Desde la Reforma Protestante, los cristianos hemos estado viviendo quinientos años de desavenencias y sospechas mutuas. Cada uno de nosotros tendíamos a trabajar asumiendo que pertenecíamos a la única verdadera expresión del Cristianismo (o, al menos, a la más pura), y buscábamos conversiones, esto es, lograr que alguien abandonara su denominación y se adhiriera a la nuestra. Felizmente, las cosas están cambiando, aun cuando los viejos clamores de ser la única expresión verdadera del Cristianismo y la antigua defensa de las fronteras denominacionales aún están siendo mantenidos por muchos. Una nueva perspectiva se está extendiendo con fuerza, y empezamos a vernos con diferentes ojos.
Estamos empezando a darnos cuenta de que el camino hacia la unidad no se basa en decir: “Vosotros estáis equivocados, nosotros estamos en la verdad”, aunque sigamos conscientes de las diferencias que nos separan. Al contrario, estamos fijándonos en lo que compartimos como cristianos y seres humanos, y estamos viendo que lo que vivimos en común resta importancia a lo que nos separa.
¿Qué vivimos en común que empequeñezca algún dogma, eclesiología, estructura de la autoridad o desavenencia histórica que nos separa?
Esto vivimos en común: un mismo origen, una misma naturaleza, una misma tierra, un mismo firmamento, una misma ley de gravedad, una misma fragilidad, una misma mortalidad terrena, un mismo deseo, un mismo objetivo, un mismo destino, un mismo camino, un mismo Dios, un mismo Jesús, un mismo Cristo, un mismo Espíritu Santo. Y eso trae consigo una invitación y un imperativo: Ama a tu propia iglesia y también a la de tu prójimo.
Pero alguno podría protestar: ¿Y qué decir de todo lo que hay de error en la iglesia de mi prójimo? Se reconoce que resulta una dificultad. Sin embargo, también se reconoce que hay cosas erróneas en nuestra propia iglesia, sea cual sea nuestra denominación. Además, como afirma el renombrado erudito en religión Huston Smith, tenemos que juzgar a otra religión o a otra denominación cristiana no por sus aberraciones ni por sus peores expresiones, sino por las mejores, por sus santos.
Si esto es verdad, entonces todos nosotros podemos fijarnos en otras iglesias, en sus santos y en sus particulares riquezas para mejorar nuestro particular discipulado en Cristo. En un nuevo y clarividente libro, Amar a la iglesia de tu prójimo como tuya propia, Peter Halldorf, un cristiano evangélico/ortodoxo sueco, pregunta: “Qué significa amar a la iglesia de mi prójimo como mía propia? ¿Puede un pentecostal considerar a un católico romano como alguien que puede enriquecer su propia experiencia de fe? ¿Puede un romano católico considerar a un pentecostal bajo este mismo punto de vista?”
Si somos honrados, estamos obligados a admitir que tenemos mucho que aprender unos de otros. Así que ya no deberíamos distanciarnos ni empezar a hablar más y más de “convergencia” en vez de “conversión”. El Espíritu está invitándonos a juntarnos con respeto y con una humildad compartida, sin actitudes de sospecha ni triunfalismo. En esa situación, la desconfianza puede ser vencida.
¿Cómo podemos juntarnos de ese modo? Hace ya una generación, el renombrado teólogo Avery Dulles indicó que el camino que lleva al ecumenismo no es por vía de conversión. La unidad entre las iglesias cristianas no va a venir por la conversión de todas las diferentes denominaciones y el encuentro en una subsistente denominación cristiana. Eso, opina Dulles, no sólo es irrealista, sino tampoco es el ideal, porque ninguna denominación posee la verdad plena. Más bien, todos estamos aún caminando -confiadamente con toda sinceridad de corazón- hacia la verdad plena, hacia un discipulado más pleno y hacia el ideal de dar en esta tierra una expresión más plena al Cuerpo de Cristo. Todos nosotros estamos aún caminando hacia eso.
En consecuencia, el camino que lleva al ecumenismo, a la unidad como una iglesia cristiana, a la unidad en una mesa eucarística, consiste en el hecho de que cada uno de nosotros, cada denominación, nos convirtamos más desde nuestro interior, en que crezcamos más fieles dentro de nuestro propio discipulado, en que demos una expresión más auténtica al Cuerpo de Cristo, y de este modo, mientras cada uno de nosotros crezca más fiel a Cristo, nos veremos realizando progresivamente la unidad, convergiendo, creciendo más y más juntos en una única familia.
Kenneth Cragg sugirió en una ocasión algo parecido con respecto a la cuestión de fe compartida entre las religiones del mundo. Después de trabajar como misionero cristiano entre los musulmanes, indicó que eso supondría a todas las religiones del mundo dar plena expresión al Cristo total.
Es hora de superar quinientos años de incomprensiones y de volver a abrazarnos como compañeros de peregrinación, luchando juntos en un viaje común. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org / Artículo original en Inglés