Festividad de la Visitación de la Virgen María.

María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá

En el evangelio de hoy Lucas nos narra cómo tras el encuentro de María con el ángel Gabriel, se pone en camino, con prontitud, a una ciudad de Judá a casa de Zacarías. El episodio de la visita de María a Isabel está narrado según el modelo que aparece en 2 Sam 6,2-16 sobre el traslado del arca. En ambos relatos se suceden las manifestaciones de gozo, David y todo Israel “iban danzando delante del arca con gran entusiasmo”(v.5), y como el niño en el seno de Isabel “empezó a dar saltos de alegría”(v. 41.44). María percibe la invitación a salir de sí misma, de su ciudad, aponerse en camino para que se reconozca la noticia de ser portadora de la Gloria de Dios, de su Presencia.

Lucas le da gran importancia al saludo que María dirige a Isabel (es mencionado tres veces Lc 1,40.41.44) y las reacciones que provoca: el niño salta de gozo en el seno de Isabel y ella misma queda llena del Espíritu Santo. Lo anunciado se está cumpliendo. El salto de gozo es para Lucas expresión del gozo de los tiempos mesiánicos. María a su vez, es saludada en su nueva condición: Bendita entre las mujeres y “madre de mi Señor”. Isabel la proclama “bendita entre las mujeres” a causa de su fe en contraste con la incredulidad de su marido, Zacarías. El título de “la madre de mi Señor” (v.43) hace referencia a aquel a quién Dios ha constituido Señor y Mesías. Y todo esto es en cuanto a creyente, figura de una verdadera discípula. Ser discípula implica servir al Salvador, ponerse al servicio de la palabra de vida, una vida que brota, y que es reconocida en el seno de una estéril.

María es llamada también bienaventurada, dichosa por ser creyente. Ella ha creído como Abraham. La fe le da la palabra y la movilidad. María es discípula y se pone al servicio de su Hijo; su voz, su saludo transforma a Isabel y suscita la alegría de los últimos tiempos. Y es en este momento cuando María proclama su Magníficat.

El cántico está ambientado en la casa de Zacarías (Lc 1,40) y constituye la respuesta de María a las palabras de Isabel. Los protagonistas son respectivamente María y el Señor. En el centro de la escena está solo ella, la madre-sierva del Señor, toda dirigida hacia Él. El movimiento de los vv. 46-50 se refieren solamente a María, mientras el segundo movimiento (vv. 51-55) se alarga al escenario más amplio de la historia humana, abarcando todo un pueblo (Israel) y a todas las generaciones.

El canto de María es ahora el canto de los pequeños y de los pobres. Es Yahvé el que ha hecho proezas, ha dispersado a los soberbios, ha derribado a los poderosos, ha exaltado a los humildes, ha colmado de bienes a los hambrientos, ha despedido a los ricos y ha auxiliado a Israel. En el Magníficat se da una relación temporal de pasado, presente y futuro. La intervención divina celebrada por María cumple aquello que Dios había anunciado a nuestros Padres. Aquello que Dios ha cumplido en el pasado, aquello que él cumplirá en el futuro y aquello que ha comenzó a obrar en María. Lucas presenta a los pobres como aquellos que dependen en todo de Yahvé y gritan a El en su aflicción. María proclama por anticipado el Evangelio. Ella queda inserta entre los “abatidos del país”, entre los pobres. Todo lo que ha sucedido en la humilde esclava de Dios, se torna canto, alegría, se convierte en felicitación por todas las generaciones y es a su vez motivo de esperanza para el pobre, el que sufre, el que se lamenta.

La memoria pascual que testimonia Lucas de la historia de María está caracterizada por la fe, ella es figura y modelo de la fe de la Iglesia. María protagonista de la Historia de la salvación tiene dentro del evangelio de Lucas un papel fundamental como discípula del Señor. Fuente: Dominicos.org Lecturas completas.

Hna. Carmen Román Martínez O.P.

Hna. Carmen Román Martínez O.P.
Congregación de Santo Domingo


No estar a la defensiva. Artículo.

En gran parte del mundo secularizado, vivimos en un ambiente algo antieclesial y anticlerical. Hoy día está muy de moda fustigar a las iglesias, sea católica romana, protestante o evangélica. Con frecuencia, esto se hace pasando por ser de mentalidad abierta e ilustrada, y resulta el único prejuicio que es confirmado intelectualmente. Decid algo despectivo sobre cualquier otro grupo de la sociedad y tendréis que rendir cuentas; decid, en cambio, algo mofándoos de la iglesia, y no trae tales consecuencias.

