Hay una opinión popular que cree que, si tenemos una fe fuerte, no sufriremos ningún indebido temor ante la muerte, sino más bien la afrontaremos con calma, paz e incluso gratitud, porque no tenemos nada que temer de Dios o la vida futura. Cristo ha vencido a la muerte. La muerte nos envía al cielo. Así que ¿por qué tener miedo?
¿Por qué, pues, tuvo miedo Jesús? Es manifiesto que lo tuvo. Tres de los
Evangelios describen a Jesús como lejos de estar tranquilo y sereno,
como sudando sangre durante las horas previas a su muerte. El Evangelio
de Marcos lo describe como particularmente angustiado mientras muere: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Qué hay que decir sobre esto?
Michael Buckley, jesuita de California, pronunció una vez una famosa homilía en la que estableció un contraste entre la manera como Sócrates afrontó su muerte y la manera como Jesús afrontó la suya. La conclusión de Buckley puede dejarnos perplejos. Sócrates parece afrontar la muerte más intrépidamente que Jesús.
Por ejemplo, como Jesús, Sócrates también fue condenado injustamente a muerte. Pero afrontó su muerte con calma y sin ningún temor, convencido de que el justo no tiene nada que temer ni del juicio humano ni de la muerte. Departió muy sosegadamente con sus discípulos, les aseguró que no tenía miedo, impartió su bendición, bebió el veneno y murió.
Y Jesús, ¡qué diferente!: En las horas previas a su muerte sintió profundamente la traición de sus discípulos, sudó sangre en su agonía, y justo minutos antes de morir gritó en su angustia mientras se sentía abandonado. Sabemos, por supuesto, que su grito de abandono no fue su momento final. Después de ese momento de angustia y temor, fue capaz de encomendar su espíritu a su Padre. Al final, hubo calma; pero, en los momentos anteriores, hubo un tiempo de terrible angustia en el que se sintió abandonado por Dios.
Si uno no considera las complejidades internas de la fe y las paradojas que contiene, no tiene ningún sentido que Jesús, inocente y fiel, sudara sangre y gritara en angustia interior mientras afrontaba su muerte. Pero la verdadera fe no siempre es lo que parece desde fuera. Muchas personas, y muchas veces en particular aquellos que son los más fieles, tienen que pasar por un prueba que los místicos llaman noche oscura del alma.
¿Qué es una noche oscura del alma? Es una prueba dada por Dios en vida y en la que, para nuestra propia sorpresa y angustia, ya no podemos imaginar por más tiempo la existencia de Dios ni sentir a Dios de ningún modo afectivo en nuestras vidas. En términos de sentimiento interior, esto se siente como duda, como ateísmo. Intentemos como podamos, ya no podemos imaginar que Dios existe, mucho menos que Dios nos ama. Sin embargo, como los místicos señalan y el mismo Jesús atestigua, esto no es una falta de fe, sino de hecho una modalidad más profunda de la fe misma.
Hasta este punto de nuestra fe, hemos estado relacionándonos con Dios principalmente a través de imágenes y sentimientos Pero nuestras imágenes y sentimientos sobre Dios no son Dios. Por tanto, hasta cierto punto -a algunas personas, aunque no a todas- Dios quita las imágenes y sentimientos, y nos deja conceptualmente vacíos y afectivamente secos, desguarnecidos de todas las imágenes que hemos creado sobre Dios. Mientras en realidad esto es de hecho una luz muy poderosa, es sentida como oscuridad, angustia, temor y duda.
Y así podríamos esperar que nuestro viaje hacia la muerte y nuestro encuentro cara a cara con Dios podría también suponer el derribo de muchos modos en los que siempre hemos pensado y sentido sobre Dios. Y eso traerá duda, oscuridad y temor en nuestras vidas.
Henri Nouwen da un poderoso testimonio a esto al hablar sobre la muerte de su madre. Su madre había sido una mujer de profunda fe, y cada día oraba a Jesús: Concédeme vivir como tú y concédeme morir como tú. Conociendo la radical fe de su madre, Nouwen esperaba que la escena alrededor del lecho de muerte de su madre sería serena y paradigma de cómo la fe se encuentra con la muerte sin miedo. Pero su madre sufrió profunda angustia y temor antes de morir, y esto le dejó perplejo a Nouwen, hasta que llegó a ver que la oración rezada por su madre a lo largo de su vida había sido respondida de veras. Había pedido en la oración morir como Jesús, y así murió.
