El belga más grande de todos los tiempos (VRT 2005)
"El mundo politizado y amarillista puede tener muy pocos héroes que se puedan comparar con el Padre Damián de Molokai. Es importante que se investiguen las fuentes de tal heroísmo". (Mahatma Gandhi)
Cuando la hermana y heredera del rey de Hawai, la princesa Lydia Liliʻuokalani visitó el establecimiento para entregar la condecoración (Caballero Comandante de la Real Orden de Kalākaua), se conmovió de tal manera, y sintió como si se le rompiera el corazón por lo que le resultó imposible leer su discurso. La princesa compartió esta experiencia con el mundo aclamando los esfuerzos del Padre Damián. Consecuentemente, el nombre de Damián y su trabajo fueron conocidos en los Estados Unidos y en Europa. Los protestantes americanos consiguieron una gran suma de dinero para la misión. La Iglesia de Inglaterra envió comida, medicina, ropas y suministros. Se cree que el Padre Damián nunca se colgó la medalla que le otorgaron, aunque fue puesta a su derecha en su lecho de muerte. (Fuente)
«Fue un ángel en el infierno. Abrasado de amor a Cristo, por quien quiso sufrir y ser despreciado, no dudó en entregar su vida junto a los leprosos de Molokai haciendo de aquél lugar, cuajado de desdichas, un pequeño remanso del cielo»
Ante su vida enmudecen las palabras. Porque este gran apóstol de la caridad, que no abandonó a sus queridos enfermos, murió como ellos dando un testimonio de entrega conmovedor. Vino al mundo en Tremelo, Bélgica, el 3 de enero de 1840. Tenía manifiesta vocación para ser misionero. En las manualidades infantiles incluía de forma predilecta la construcción de casas que recuerdan a las que ocupan los misioneros en la selva. Su hermana y él abandonaron el hogar paterno con el fin de hacerse ermitaños y vivir en oración. Para gozo de sus padres, la aventura terminó al ser descubiertos por unos campesinos.
Admiraba a san Francisco Javier y le pedía: «Por favor, alcánzame de Dios la gracia de ser un misionero como tú». La ocasión llegó al enfermar su hermano, el padre Pánfilo, religioso de la misma Orden, que estaba destinado a Hawai. Él iba a sustituirlo. A renglón seguido aquél sanó, favor que el santo agradeció a María en el santuario de Scherpenheuvel (Monteagudo). Ese día se despidió de sus padres a los que no volvería a ver. Inició el viaje en 1863. Fue una travesía complicada. Tuvo que hacer de improvisado enfermero asistiendo a los que se indisponían. Entre todos los pasajeros se fijó especialmente en el capitán del barco. Éste reconoció que nunca se había confesado, asegurando que con él habría estado dispuesto a hacerlo. Damián no pudo atenderle porque no era sacerdote, pero años después lo haría en una situación dramática inolvidable.
Fue ordenado en Honolulu. Después, enviado a una pequeña isla de Hawai, su primera morada fue una modesta palmera. Allí construyó una humilde capilla que fue un remanso del cielo. Convirtió a casi todos los protestantes. Comenzó a asistir a los enfermos; les llevaba medicinas y consiguió devolver la salud a muchos. En esa primera misión advirtió la presencia de la lepra, una enfermedad considerada maldita, una de cuyas consecuencias era el destierro. Los enfermos del lugar eran deportados a Molokai donde permanecían completamente abandonados a su suerte. Sus vidas, mientras duraban, también iban carcomiéndose en medio de la podredumbre de las miserias y pecados. Enterado Damián de la existencia de ese gulag en el que yacían desasistidas tantas criaturas, rogó a su obispo monseñor Maigret que le autorizase a convivir con ellos. El prelado, aún estremecido por la petición, se lo permitió. Damián no era un irresponsable. Sabía de sobra a lo que se enfrentaba, y dejó clara la intención que le guiaba: «Sé que voy a un perpetuo destierro, y que tarde o temprano me contagiaré de la lepra. Pero ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo».
Llegó a Molokai en 1873. Le recibió un enjambre de rostros mutilados. El lugar, calificado como un «verdadero infierno», estaba maniatado por desórdenes y vicios diversos, droga para asfixia de su desesperación. Le acogieron con alegría. Con él un rayo de esperanza atravesó de parte a parte la isla. No hubo nada que pudiera hacer, y que dejara al arbitrio. Lo tenía pensado todo. Puso en marcha diversas actividades laborales y lúdicas. Incluso creó una banda de música. Con su presencia desaparecieron los enfermos abandonados. A todos los atendía con paciencia y cariño; les enseñaba reglas de higiene y consiguió que, dentro de todo, fuese un lugar habitable. A la par enviaba cartas pidiendo ayuda económica, que iba llegando junto con alimentos y medicinas. Era sepulturero, carpintero de los ataúdes y fabricante de las cruces que recordaban a los fallecidos. Además, hacía frente a los temporales reconstruyendo las cabañas destruidas. El trato con los enfermos era tan natural que les saludaba dándoles la mano, comía en sus recipientes y fumaba en la pipa que le tendían. Iba llevando a todos a Dios.
Las autoridades le prohibieron salir de la isla y tratar con los pasajeros de los barcos para evitar un contagio. Llevaba años sin confesarse y lo hizo en una lancha manifestando sus faltas a voz en grito al sacerdote que viajaba en el barco contenedor de las provisiones para los leprosos. Fue la única y la última confesión que hizo desde la isla. Un día se percató de que no tenía sensibilidad en los pies. Era el signo de que había contraído la lepra. Escribió al obispo:«Pronto estaré completamente desfigurado. No tengo ninguna duda sobre la naturaleza de mi enfermedad. Estoy sereno y feliz en medio de mi gente». Extrajo su fuerza de la oración y la Eucaristía: «Si yo no encontrase a Jesús en la Eucaristía, mi vida sería insoportable». Ante el crucifijo, rogó: «Señor. por amor a Ti y por la salvación de estos hijos tuyos, acepté esta terrible realidad. La enfermedad me irá carcomiendo el cuerpo, pero me alegra el pensar que cada día en que me encuentre más enfermo en la tierra, estaré más cerca de Ti para el cielo».
Cuando la enfermedad se había extendido prácticamente por todo su cuerpo, llegó un barco al frente del cual iba el capitán que lo condujo a Hawai. Quería confesarse con él. Al final de su vida fue calumniado y criticado por cercanos y lejanos. Él decía: «¡Señor, sufrir aún más por vuestro amor y ser aún más despreciado!». Murió el 15 de abril de 1889. Dejaba a sus enfermos en manos de Marianne Cope. Juan Pablo II lo beatificó el 4 de junio de 1995. Benedicto XVI lo canonizó el 11 de octubre de 2009.