¿Cuál es la respuesta correcta? Aun cuando es fácil sentirse ofendido por esto, debemos estar al tanto de no reaccionar impropiamente porque, como iglesia, no deberíamos sentirnos amenazados fundamentalmente por esto. ¿Por qué?

Primero, porque un cierto grado de esta crítica es bueno y útil. A decir verdad, tenemos algunos fallos muy evidentes. Todo ateísmo es un parásito que se nutre de la mala religión. Nuestros críticos se nutren de nuestros fallos y podemos agradecer que nuestros fallos nos sean señalados, aun cuando a veces lo hagan demasiado generosamente. La crítica hecha a la iglesia está humillándonos saludablemente e impulsándonos hacia una purificación interna más intrépida. Además, durante demasiado tiempo, hemos gozado de una situación privilegiada, que nunca ha sido buena para la iglesia. Generalmente, vivimos más sanos como cristianos en un tiempo de postergación que en un tiempo de privilegio, aunque no sea tan agradable. Por otra parte, aquí hay algunas cosas importantes en juego.

Debemos estar atentos a no reaccionar impropiamente ante el actual clima anticlerical  porque esto nos puede llevar a una actitud ultradefensiva y situarnos en una malsana posición adversa frente a la cultura, y ahí no es donde el evangelio nos pide que nos situemos. Más bien nuestra tarea es asimilar esta crítica, aunque sea dolorosa, indicar gentilmente su injusticia y resistir a la tentación de estar a la defensiva. ¿Por qué? ¿Por qué no defendernos agresivamente?

Porque somos suficientemente fuertes para no hacerlo, y eso basta. Podemos oponernos a esto sin tener que volvernos duros ni defensivos. Por más que esté en boga la actual crítica a la iglesia, la iglesia no sucumbirá ni desaparecerá en cualquier momento. Somos dos millones y medio de cristianos en el mundo, nos mantenemos en una tradición de dos mil años, poseemos entre nosotros una escritura universalmente acogida, tenemos dos mil años de protección y pureza doctrinal, existen entre nosotros masivas instituciones centenarias, están arraigadas en las raíces mismas de la cultura y tecnología occidentales, constituyen quizás el grupo multinacional más grande del mundo y están creciendo en número por todo el mundo. Difícilmente somos una caña sacudida por el viento, tambaleándose peligrosamente, un barco a punto de hundirse. Somos fuertes, estables, bendecidos por Dios -un Decano en la cultura- y por esta causa estamos obligados para con ella a modelar la madurez y la comprensión.

Más allá de eso, incluso más importante, es el hecho de que tenemos por parte de Cristo la promesa de estar con nosotros y la realidad de la resurrección de confortarnos. Teniendo en cuenta todo esto, creo que es justo decir que podemos asimilar un buen grado de crítica sin temor a perder nuestra identidad. Además, no debemos dejar que esta crítica, en  primer lugar, nos haga perder de vista la razón por la que existimos.

La iglesia existe no por su propia causa ni por asegurar su propia supervivencia, sino por la causa del mundo. Podemos olvidar esto fácilmente y perder de vista lo que nos solicita el evangelio. Por ejemplo, comparad estas dos respuestas: En una conferencia de prensa, una vez le preguntaron al cardenal Basil Hume lo que consideraba la principal tarea que estaba afrontando la iglesia hoy. Respondió sencillamente: “La necesidad de intentar salvar este planeta”. Comparad esa respuesta con la de otro cardenal al que, en una reciente entrevista emitida por radio, le preguntaron la misma cuestión (¿cuál es la principal tarea que está afrontando la iglesia hoy?), y respondió: “Defender la fe”. ¿Quién está en lo cierto?

Todo lo que hay respecto a Jesús sugiere que la visión de Hume está más cerca del evangelio que la otra. Cuando Jesús dice: “Mi carne es comida para la vida del mundo”, está afirmando claramente que la tarea primera de la iglesia no es defenderse, ni asegurar su continuidad, ni protegerse de ser aplastada por el mundo. La iglesia existe por la causa del mundo, no por su propia causa. Por eso, hay un simbolismo tan rico en el hecho de que inmediatamente después de que nació Jesús, fue colocado en un pesebre de un establo, lugar donde los animales acuden a comer; y por eso se entrega sobre una mesa en la Eucaristía, para ser comido. Ser comido por el mundo resulta, con mucho, aquello para lo que es Jesús, a saber, arriesgar la vulnerabilidad más allá de la seguridad, y la confianza más allá de la defensa. En el corazón mismo del Evangelio, existe una llamada al riesgo por encima de la defensa, y a la asimilación de la crítica injusta sin volver a pelear: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

La iglesia está llamada a entregarse como comida por el mundo. Como todos los cuerpos vivientes, a veces necesita protegerse, pero nunca a costa de perder su verdadera razón de estar aquí. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - 

Profecía silenciosa. Artículo.

