¿Creo en el valor del celibato consagrado? La única respuesta verdadera
que puedo dar debe venir de mi propia vida. ¿Cuál es mi respuesta a una
cultura que, en su mayoría, cree que el celibato es una ingenuidad y un
dualismo que va contra la bondad de la sexualidad, hace a sus
partidarios no del todo humanos, y se halla en la raíz de la crisis del
abuso sexual de los clérigos de la iglesia católica romana? ¿Qué podría
decir yo en su defensa?
Primero, ¿que el celibato no es una base para la pedofilia? Virtualmente todos estudios empíricos indican que la pedofilia es una diagnosis no ligada al celibato. Pero a continuación dejadme reconocer su inconveniente: El celibato no es el normal estado para nadie. Cuando Dios hizo al primer hombre y mujer, dijo: “No es bueno que el ser humano esté solo”. Eso no es únicamente una declaración sobre el lugar constitutivo de la comunidad en nuestras vidas (aunque sí es); es una clara referencia a la sexualidad, su bondad fundamental y su lugar proyectado por Dios en nuestras vidas. De eso se deduce que ser célibe, particularmente elegir serlo, viene cargado de verdaderos peligros. El celibato puede llevar, y a veces lleva, a un enfermizo sentido del yo sexual y relacional de uno y a una frialdad que es con frecuencia crítica. Puede también, comprensiblemente, llevar a una malsana preocupación sexual en el célibe, y ello proporciona el acceso a ciertas formas de intimidad en las que puede ocurrir un peligroso abuso de confianza. Menos reconocido, pero un gran peligro, es que ello puede ser algo que me lleve al egoísmo. Simplemente dicho, sin las inherentes demandas que vienen con el matrimonio y la crianza de los hijos, existe el siempre presente peligro de que un célibe puede, inconscientemente, comprometer demasiado su vida para satisfacer sus propias necesidades.
Así, el celibato no es para todos; ni siquiera para la mayoría. Contiene una anomalía inherente. El celibato consagrado no es sin más un estilo de vida diferente. Es anómalo, en términos del único sacrificio que pide de ti, en el que, como Abrahán subiendo a la montaña para sacrificar a Isaac, a ti se te pide sacrificar lo que te es más preciado. Como Thomas Merton, hablando de su propio celibato, dijo una vez: La ausencia de la mujer es una carencia en mi castidad. Pero, tanto para el célibe como para Abrahán, eso puede tener un rico proyecto y contiene su propio potencial para la generatividad.
Igualmente, yo creo que el celibato consagrado, como la música o la religión, necesita ser juzgado por sus mejores expresiones y no por sus aberraciones. El celibato no debería ser juzgado por los que no le han dado una expresión saludable sino por los muchos hombres y mujeres admirables, santos del pasado y del presente que le han dado una expresión saludable y generativa. Uno podría nombrar a numerosos santos del pasado o personas maravillosamente saludables y generativas de nuestra propia generación como ejemplos en los que el celibato consagrado ha contribuido a una vida sana y feliz que inspira a otros: Madre Teresa, Jean Vanier, Óscar Romero, Raymond E. Brown y Helen Prejean, para nombrar sólo a unos pocos. Personalmente, yo conozco a muchos célibes con votos que son muy generativos, cuya integridad envidio y que hacen el celibato creíble… y atractivo.
Como el matrimonio, aunque de diferente manera, el celibato ofrece un rico potencial para la intimidad y generatividad. Como célibe con votos, doy gracias por una vocación que me ha introducido íntimamente en el mundo de tanta gente. Cuando abandoné el hogar a una edad temprana para entrar en los Misioneros Oblatos de María Inmaculada -lo confieso- yo no quería el celibato. Nadie debería quererlo. Yo quería ser misionero y sacerdote, y el celibato se presentaba como el escollo. Pero una vez dentro de la vida religiosa, casi inmediatamente, me gustó la vida, aunque no la parte del celibato. Dos veces pospuse la profesión de votos perpetuos, inseguro del celibato. Al fin, tomé la decisión, un duro salto de confianza, e hice los votos de por vida. Descubrimiento total, el celibato ha sido para mí singularmente la parte más dura de mis más de cincuenta años de vida religiosa… pero, pero, al mismo tiempo, ha ayudado a crear una especial forma de entrada en el mundo y en las vidas de otros que ha enriquecido maravillosamente mi ministerio.
El natural deseo dado por Dios para la intimidad sexual, para la exclusividad en el afecto, para el lecho conyugal, para los hijos, para los nietos, no te abandona, y no debería hacerlo. Pero el celibato ha ayudado a traer a mi vida una rica, consistente y profunda intimidad. Reflexionando sobre mi vocación de célibe, todo lo que puedo sentir legítimamente es gratitud.
