En el interior de cada uno de nosotros -más allá de lo que nos podemos imaginar claramente, expresar en palabras o incluso sentir de manera precisa- tenemos un vago recuerdo de haber sido tocados y acariciados en alguna ocasión por manos mucho más delicadas que las nuestras. Esa caricia ha dejado una huella permanente, cierta impronta de un amor tan tierno y profundo que su recuerdo viene a ser un prisma a través del cual vemos todo lo demás. Esta impronta está situada más allá de la memoria consciente, pero da forma al centro de nuestra alma.
No es este un concepto fácil de explicar. Bernard Lonergan, uno de los grandes intelectuales del siglo pasado, intentó explicarlo filosóficamente al decir que nosotros llevamos en nuestro interior “la marca de los primeros principios”, a saber, unidad, verdad, bondad y belleza, que son los atributos de Dios. Eso es correcto, pero abstracto. Quizás los viejos mitos y leyendas lo captan mejor cuando dicen que, antes del nacimiento, toda alma es besada por Dios, y luego va siempre por la vida recordando ese beso algo confusamente y midiendo todo lo que experimenta con relación a esa dulzura original. Estar en contacto con tu corazón es estar en contacto con este beso original, tanto con su alto precio como con su significado.
¿Qué se está diciendo exactamente aquí?
En el interior de cada uno de nosotros, en ese lugar donde vive todo aquello que nos es más preciado, existe una inicial sensación de haber sido una vez tocado, acariciado, amado y valorado de una manera que trasciende cualquier cosa que hayamos experimentado conscientemente alguna vez. En realidad, toda la bondad, amor, valor y ternura que experimentamos en la vida se quedan cortos precisamente porque ya estamos en contacto con algo más profundo. Cuando nos sentimos frustrados, airados, traicionados, violados o exasperados, es porque nuestra experiencia exterior es antitética a lo que ya mantenemos querido en el interior.
Todos nosotros tenemos este lugar, un lugar en el corazón, donde guardamos todo lo que nos es más preciado y sagrado. De ese lugar, nacen nuestros propios besos como también nuestras lágrimas. Es el lugar que más resguardamos de los demás, aunque también el lugar adonde más desearíamos que entrasen; el lugar donde estamos lo más profundamente solos y el lugar de la intimidad; el lugar de la inocencia y el lugar donde somos violados; el lugar de nuestra compasión y el lugar de nuestra rabia. En ese lugar somos santos. Ahí somos templos de Dios, iglesias sagradas de la verdad y el amor. Ahí llevamos la imagen de Dios.
Pero esto necesita ser entendido. La imagen de Dios que está en nuestro interior no es un bello icono estampado dentro de nuestra alma, no. La imagen y semejanza de Dios que reside en nuestro interior es energía, fuego y memoria; especialmente, es el recuerdo de un toque tan tierno y amoroso que su bondad y verdad vienen a ser el prisma a través del cual vemos todo en definitiva. Así, reconocemos la bondad y la verdad que hay fuera de nosotros precisamente porque resuenan con algo que ya está en nuestro interior. Las cosas tocan nuestros corazones cuando nos tocan aquí. ¿No es porque ya hemos sido profundamente tocados y acariciados por lo que buscamos apasionadamente a un alma gemela, que buscamos a alguien para que se nos una en este lugar íntimo?
Y, consciente e inconscientemente, en la vida medimos todo por la manera como toca este lugar: ¿Por qué determinadas experiencias nos tocan tan profundamente? ¿Por qué nuestros corazones arden en nuestro interior ante cualquier verdad, amor, bondad o ternura que sea genuina y profunda? ¿No es todo conocimiento profundo simplemente un despertar a algo que ya conocemos? ¿No es todo amor simplemente cuestión de ser respetado por algo que ya somos? ¿No son el toque y la ternura que acerca al éxtasis nada más que la agitación de la memoria profunda? ¿No son los ideales que inspiran esperanza sólo el impulsor de palabras que alguien ya nos ha dirigido? ¿No manifiesta nuestro deseo de inocencia (inocente significa “no herido”) algún lugar primario libre de heridas dentro de nosotros? Y, cuando nos sentimos violados, ¿no es porque alguien ha accedido irreverentemente a lo sagrado que hay en nuestro interior?
Cuando estamos en contacto con este recuerdo y respetamos sus sensibilidades, estamos en contacto con nuestras almas. Entonces, la fe, la esperanza y el amor surgirán en nosotros, el gozo y las lágrimas manarán libremente a través de nosotros y nos encontraremos profundamente afectados por la inocencia y belleza de los niños, así como el dolor y la gratitud nos llevan a arrodillarnos alternativamente.
Eso es lo que significa estar recogido, centrado. Ser realmente nosotros mismos es tener en cuenta, tocar y sentir el recuerdo del toque original de Dios en nosotros. Ese recuerdo enciende nuestra energía y nos provee de un prisma a través del cual ver y entender.
Por desgracia, hoy demasiado frecuentemente, un mundo herido, insensible, cínico, supersofisticado y superadulto nos invita a olvidar el beso de Dios en el alma, a mirar esto como infantil. Pero, a no ser que nos engañemos a nosotros mismos y de igual manera nos tratemos con dureza (la más peligrosa de todas actividades), siempre recordaremos -confusa, oscura, inexorablemente- la caricia de Dios. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org Artículo original en Inglés