El discipulado cristiano nos convoca a todos a ser proféticos, a ser defensores de la justicia, a ayudar a dar voz a los pobres y a defender la verdad. Pero no todos nosotros, por temperamento o por vocación particular, somos convocados a la desobediencia civil, a las manifestaciones públicas y a la línea de los vigilantes huelguistas, como fueron Dorothy Day, Martin Luther King, Daniel Berrigan y otras figuras proféticas semejantes. A todos se nos solicita ser proféticos, pero para algunos esto significa más manejar una palangana y toalla que empuñar una pancarta.

Hay una forma eficaz de ser profético que, a pesar de ser aparentemente callada y personal, nunca es privada. Y sus reglas son las mismas que las de quienes, en el nombre de Jesús, están empuñando pancartas y arriesgándose a la desobediencia civil. ¿Cuáles son esas reglas, reglas para una profecía cristiana?

Primera: un profeta hace un voto de amor, no de alienación. Hay una distinción crítica entre agitar conflictos y ofrecer profecía por amor, una distinción entre actuar por egoísmo y actuar por fe y esperanza. Un profeta se expone a equivocaciones, pero nunca las busca, y un profeta busca siempre tener un corazón bondadoso más bien que airado.

Segunda: un profeta inspira su causa en Jesús y no en una ideología. Las ideologías pueden conllevar mucha verdad y ser genuinas defensoras de la justicia. Pero la gente puede abandonar una ideología, viéndola precisamente como una ideología, como una corrección política, y así justificar su rechazo de la verdad que esta conlleva. La gente sincera pronto se desliga de Greenpeace, del Feminismo o de la Teología de la Liberación, de la Teoría Crítica de la Raza y de otras numerosas ideologías que de hecho contienen mucha verdad, porque esas verdades están arropadas en una ideología. La gente sincera no se desligará de Jesús. En nuestra lucha por la justicia y la verdad, debemos estar siempre alertas para inspirar nuestra verdad en los Evangelios y no en alguna ideología.

Tercera: un profeta está comprometido con la no-violencia. Un profeta siempre está buscando desarmar personalmente más bien que armar, ser -en palabras de Daniel Berrigan- un criminal impotente en un momento de poder criminal. Un profeta toma en serio a Jesús cuando nos pide, frente a la violencia, poner la otra mejilla. Un profeta encarna, en su modo de vivir, la verdad escatológica de que en el cielo no habrá armas.

Cuarta: un profeta actualiza la voz de Dios por los pobres y por la tierra. Una predicación, enseñanza o acción política que no sea buena noticia para los pobres no es el Evangelio de Jesucristo. Jesús vino a trae la buena noticia a los pobres, a “viudas, huérfanos y extranjeros” (el código bíblico para los grupos más vulnerables de la sociedad). El Pastor Forbes dijo una vez esta famosa frase: Nadie va al cielo sin una carta  de referencia de parte de los pobres. No estamos llamados a ser compatibles con la iglesia.

Quinta: un profeta no predice el futuro, sino califica propiamente el presente según  la manera como Dios ve las cosas. Un profeta lee donde el dedo de Dios está en la vida diaria, en función de nombrar nuestra fidelidad o infidelidad a Dios y en función de señalar nuestro futuro según el plan de Dios para nosotros. Este es el desafío de Jesús: leer los signos de los tiempos.

Sexta: un profeta habla claro de un horizonte de esperanza. Un profeta inspira su visión y energía no en la ilusión ni el optimismo, sino en la esperanza. Y la esperanza cristiana no está basada en si la situación del mundo es mejor o peor en un determinado día. La esperanza cristiana está basada en la promesa de Dios, una esperanza que se cumplió en la resurrección de Jesús, la cual nos asegura que podemos entregarnos al amor, a la verdad y a la justicia, aun cuando el mundo nos mate por ello. La piedra siempre volverá a rodar de la tumba.

Séptima: el corazón y la causa de un profeta nunca son un gueto. Jesús nos asegura que en la casa de su Padre hay muchas estancias. La profecía cristiana debe asegurar que ninguna persona ni grupo puede hacer de Dios su propia deidad tribal ni nacional. Dios es igualmente solícito respecto a todas las gentes y todas las naciones.

