre de muchas naciones”. (Génesis 17, 5).
¿Qué implica este cambio? El nombre Abrahán, en su etimología misma, connota una ampliación para llegar a ser algo más grande; ahora tiene que ser el padre de todas naciones. Abrán, el padre de una nación, viene a ser ahora Abrahán (en hebreo, Ab hamon goyim), el padre de todas las otras naciones, los “goyim” (gentiles).
Ese cambio no amplía sólo una palabra; amplía a Abrahán, un judío, y redefine su comprensión de sí mismo y su misión. Ya no tiene que considerarse el patriarca de una sola nación, la suya propia, su familia étnica y religiosa, sino que tiene que verse a sí mismo y la fe que se le ha confiado como alguien y algo para todas las naciones. Ya no tiene que considerarse el patriarca de una tribu particular, ya que Dios no es un Dios tribal. Igualmente, ya no tiene que pensar sólo en su propia tribu como su familia, sino pensar en todas las otras, independientemente de su etnicidad o fe, como también sus hijos.
¿Qué significa eso para nosotros? T. S. Elliot podría responder a eso diciendo: El hogar está en el lugar desde donde partimos. Nuestras particulares raíces étnicas, religiosas, culturales y cívicas son de gran valor e importancia, pero no son el árbol plenamente maduro en el que debemos crecer. Nuestras raíces están allí desde donde partimos.
Yo crecí como un niño muy protegido, en una familia muy cercana, en un ambiente rural muy cerrado. Todos éramos de un mismo estilo; nuestros vecinos, mis compañeros de clase, todos los que conocía, todos nosotros compartíamos una común historia, etnicidad, religión, origen cultural, conjunto de valores, y vivíamos en un país joven, Canadá, que en la mayor parte se parecía exactamente a lo que hacíamos. Yo valoro esas raíces; fueron un gran regalo. Esas raíces me han dado una estabilidad que me ha hecho libre para el resto de mi vida. Pero son sólo mis raíces, de gran precio, pero meramente el lugar desde donde partí.
Y es lo mismo para todos nosotros. Arraigamos en una familia particular, una etnicidad, una vecindad, un país y una fe, con un particular punto de vista sobre el mundo y, con eso, algunas personas constituyen nuestra tribu, y otras no. Pero eso es de donde partimos. Crecemos, cambiamos, nos movemos, nos encontramos con nueva gente, y vivimos y trabajamos con otros que no comparten nuestro origen, nacionalidad, etnicidad, color de la piel, religión o particular opinión sobre la vida.
Y así, hoy compartimos nuestros países, ciudades, vecindades e iglesias con los “goyim”, la gente de otras tribus; y eso contribuye al gran esfuerzo, esperanzadamente exitoso, de ver al fin que esos otros que son diferentes de nosotros comparten el mismo Dios, son también nuestros hermanos, y tienen vidas que son exactamente tan reales, importantes y preciadas como las de nuestras propias familias biológicas, nacionales y religiosas. Como Abrahán, necesitamos un cambio de nombre, de modo que no hagamos de la idolatría nuestro juvenil patriotismo que nos haga creer que nuestra propia tribu es especial y que nuestro propio país, color de la piel, origen y religión nos da un único y particular derecho a Dios.
Nuestro mundo se está globalizando a pasos agigantados, y los países, las vecindades y las iglesias están viniendo a ser cada vez más plurales y diversas étnica, lingüística, cultural y religiosamente. Nuestros países, vecindades, lugares de trabajo e iglesias están asumiendo literalmente un diferente rostro. Las viejas comunidades protectoras que nos dieron nuestras raíces están desapareciendo; y, a muchos de nosotros, esto nos espanta, y la tentación es atrincherarnos, recurrir al derecho, defender belicosamente nuestras fronteras y volver a reclamar a Dios y nuestra fe más exclusivamente en favor nuestro. Eso es comprensible, pero no donde somos llamados a estar por lo mejor que hay en nuestra humanidad y nuestra fe. Como Abrahán, somos llamados a cambiar de nombre.
Somos llamados a apreciar nuestra herencia, país, lengua materna, cultura, fe e iglesia, porque sólo estando firmemente enraizados en la comunidad primaria somos suficientemente estables y altruistas para ofrecer la familia a los de fuera de nosotros mismos. Pero el hogar está allí de donde partimos. De esas maravillosas familias que nos dan las raíces, nosotros somos llamados a ensanchar nuestros corazones religiosa, étnica, culturalmente, de modo que todos sean abrazados al fin como familia. Somos llamados a pasar de ser Abrán a convertirnos en Abrahán.