Les doy -uno, dos, tres, cuatro- los besos de cortesía, de rendidas gracias.
Que duerman felizmente. Que se calmen.
Pero no les daré el beso de la complicidad.
No les daré la responsabilidad de mi vida.
¿Qué es lo que configura a nuestras almas? ¿Cuánto hay de misterio? ¿Cuánto hay de genética? ¿Cuánto hay de influencia de otros? ¿Cuánto hay de nuestra propia responsabilidad? Por ejemplo, cuando considero lo que ayudó a configurar mi propia alma, la influencia de mis padres sobresale manifiestamente.
Parte de mí es mi madre. Fue una persona sensible, alguien que en ocasiones era incapaz de decir no cuando se requería. Así que con frecuencia se encontraba desbordada y cansada. Hoy algunos dirían que no guardaba los límites convenientes. Tuvo dieciséis hijos. Sus críticos pueden dar por concluido su caso.
Era una persona generosa, siempre regalando cosas. Por eso, de niño, a veces me enfadaba con ella. Yo no quería una madre generosa; quería cosas. Pero lo que ella más pretendía era la armonía de su familia. La recuerdo rompiendo a llorar, un sábado por la mañana, mientras estaba limpiando la casa y tratando de mantener la paz y el orden en una familia que, en ese preciso día, estaba dominada por el desorden y las discusiones. Se nos quejó de lo defraudada que se sentía porque nuestra familia no era como la Sagrada Familia.
No, nosotros no éramos la Sagrada Familia y, en ocasiones, ella se sentía frustrada, no tanto con nosotros, sino con la simple insuficiencia de la vida. Al margen de esto, era una persona feliz, de espíritu más naturalmente animado que mi padre. Se daba al baile más fácilmente que él, lloraba más espontáneamente y, de niños, la relación con ella nos resultaba más fácil. Se tomaba la vida menos reflexivamente que él, aunque no tan a la ligera como suponíamos ingenuamente. Durante cierto periodo de su vida, mantuvo un diario que daba testimonio de haber pensado las cosas más profundamente de lo que habíamos supuesto.
Su anhelo más profundo era lograr un verdadero hogar, y en él se sintió feliz. Se encontró con mi padre. Desde poco después de encontrarse con él hasta el día en que él murió, vinieron a ser almas gemelas en el total sentido de esa palabra. Ella no tenía que revelarle sus secretos ni compartir con él sus frustraciones, ni tampoco él a la inversa. Ellos se entendían bien sin tener que darse explicaciones. En todos mis años de crecimiento, me es imposible recordar que tuvieran la menor desavenencia ni enfado entre sí.
Mi padre murió de cáncer, y ella, que se había mantenido fuerte hasta su muerte, murió tres meses después de pancreatitis y una soledad que nadie pudo curar. Hoy, algunas personas se fijarían en eso y dirían que ella era una co-dependiente. Pero ella se reiría y os diría que había logrado lo que siempre había deseado conseguir de la vida. Murió de tanto que echó en falta a mi padre; murió feliz. En eso, nos dejó algo que envidiar.
Yo soy hijo suyo y, cuando considero estas cosas, mi propia alma viene a ser un misterio menor, como también son mis luchas, mis defectos, mis anhelos y mis fuerzas. Incluso entiendo la razón de mi notable cansancio.
Y también, una buena parte de mí es mi padre. Hay mucho en mí que puede ser explicado por mis genes. Mi padre no se daba fácilmente a bailar, aunque era un hombre profundamente afectuoso. El baile resultaba demasiado público para él. Prefería expresar afecto en privado. Amaba a mi madre, a su familia y a casi todos, pero su manera no era pregonar esto públicamente. Había en esto una reticencia que a veces podía parecer frialdad, pero teníais que leer sus obras y sus ojos. Unas y otros contaban una historia diferente. Aborrecía todo exhibicionismo, le disgustaban las ceremonias largas y le repugnaban los baratos fastos públicos de cualquier cosa. Le molestaba también cualquier exceso. Sus maneras estaban regidas por la moderación, el adecuado comedimiento en todo. A nuestra familia le gusta ironizar diciendo que la moderación era su único exceso.
Él fue el inquebrantable e inflexible principio moral de mi educación: Se apenaba por todo lo que no marchaba correctamente en el mundo, y su paciencia no siempre soportaba la prueba. Yo tenía miedo a su mirada en aquellas ocasiones en las que lo defraudaba. Tenía miedo también -y todavía lo tengo- de defraudarlo alguna vez. Era una de las personas más morales que he conocido en la vida, y poseía un sexto sentido que era casi infalible. Discernía el bien del mal de una manera que yo era incapaz de dudar. Me instruía sobre eso, frecuentemente a pesar de mis protestas. Si al fin acabo en el infierno, no podré alegar ignorancia. Mi padre me equipó, en cuestión de fe y moral, para la vida. Pero tengo también los inconvenientes que vienen con eso: sus defectos, mezclados con los míos.
Así que gran parte de lo que somos, nuestras fuerzas y debilidades, hincan sus raíces en nuestra educación; pero, así y todo, somos responsables de nuestras propias vidas. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org