Finalmente: un profeta no sólo habla o escribe acerca de la injusticia; un profeta también actúa, y actúa con coraje, aun a costa de la vida. Un profeta es una figura sabia, un Mago o una Sofía, que actuará, a pesar del coste de amigos perdidos, prestigio perdido, libertad perdida o peligro de su propia vida. Un profeta posee suficiente amor altruista, esperanza y coraje para actuar, sin importar el coste. Un profeta nunca busca el martirio, pero lo acepta si se le hace encontradizo.

Este último consejo -pienso yo- es uno de los más desafiantes para los profetas “silenciosos”. Las figuras sabias no son famosas por estar en la línea de los vigilantes huelguistas, pero en eso se halla el desafío. Un profeta puede discernir en qué momento recoger la pancarta y sacar a escena la palangana y la toalla, y en qué momento recoger la palangana y la toalla, y volver a escena la pancarta. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - 

De inocencia, pureza y castidad. Artículo.

En el rito del bautismo cristiano, existe un pequeño ritual que es al mismo tiempo enternecedor e irreal. En un momento del rito bautismal, el niño es envuelto en una vestidura blanca para simbolizar inocencia y pureza. El sacerdote o ministro oficiante dice estas palabras: “Recibe esta vestidura bautismal y consérvala sin mancha hasta el tribunal de nuestro Señor Jesucristo”.

Tan enternecedor como es decir esas palabras a un inocente bebé, uno no puede menos que pensar que, a no ser que este niño muera en la infancia, esta es una tarea imposible. A nuestras vestiduras bautismales les caen inevitablemente algunas manchas. La vida adulta se encarga de eso. Nadie va por la vida sin perder su inocencia de bebé.

Pero, admitido eso, la inocencia permanece aún como ideal que cuidar con ternura y recobrar continuamente. Y eso necesita hoy alguna defensa, porque la inocencia y sus compañeras -la pureza y la castidad- se han encontrado en tiempos duros en un mundo que tiende a valorar la sofisticación sobre todo lo demás y que generalmente ve la inocencia como ingenuidad y mojigatería.

Existe una larga historia hacia esto. Durante siglos, las iglesias mantuvieron la inocencia, la pureza y la castidad como virtudes destacadas en el discipulado cristiano y en la vida en general. No obstante, desde el siglo XVII hasta nuestros días, importantes pensadores han intentado cambiar de criterio en esto, sugiriendo que estas (así llamadas) virtudes resultan de hecho la antítesis de la virtud. Para ellos, la inocencia y sus dobles -la pureza y la castidad- son ideales fraudulentos, fantasías de los tímidos, síntomas de una hostilidad inconsciente hacia la vida. Nietzsche, por ejemplo, escribió una vez: “La iglesia combate las pasiones con la extirpación, en todo el sentido de la palabra: su práctica, su curación, es castración”. Freud sugirió que, en los ideales de inocencia, pureza y castidad, hay algo más que un indicio de narcisismo, frígida arrogancia y una fantasía de invulnerabilidad. Según estos pensadores (Ilustración), al idealizar la inocencia, pureza y castidad, la humanidad ha accedido a hacerse infeliz por el hecho de que la medicina que tomamos para purificar nuestras almas permite entrar a las toxinas morales del fariseísmo, la arrogancia, la insensibilidad, un daño que hace a la lujuria parecer benigna.

Nuestra cultura, excepto algo de la retórica severa, comulga  esencialmente con esto. Existen, desde luego, unas pocas excepciones destacadas en algunas de nuestras iglesias, pero nuestras características culturales identifican bastante la inocencia, la pureza y la castidad con la timidez, la ingenuidad y el fundamentalismo.

¿Adónde ir con todo esto? Bueno, uno no tiene muy claro adonde mirar.

Los conservadores, en su misma constitución, tienden a temer la ruptura de sus tabúes, sobre todo los que envuelven la inocencia, la pureza y la castidad. Esto tiene un intento saludable. Aquí está J. D. Salinger (The Catcher in the Rye-El guardián entre el centeno) fijándose en inocentes jóvenes que jugaban y deseaban no crecer nunca sino poder permanecer siempre así de inocentes y alegres. Los conservadores temen cualquier clase de sofisticación que destruya la inocencia. Eso resulta bien pensado, pero es irreal. Necesitamos crecer y con eso viene la complejidad, la sofisticación, el desorden y las manchas en la pureza de nuestros ropajes bautismales. Dios no intentó que fuéramos eternamente niños jugando inocentemente en un campo de centeno.

