La cuestión de la intercomunión en nuestras iglesias hoy es ardua, importante y dolorosa. Tengo suficiente edad como para recordar otro tiempo, propiamente recordar otros dos tiempos.
Primero, hasta llegar a joven que creció en la Iglesia previa al Vaticano II, la intercomunión con otros cristianos no romanos era un tabú. Sencillamente, no se dio. Un individuo disidente podía haberlo aventurado, pero le habrían llamado la atención por hacerlo; eso era sabido. Después las cosas cambiaron. En los primeros años de mi ministerio, trabajé en diócesis donde la intercomunión -al menos para ocasiones especiales tales como bodas, funerales y encuentros entre iglesias- era común, incluso fomentado. Como sacerdote presidente de una eucaristía en estos encuentros, me permitieron invitar expresamente a católicos no romanos a recibir la Eucaristía, según lo permitieran su propia fe y sensibilidad.
Esos tiempos se acabaron. En el espacio de diez años, hacia la mitad de la década de 1990, a aquellos de nosotros que presidíamos una Eucaristía católica romana nos pedían expresamente disuadir a los no católicos romanos de recibir la Eucaristía, independientemente de la ocasión. La razón dada era que la Eucaristía es el acto más íntimo que, como cristianos, podemos compartir entre nosotros, y que ese íntimo compartir, análogo a la intimidad en un matrimonio, para ser honrado y significativo, demanda que nosotros estemos en comunión unos con otros; y dadas nuestras diferencias en doctrina, eclesiología y algunas cuestiones de moralidad, sinceramente, no estamos en suficiente comunión. Más aún, este argumento sugiere que aceptar el dolor de no poder recibir la comunión en las iglesias del otro debería ser la patada en el trasero que necesitamos con el fin de movernos a hacer esfuerzos mayores para llegar a juntarnos en torno al dogma, la iglesia y la moralidad.
¿Qué hay que decir de esto? Primero, es verdad y tiene sus méritos, a no ser por la única y notable idea de que necesita ser retirada fuera de esta apología y escrutada más de cerca, a saber, la idea de que no estamos en suficiente comunión unos con otros para compartir la Eucaristía a causa de nuestras diferencias en dogma, eclesiología y algunas cuestiones morales.
¿Qué significa estar en comunión unos con otros, en la fe, como cristianos, al menos en suficiente comunión para recibir la Eucaristía de las mesas de unos y otros? ¿Qué constituye la genuina intimidad en la fe?
Teológicamente, es claro; el bautismo nos sitúa dentro la familia de la fe. Todos cristianos sostenemos esto, y lo mismo hacen los Evangelios. San Pablo, reconocidamente, añade una condición en cuanto a recibir la comunión. Sin embargo, más allá de la cuestión teológica involucrada, hay también una eclesial, esto es, mientras todos nosotros tenemos parte en una comunidad cristiana gracias al bautismo, sin embargo pertenecemos a diferentes familias de fe, y las familias tienden a comer en sus propias casas. De nuevo es verdad. Pero entonces surge esta cuestión: ¿Cuándo comer en la casa de otra familia tiene sentido y cuándo no?
Una cuestión más profunda que se necesita preguntar referente a lo que constituye el tipo de intimidad en la fe y lo que constituye el tipo de intimidad que justifica recibir la Eucaristía juntos no es, antes de todo, una cuestión de doctrina o afiliación, sino de unidad en el Espíritu Santo. ¿Qué contribuye a la unidad entre nosotros como cristianos? ¿Cuándo somos nosotros una familia en la fe?
Tal vez ningún texto es más claro que el de san Pablo en el capítulo 5º de su carta a los gálatas. Empieza diciéndonos lo que no constituye la unidad en el Espíritu Santo. No estamos viviendo en el Espíritu Santo o en comunión unos con otros -afirma él- si estamos viviendo en altercados, celos, ira, peleas, disensiones, faccionalismo, envidia, idolatría, brujería o adulterio. Estos son signos infalibles de que no estamos en comunión unos con otros. En cambio, estamos en genuina comunión, en intimidad de fe, en una sola familia, cuando estamos viviendo en caridad, gozo, paz, paciencia, bondad, longanimidad, fidelidad, mansedumbre y castidad. Vivir en estos signos es lo que contribuye a la comunión cristiana, unidad, intimidad de unos con otros. Las diferencias en determinadas cuestiones de dogma, iglesia y moral son, de hecho, secundarias. Más importante es si nuestro corazón está lleno de caridad o ira, de bondad o faccionalismo, de paz o lucha, de impaciencia o castidad. Estamos en comunión, en una comunión de fe, con alguien de otra denominación eclesial cuyo corazón está encendido por la caridad, paciencia y bondad, más que con alguien de nuestra propia iglesia cuyo corazón es ira, envidia y crítica. La diferencia eclesial no es el verdadero criterio.
¿Qué contribuye al tipo de intimidad que justifica la intercomunión? Yo no soy obispo, y así la decisión pastoral sobre esta cuestión no tengo que hacerla yo. Como hijo leal de la iglesia, necesito creer que el Espíritu Santo actuará a través de las personas y despachos encargados de hacer esa decisión. Como teólogo, sin embargo, tengo también una tarea. Mi quehacer es mirar las cuestiones como esta y aportar diferentes perspectivas teológicas y bíblicas para tenerlas en cuenta, aceptando que la decisión pastoral no será mía.
Así, yo ofrezco esta perspectiva a aquellos encargados de hacer las decisiones pastorales sobre lo que justifica y lo que no justifica la intercomunión.