Si no tienes de alguna manera un pie fuera de tu cultura, la cultura te engullirá por completo.
Daniel Berrigan escribió eso, y es verdad también en este sentido: Si
no puedes beber de una fuente fuera de ti mismo, tu natural proclividad a
la paranoia, amargura y odio te engullirá invariablemente por completo.
En el Evangelio de Lucas, vemos que los discípulos entendieron esto. Se acercaron a Jesús y le pidieron que les enseñara cómo orar, porque le veían hacer cosas que no veían hacer a ningún otro. Era capaz de responder al odio con el amor, perdonar de corazón a otros, soportar malentendidos y oposición sin ceder a la auto-compasión y amargura, y guardar en sí un centro de paz y no-violencia. Ellos sabían que esto era tan extraordinario como andar sobre las aguas, y sentían que sacaba la fuerza para hacer esto de una fuente exterior a él, por medio de la oración.
Sabían también que ellos eran incapaces de resistir a la amargura y al odio, y que querían ser tan fuertes como Jesús, y así le pidieron: Señor, enséñanos a orar. Sin duda se imaginaban que esto sería simplemente cuestión de aprender una cierta técnica; pero, como los Evangelios aclaran, la vinculación a una fuente divina fuera de nosotros no siempre es fácil ni automática, incluso para Jesús, como vemos de su lucha en el Huerto de Getsemaní, su “agonía en el huerto”.
Jesús mismo tuvo que luchar a veces poderosamente para apoyarse en Dios, como deducimos de su oración en Getsemaní. La lucha que tuvo allí es descrita como una “agonía”, y esto necesita ser entendido cuidadosamente. “Agonía” era un término técnico usado entonces para los atletas. Antes de entrar al estadio o ruedo para un combate, los atletas primero tenían que trabajar sus cuerpos en sudor, en una espuma cálida, una agonía, para calentar sus músculos y disponerlos para la contienda. Los Evangelios nos dicen que Jesús también entró en sudor, menos cuando sudó sangre mientras se preparaba en su interior para el combate, la prueba a la que trataba de entrar, su pasión.
¿Y qué era ese combate? La prueba para la que se estaba preparando no era, como normalmente se ha creído, una lucha por la decisión de si permitir que lo crucificaran o si invocar el poder divino y salvarse de esta humillación y muerte. Esa nunca fue la razón de su lucha en Getsemaní. Mucho antes, él había aceptado que iba a morir. La cuestión era cómo, cómo moriría: ¿amorosa o amargamente?
Al fin, fue una lucha para fortalecer su voluntad, de modo que moriría con un corazón lleno de amor, ternura y perdón. Y fue una lucha; un resultado positivo estaba en duda. En medio de toda la oscuridad, odio, amargura, injusticia y malentendidos que le rodearon, en medio de todo que se situó injustamente contra él y fue antitético a su persona y mensaje, Jesús luchó poderosamente por recurrir a una fuente que podía darle la fuerza para resistir el odio y la violencia que había alrededor de él, que podía darle el corazón para perdonar a sus enemigos, que podía darle la gracia de perdonar al buen ladrón, y que podía darle la fuerza interior para cambiar la humillación, dolor e injusticia en compasión en vez de amargura.
Los Evangelios dicen esto metafóricamente como una lucha por “permanecer despierto”, esto es, permanecer despierto a su identidad interior como el Amado de Dios, una identidad que hizo propia en su bautismo y que modeló su total conciencia durante todos los años de su ministerio. En Getsemaní, en medio de todo lo que le (y nos) invita a una amnesia moral, Jesús consigue permanecer despierto a su realidad más profunda y a su identidad como el Amado de Dios. Sus discípulos, no. Como los Evangelios nos dicen, durante la gran lucha de Jesús, ellos cayeron dormidos, y su sueño (“por pura pena”) era más que fatiga física. Esto resulta evidente cuando, inmediatamente después de que Jesús ha conseguido situarse contra el odio y la no-violencia, Pedro sucumbe a ambas y corta la oreja del criado del sumo sacerdote. Pedro estaba cargado de sueño en más de un sentido, en un sueño que significa la ausencia de oración en la vida de uno.
La oración debe mantenernos despiertos, lo que quiere decir que debe mantenernos conectados a una fuente fuera de nuestros instintos y proclividades naturales que pueda situarnos en el amor, perdón, no-venganza y no-violencia cuando todo dentro y alrededor de nosotros nos grita a favor de la amargura, odio y represalia. Y si Jesús tenía que sudar sangre al tratar de permanecer conectado a la fuente cuando fue probado, nosotros podemos esperar que nos costará lo mismo: lucha, agonía, queriendo con todas fibras de nuestro ser darnos por vencidos adhiriéndonos al amor precariamente por la piel de nuestros dientes, y entonces tener al ángel de Dios que nos dé fuerza sólo cuando hayamos estado angustiándonos durante bastante tiempo en la lucha, de modo que podamos dejar a la fuerza de Dios hacer por nosotros lo que nuestra fuerza no puede. ¡Señor, enséñanos a orar!
