Una de las grandes tragedias de toda la literatura es la historia bíblica de Saúl. Saúl es peor que Hamlet. Hamlet, al menos, tenía buenas razones para el desastre que le sobrevino. A Saúl, dados los dones con los que empezó, le debería haber ido mucho mejor.
Su historia comienza con el anuncio de que en todo Israel nadie se le podía comparar en altura, fuerza, bondad o aclamación. Líder natural, príncipe entre sus iguales, su carácter extraordinario fue reconocido y proclamado por el pueblo. El comienzo de su historia es propio de los cuentos de hadas. Y así continúa durante un tiempo.
Sin embargo, llega un momento en el que las cosas empiezan a torcerse. Ese momento fue la llegada a escena de David, un hombre más joven, más guapo, más dotado y más aclamado. Los celos se apoderan de Saúl y la envidia lentamente convierte su alma en veneno. Al mirar a David, solo ve una popularidad que eclipsa la suya, no la bondad de otro hombre ni cómo esa bondad puede ser un regalo para el pueblo. Se vuelve amargado, mezquino, frío e intenta matar a David. Finalmente, muere por su propia mano, un hombre enfadado que ha caído muy lejos de la bondad de su juventud.
¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Cómo es que alguien que tiene tanta bondad, talento, poder y bendiciones se convierte en un hombre enojado y mezquino que se suicida por decepción? ¿Cómo sucede esto?
La difunta Margaret Laurence, en una brillante y oscura novela, El ángel de piedra, nos ofrece una interesante descripción de cómo puede suceder exactamente esto. Su personaje principal, Agar Shipley, tiene cierto paralelismo con el Saúl bíblico.
Pero, para la mayoría de nosotros, mientras esto sucede, seguimos siendo personas buenas y generosas, salvo que somos más cáusticos, cínicos y críticos de lo que éramos antes. Seguimos siendo buenas personas, pero nos quejamos demasiado, nos compadecemos demasiado de nosotros mismos y maldecimos más que bendecimos a quienes nos han sustituido en juventud, popularidad y estatus.
De ahí que una de las tareas humanas y espirituales preeminentes en la segunda mitad de la vida sea precisamente reconocer esta envidia, esta fealdad, dentro de nosotros mismos y volver de nuevo al amor y a la frescura de nuestra juventud, revirginizarnos, llegar a una segunda ingenuidad y comenzar de nuevo a regalar a los demás, especialmente a los jóvenes, la mirada de la admiración.
Al comienzo del Apocalipsis, el autor, hablando con la voz de Dios, nos da este consejo, al menos a los que ya hemos pasado la flor de la juventud: «He visto cuánto trabajas. Reconozco tu generosidad y todo el buen trabajo que haces. Pero tengo esto contra ti: ¡tienes menos amor ahora que cuando eras joven! Vuelve atrás y mira desde dónde has caído».
Tal vez queramos escuchar esas palabras de la Escritura antes de que las oigamos de boca de alguna jovencita que le dice a su madre que una persona vieja, amargada y fea está en la puerta. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org / Artículo original en Inglés