Mientras crecía como católico romano, al igual que el resto de mi generación, me enseñaron una oración llamada Acto de contrición. En aquel momento, todo católico tenía que memorizarlo y recitarlo durante o después de la confesión. La oración comenzaba de esta manera: Oh, Dios mío, me pesa de haberos ofendido y detesto todos mis pecados porque temo la pérdida del cielo y las penas del infierno. …
Temer la pérdida del cielo y temer las penas del infierno pueden parecer como una misma cosa. Pero no lo son. Hay una enorme distancia moral entre temer la pérdida del cielo y temer las penas del infierno. La oración las separa sabiamente. El temor del infierno está basado en un temor de castigo, el temor de la pérdida del cielo está basado en un temor de no ser una persona buena y afable. Hay una enorme diferencia entre vivir temiendo el castigo y vivir temiendo no ser una buena persona. Somos más maduros, humanamente y como cristianos, cuando nos pesa más no haber amado lo suficiente que cuando tememos ser castigados por hacer algo malo.
Mientras crecía por los años 1950-60, asimilé la espiritualidad y catequesis del catolicismo romano del tiempo. En la mentalidad católica de entonces (y esto era esencialmente igual para protestantes y evangélicos) el énfasis escatológico se ponía mucho más sobre el temor de ir al infierno que sobre ser una persona afable. Como niño católico que era, juntamente con mis compañeros, yo estaba muy preocupado de no cometer un pecado mortal, esto es, hacer algo por egoísmo o debilidad que, si no fuera confesado antes de morir, me enviaría al infierno por toda la eternidad. Mi temor era que yo podía ir al infierno más bien que podía no ser una persona afable que pasara por alto el amor y la comunidad. Y así estaba preocupado de no ser malo más bien que de ser bueno. Me preocupaba hacer algo que fuera pecado mortal, que me enviara al infierno; pero no me preocupaba tanto tener un corazón suficientemente grande para amar como Dios ama. No me preocupaba tanto perdonar a otros, olvidar las ofensas, amar a los que son diferentes de mí, ser crítico, o ser tan tribal, racista, sexista, nacionalista o cerrado en mis criterios religiosos que sería incómodo sentarme con algunos otros en la mesa del banquete de Dios.
La mesa celestial está abierta a todos que quieran sentarse con todos. Este es un verso de un poema de John Shea y deletrea sucintamente -creo yo- una condición no-negociable para ir al cielo, a saber, la voluntad y capacidad de amar a todos y sentarnos con todos. Es no-negociable por esta razón: ¿Cómo podemos estar a la mesa celestial con todos si por alguna razón de orgullo, ofensa, temperamento, amargura, intolerancia, política, nacionalismo, color, raza, religión o historia no estamos abiertos a sentarnos con todos?
Jesús enseña esto también, precisamente de una manera diferente. Después de darnos la oración dominical,que acaba con estas palabras: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, añade esto: “si vosotros perdonáis a otros cuando os ofenden, también vuestro Padre del cielo os perdonará. Pero si vosotros no perdonáis a otros, tampoco vuestro Padre os perdonará”. ¿Por qué no puede Dios perdonarnos si nosotros no perdonamos a otros? ¿Ha escogido Dios arbitrariamente esta condición como su perrito-mascota para ir al cielo? No.
No podemos participar en el banquete celestial si aún somos selectivos de con quién podemos sentarnos. Si en la otra vida, como aquí en esta, seleccionáramos a quien amamos y abrazamos, entonces el cielo sería lo mismo que la tierra, con facciones, amargura, rencores, daño y toda clase de racismo, sexismo, nacionalismo y fundamentalismo religioso guardándonos a todos nosotros en nuestros separados silos. Sólo podemos participar en el banquete celestial cuando nuestros corazones son lo bastante generosos para abrazar a todos los demás que están a la mesa. El cielo demanda un corazón abierto al abrazo universal.
Y así, mientras me voy haciendo más viejo, me acerco al final de mi vida y acepto que pronto me encontraré cara a cara con mi Hacedor, me preocupa cada vez menos ir al infierno y me preocupa cada vez más la amargura, ira, ingratitud y falta de perdón que aún queda en mí. Me preocupa menos cometer un pecado mortal, y más si soy bondadoso, respetuoso y perdono a otros. Me preocupa más la pérdida del cielo que las penas del infierno, esto es, me preocupa que yo podría acabar como el hermano mayor del hijo pródigo, que se queda fuera de la casa del Padre, excluido por la ira más bien que por el pecado.
Y aun así, agradezco el Acto de contrición de mi juventud. El miedo al infierno no es una mala situación por la que empezar.