El celibato no es para todos. Te excluye de lo normal; parece brutalmente injusto a veces; está lleno de peligros que se alinean desde la seria traición de la confianza hasta vivir una vida egoísta; y es una carencia en tu misma castidad. Pero si vives hasta el fin en fidelidad, puede ser maravillosamente generativo y no te excluye ni de la verdadera intimidad ni de la verdadera felicidad.
Primero, ¿que el celibato no es una base para la pedofilia? Virtualmente todos estudios empíricos indican que la pedofilia es una diagnosis no ligada al celibato. Pero a continuación dejadme reconocer su inconveniente: El celibato no es el normal estado para nadie. Cuando Dios hizo al primer hombre y mujer, dijo: “No es bueno que el ser humano esté solo”. Eso no es únicamente una declaración sobre el lugar constitutivo de la comunidad en nuestras vidas (aunque sí es); es una clara referencia a la sexualidad, su bondad fundamental y su lugar proyectado por Dios en nuestras vidas. De eso se deduce que ser célibe, particularmente elegir serlo, viene cargado de verdaderos peligros. El celibato puede llevar, y a veces lleva, a un enfermizo sentido del yo sexual y relacional de uno y a una frialdad que es con frecuencia crítica. Puede también, comprensiblemente, llevar a una malsana preocupación sexual en el célibe, y ello proporciona el acceso a ciertas formas de intimidad en las que puede ocurrir un peligroso abuso de confianza. Menos reconocido, pero un gran peligro, es que ello puede ser algo que me lleve al egoísmo. Simplemente dicho, sin las inherentes demandas que vienen con el matrimonio y la crianza de los hijos, existe el siempre presente peligro de que un célibe puede, inconscientemente, comprometer demasiado su vida para satisfacer sus propias necesidades.
Así, el celibato no es para todos; ni siquiera para la mayoría. Contiene una anomalía inherente. El celibato consagrado no es sin más un estilo de vida diferente. Es anómalo, en términos del único sacrificio que pide de ti, en el que, como Abrahán subiendo a la montaña para sacrificar a Isaac, a ti se te pide sacrificar lo que te es más preciado. Como Thomas Merton, hablando de su propio celibato, dijo una vez: La ausencia de la mujer es una carencia en mi castidad. Pero, tanto para el célibe como para Abrahán, eso puede tener un rico proyecto y contiene su propio potencial para la generatividad.
Igualmente, yo creo que el celibato consagrado, como la música o la religión, necesita ser juzgado por sus mejores expresiones y no por sus aberraciones. El celibato no debería ser juzgado por los que no le han dado una expresión saludable sino por los muchos hombres y mujeres admirables, santos del pasado y del presente que le han dado una expresión saludable y generativa. Uno podría nombrar a numerosos santos del pasado o personas maravillosamente saludables y generativas de nuestra propia generación como ejemplos en los que el celibato consagrado ha contribuido a una vida sana y feliz que inspira a otros: Madre Teresa, Jean Vanier, Óscar Romero, Raymond E. Brown y Helen Prejean, para nombrar sólo a unos pocos. Personalmente, yo conozco a muchos célibes con votos que son muy generativos, cuya integridad envidio y que hacen el celibato creíble… y atractivo.
Como el matrimonio, aunque de diferente manera, el celibato ofrece un rico potencial para la intimidad y generatividad. Como célibe con votos, doy gracias por una vocación que me ha introducido íntimamente en el mundo de tanta gente. Cuando abandoné el hogar a una edad temprana para entrar en los Misioneros Oblatos de María Inmaculada -lo confieso- yo no quería el celibato. Nadie debería quererlo. Yo quería ser misionero y sacerdote, y el celibato se presentaba como el escollo. Pero una vez dentro de la vida religiosa, casi inmediatamente, me gustó la vida, aunque no la parte del celibato. Dos veces pospuse la profesión de votos perpetuos, inseguro del celibato. Al fin, tomé la decisión, un duro salto de confianza, e hice los votos de por vida. Descubrimiento total, el celibato ha sido para mí singularmente la parte más dura de mis más de cincuenta años de vida religiosa… pero, pero, al mismo tiempo, ha ayudado a crear una especial forma de entrada en el mundo y en las vidas de otros que ha enriquecido maravillosamente mi ministerio.
El natural deseo dado por Dios para la intimidad sexual, para la exclusividad en el afecto, para el lecho conyugal, para los hijos, para los nietos, no te abandona, y no debería hacerlo. Pero el celibato ha ayudado a traer a mi vida una rica, consistente y profunda intimidad. Reflexionando sobre mi vocación de célibe, todo lo que puedo sentir legítimamente es gratitud.
El celibato no es para todos. Te excluye de lo normal; parece brutalmente injusto a veces; está lleno de peligros que se alinean desde la seria traición de la confianza hasta vivir una vida egoísta; y es una carencia en tu misma castidad. Pero si vives hasta el fin en fidelidad, puede ser maravillosamente generativo y no te excluye ni de la verdadera intimidad ni de la verdadera felicidad.