En el Evangelio de Lucas, vemos que los discípulos entendieron esto. Se acercaron a Jesús y le pidieron que les enseñara cómo orar, porque le veían hacer cosas que no veían hacer a ningún otro. Era capaz de responder al odio con el amor, perdonar de corazón a otros, soportar malentendidos y oposición sin ceder a la auto-compasión y amargura, y guardar en sí un centro de paz y no-violencia. Ellos sabían que esto era tan extraordinario como andar sobre las aguas, y sentían que sacaba la fuerza para hacer esto de una fuente exterior a él, por medio de la oración.
Sabían también que ellos eran incapaces de resistir a la amargura y al odio, y que querían ser tan fuertes como Jesús, y así le pidieron: Señor, enséñanos a orar. Sin duda se imaginaban que esto sería simplemente cuestión de aprender una cierta técnica; pero, como los Evangelios aclaran, la vinculación a una fuente divina fuera de nosotros no siempre es fácil ni automática, incluso para Jesús, como vemos de su lucha en el Huerto de Getsemaní, su “agonía en el huerto”.
Jesús mismo tuvo que luchar a veces poderosamente para apoyarse en Dios, como deducimos de su oración en Getsemaní. La lucha que tuvo allí es descrita como una “agonía”, y esto necesita ser entendido cuidadosamente. “Agonía” era un término técnico usado entonces para los atletas. Antes de entrar al estadio o ruedo para un combate, los atletas primero tenían que trabajar sus cuerpos en sudor, en una espuma cálida, una agonía, para calentar sus músculos y disponerlos para la contienda. Los Evangelios nos dicen que Jesús también entró en sudor, menos cuando sudó sangre mientras se preparaba en su interior para el combate, la prueba a la que trataba de entrar, su pasión.
¿Y qué era ese combate? La prueba para la que se estaba preparando no era, como normalmente se ha creído, una lucha por la decisión de si permitir que lo crucificaran o si invocar el poder divino y salvarse de esta humillación y muerte. Esa nunca fue la razón de su lucha en Getsemaní. Mucho antes, él había aceptado que iba a morir. La cuestión era cómo, cómo moriría: ¿amorosa o amargamente?
Al fin, fue una lucha para fortalecer su voluntad, de modo que moriría con un corazón lleno de amor, ternura y perdón. Y fue una lucha; un resultado positivo estaba en duda. En medio de toda la oscuridad, odio, amargura, injusticia y malentendidos que le rodearon, en medio de todo que se situó injustamente contra él y fue antitético a su persona y mensaje, Jesús luchó poderosamente por recurrir a una fuente que podía darle la fuerza para resistir el odio y la violencia que había alrededor de él, que podía darle el corazón para perdonar a sus enemigos, que podía darle la gracia de perdonar al buen ladrón, y que podía darle la fuerza interior para cambiar la humillación, dolor e injusticia en compasión en vez de amargura.
Los Evangelios dicen esto metafóricamente como una lucha por “permanecer despierto”, esto es, permanecer despierto a su identidad interior como el Amado de Dios, una identidad que hizo propia en su bautismo y que modeló su total conciencia durante todos los años de su ministerio. En Getsemaní, en medio de todo lo que le (y nos) invita a una amnesia moral, Jesús consigue permanecer despierto a su realidad más profunda y a su identidad como el Amado de Dios. Sus discípulos, no. Como los Evangelios nos dicen, durante la gran lucha de Jesús, ellos cayeron dormidos, y su sueño (“por pura pena”) era más que fatiga física. Esto resulta evidente cuando, inmediatamente después de que Jesús ha conseguido situarse contra el odio y la no-violencia, Pedro sucumbe a ambas y corta la oreja del criado del sumo sacerdote. Pedro estaba cargado de sueño en más de un sentido, en un sueño que significa la ausencia de oración en la vida de uno.
La oración debe mantenernos despiertos, lo que quiere decir que debe mantenernos conectados a una fuente fuera de nuestros instintos y proclividades naturales que pueda situarnos en el amor, perdón, no-venganza y no-violencia cuando todo dentro y alrededor de nosotros nos grita a favor de la amargura, odio y represalia. Y si Jesús tenía que sudar sangre al tratar de permanecer conectado a la fuente cuando fue probado, nosotros podemos esperar que nos costará lo mismo: lucha, agonía, queriendo con todas fibras de nuestro ser darnos por vencidos adhiriéndonos al amor precariamente por la piel de nuestros dientes, y entonces tener al ángel de Dios que nos dé fuerza sólo cuando hayamos estado angustiándonos durante bastante tiempo en la lucha, de modo que podamos dejar a la fuerza de Dios hacer por nosotros lo que nuestra fuerza no puede. ¡Señor, enséñanos a orar!