Me educaron católico romano conservador, y conservador también en la mayoría de sus cosas. Aunque mi padre trabajó políticamente por el Partido Liberal, casi todo sobre mi educación fue conservador, sobre todo religiosamente. Fui un fiel católico romano en todos sentidos. Crecí bajo el papado de Pío XII (el hecho de que mi hermano más joven se llame Pío os dirá qué leal era nuestra familia a la interpretación de las cosas que nos daba ese papa). Creíamos que el Catolicismo Romano era la única religión verdadera y que los protestantes necesitaban convertirse y retornar a la verdadera fe. Memoricé el catecismo católico romano y defendí cada palabra de él. Por otra parte, más allá de ser fieles asistentes a la iglesia, mi familia se entregaba a la piedad y devociones: rezábamos el rosario juntos en familia todos los días; teníamos imágenes y cuadros religiosos por toda la casa; llevábamos medallas bendecidas colgadas del cuello; rezábamos letanías a María, a José y al Sagrado Corazón; y practicábamos una cálida devoción a los santos. Y eso era maravilloso. Siempre estaré agradecido por esa base religiosa.
Marché de mi casa familiar al seminario a la tierna edad de 17 años, y mis primeros años de seminario reforzaron sólidamente lo que mi familia me había dado. Los profesores eran buenos y nos animaban a leer a grandes pensadores en cada disciplina. Pero este aprendizaje superior estaba siempre plantado sólidamente en unas características católicas romanas que valoraban religiosa y devocionalmente aquello en lo que yo había sido educado. Mis estudios todavía eran aliados de mi piedad. Mi mente iba dilatándose, pero mi piedad permanecía intacta.
Pero el hogar es de donde partimos. Gradualmente, sin embargo, a través de los años, cambió mi mundo. Estudiar en diferentes universidades, enseñar en diferentes facultades, estar en contacto diario con otras expresiones de la fe, leer a novelistas y pensadores contemporáneos y tener compañeros académicos como apreciados amigos -lo confieso- ha puesto cierta tensión en la piedad de mi juventud. No es ningún secreto; nosotros no rezamos con frecuencia el rosario ni las letanías a María, ni al Sagrado Corazón en las clases de graduados ni en las reuniones de facultad.
Sin embargo, las clases académicas y las reuniones de facultad traen algo más, algo necesitado vitalmente en los bancos de iglesia y en los círculos de piedad, a saber, una visión teológica más amplia y principios críticos para mantener desembridada la piedad, el ingenuo fundamentalismo y el mal dirigido fervor en los terrenos propios. Lo que he aprendido en los círculos académicos es también maravilloso y estoy eternamente agradecido por el privilegio de una educación superior.
Pero, por supuesto, eso es una fórmula para la tensión, aunque sana. Dejadme usar la voz de algún otro para explicar esto. En un reciente libro, Silencio y belleza, un artista japonés-americano, Makoto Fujimura, comparte este incidente desde su propia vida. Saliendo de la iglesia un domingo, le pidió su pastor añadir su nombre a una lista de personas que habían aceptado boicotear el film La última tentación de Cristo. Él apreciaba a su pastor y quería complacerlo firmando la petición, pero se sentía reticente a firmar por razones que, en ese tiempo, no podía expresar. Pero su esposa sí podía. Antes de que él pudiera firmar, ella intervino y dijo: “Los artistas pueden tener otros papeles que desempeñar en vez de boicotear este film”. Él entendió lo que ella quería decir. No firmó la petición.
Pero esta decisión le dejó considerando la tensión entre el boicot a tal película y su papel como artista y crítico. Aquí está cómo lo dijo: “Un artista es empujado a menudo en dos direcciones. La gente religiosamente conservadora tiende a ver la cultura como sospechosa en el mejor de los casos y, cuando las expresiones culturales se hacen para transgredir la realidad de la norma que ellos siguen apreciando, su reacción de la falta es oponerse y boicotear. La gente de una comunidad artística más liberal ve estos pasos transgresores como necesarios para su ‘libertad de expresión’. Un artista como yo, que valora tanto la religión como el arte, estará desterrado de las dos. Yo trato de mantener juntas las dos expresiones, pero esto es una lucha”.
Esa es también mi lucha. La piedad de mi juventud, de mis padres y de esa rica rama del Catolicismo es real y da vida; pero así también es la crítica (a veces inquietante) e iconoclasta teología de la academia. Las dos se necesitan desesperadamente una de otra; aun así, alguien que esté tratando de ser leal a ambas puede, como Fujimura, acabar sintiéndose desterrado de las dos. Los teólogos tienen también otros papeles que desempeñar, más que boicotear películas.
Las personas a quienes tomo como guías en esta área son hombres y mujeres que, a mi juicio, pueden hacer ambas cosas: Como Dorothy Day, que podía estar igualmente cómoda dirigiendo el rosario o la marcha de la paz; como Jim Wallis, que puede defender tan apasionadamente el compromiso social radical como la intimidad personal con Jesús; y como Tomás de Aquino, cuyo entendimiento podía intimidar a los intelectuales, aun cuando podía orar con la piedad de un niño.
Los círculos de la piedad y la academia de teología no son enemigos; necesitan abrazarse.