Un soldado corriente muere sin temor; Jesús murió atemorizado. Y así, paradójicamente, mueren muchas mujeres y hombres de fe.
Michael Buckley, jesuita de California, pronunció una vez una famosa homilía en la que estableció un contraste entre la manera como Sócrates afrontó su muerte y la manera como Jesús afrontó la suya. La conclusión de Buckley puede dejarnos perplejos. Sócrates parece afrontar la muerte más intrépidamente que Jesús.
Por ejemplo, como Jesús, Sócrates también fue condenado injustamente a muerte. Pero afrontó su muerte con calma y sin ningún temor, convencido de que el justo no tiene nada que temer ni del juicio humano ni de la muerte. Departió muy sosegadamente con sus discípulos, les aseguró que no tenía miedo, impartió su bendición, bebió el veneno y murió.
Y Jesús, ¡qué diferente!: En las horas previas a su muerte sintió profundamente la traición de sus discípulos, sudó sangre en su agonía, y justo minutos antes de morir gritó en su angustia mientras se sentía abandonado. Sabemos, por supuesto, que su grito de abandono no fue su momento final. Después de ese momento de angustia y temor, fue capaz de encomendar su espíritu a su Padre. Al final, hubo calma; pero, en los momentos anteriores, hubo un tiempo de terrible angustia en el que se sintió abandonado por Dios.
Si uno no considera las complejidades internas de la fe y las paradojas que contiene, no tiene ningún sentido que Jesús, inocente y fiel, sudara sangre y gritara en angustia interior mientras afrontaba su muerte. Pero la verdadera fe no siempre es lo que parece desde fuera. Muchas personas, y muchas veces en particular aquellos que son los más fieles, tienen que pasar por un prueba que los místicos llaman noche oscura del alma.
¿Qué es una noche oscura del alma? Es una prueba dada por Dios en vida y en la que, para nuestra propia sorpresa y angustia, ya no podemos imaginar por más tiempo la existencia de Dios ni sentir a Dios de ningún modo afectivo en nuestras vidas. En términos de sentimiento interior, esto se siente como duda, como ateísmo. Intentemos como podamos, ya no podemos imaginar que Dios existe, mucho menos que Dios nos ama. Sin embargo, como los místicos señalan y el mismo Jesús atestigua, esto no es una falta de fe, sino de hecho una modalidad más profunda de la fe misma.
Hasta este punto de nuestra fe, hemos estado relacionándonos con Dios principalmente a través de imágenes y sentimientos Pero nuestras imágenes y sentimientos sobre Dios no son Dios. Por tanto, hasta cierto punto -a algunas personas, aunque no a todas- Dios quita las imágenes y sentimientos, y nos deja conceptualmente vacíos y afectivamente secos, desguarnecidos de todas las imágenes que hemos creado sobre Dios. Mientras en realidad esto es de hecho una luz muy poderosa, es sentida como oscuridad, angustia, temor y duda.
Y así podríamos esperar que nuestro viaje hacia la muerte y nuestro encuentro cara a cara con Dios podría también suponer el derribo de muchos modos en los que siempre hemos pensado y sentido sobre Dios. Y eso traerá duda, oscuridad y temor en nuestras vidas.
Henri Nouwen da un poderoso testimonio a esto al hablar sobre la muerte de su madre. Su madre había sido una mujer de profunda fe, y cada día oraba a Jesús: Concédeme vivir como tú y concédeme morir como tú. Conociendo la radical fe de su madre, Nouwen esperaba que la escena alrededor del lecho de muerte de su madre sería serena y paradigma de cómo la fe se encuentra con la muerte sin miedo. Pero su madre sufrió profunda angustia y temor antes de morir, y esto le dejó perplejo a Nouwen, hasta que llegó a ver que la oración rezada por su madre a lo largo de su vida había sido respondida de veras. Había pedido en la oración morir como Jesús, y así murió.
Un soldado corriente muere sin temor; Jesús murió atemorizado. Y así, paradójicamente, mueren muchas mujeres y hombres de fe.