Los liberales tienen diferente constitución genética, pero luchan igualmente (bien que de modo diferente) con la inocencia, la pureza y la castidad. Tienen menos inconveniente en romper tabúes. Para ellos, los límites están para ser ampliados y las más de las veces son abatidos, y la inocencia es una fase por la que atraviesas y para la que ya pasas de la edad (como la creencia en Santa Claus y el Conejito de Pascua). Ciertamente, para los liberales, la verdadera autorrealización empieza con ser dueño de tu complejidad, reconocer su bondad y aceptar que la complejidad y la inocencia perdida es, en realidad, lo que nos hace accesible un significado más profundo. La experiencia acarrea conocimiento. Cuando Adán y Eva comieron el fruto prohibido, entonces se les abrieron los ojos, no se les cerraron. Según la estimación liberal, la ingenuidad no es una virtud, la sofisticación sí. La inocencia es juzgada como irreal, la pureza como timidez sexual y la castidad como fundamentalismo religioso.

Estos dos puntos de vista, conservador y liberal, ondean ciertas banderas de avisos saludables. La bandera conservadora de la precaución puede ayudar a protegernos de muchas comportamientos autodestructivos, mientras que la bandera liberal, invitándonos a más audacia, puede ayudarnos a protegernos de mucha timidez e ingenuidad malsanas. Con todo, cada una necesita aprender de la otra. Los conservadores necesitan aprender que Dios no intentó que hiciéramos un ídolo de la inocencia e ingenuidad de un niño. Estamos destinados a aprender, crecer y llegar a ser sofisticados más allá de la primera ingenuidad. Pero los liberales necesitan aprender que la sofisticación, al igual que la inocencia misma, no es un fin en sí misma, sino una fase por medio de la cual uno crece.

El renombrado filósofo contemporáneo Paul Ricoeur alude a algo más allá de ambos. Asegura que el crecimiento atraviesa, hasta la madurez final, por diferentes etapas. Estamos llamados a trasladarnos desde la ingenuidad de un niño -a través de la inocencia perdida, los desarreglos y la frecuente sofisticación cínica de la edad adulta- hacia una “segunda ingenuidad”, una postsofisticación, una segunda inocencia, una infantilidad que no sea pueril, una simplicidad que no sea simplista.

En esta segunda ingenuidad, nuestros ropajes bautismales emergerán de nuevo sin mancha, lavados en la sangre de una nueva inocencia. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - 

Ortodoxia generosa. Artículo.

Existe un dicho atribuido a Atila el Huno, caudillo del siglo V, infame por su crueldad,  que reza de este modo: Para que yo sea feliz, no sólo importa tener éxito; importa también que todos los demás fallen. Sospecho que Atila el Huno no fue el autor de ese dicho; pero no importa, eso nos da una lección. 

Los Evangelios nos dicen que la misericordia de Dios es ilimitada e incondicional, que Dios no tiene favoritos, que Dios es equitativamente solícito por la felicidad y salvación de cada uno, y que Dios no raciona su don del Espíritu. Si eso es verdad, entonces necesitamos preguntarnos por qué tendemos tan frecuentemente a retener en nuestros juicios, especialmente en nuestros juicios religiosos, el Espíritu de Dios donado a los demás. Cerramos los ojos al hecho de que a veces hay en nosotros un  poco de Atila el Huno.

Por ejemplo, ¿qué propensos somos a pensar de esta manera? ¡Para que mi religión sea la verdadera, me resulta importante que otras religiones no sean verdaderas! Para que mi denominación cristiana sea fiel a Cristo, resulta importante que todas las demás denominaciones sean consideradas menos fieles. Para que la Eucaristía en mi denominación sea válida, resulta importante que la Eucaristía en otras denominaciones sea inválida o menos válida. Y, ya que estoy viviendo una cierta fidelidad basada en mi fe y vida moral, me resulta importante que todos los demás que no están viviendo tan fielmente no vayan al cielo o sean asignados a un lugar secundario en el cielo.  

Bueno, nosotros no somos los primeros discípulos de Jesús en pensar de este modo ni ser desafiados por él en nuestras tendencias de Atila el Huno. En verdad, esta es una buena parte de la lección que nos da la parábola de Jesús con relación a un supergeneroso hacendado que pagó a cada uno el mismo generoso jornal sin mirar lo mucho o poco que cada uno había trabajado.

A todos nos es bien conocida esta historia. Un hacendado sale una mañana y contrata a trabajadores para que trabajen en sus campos. Contrata a unos al romper el día, a otros a mediodía, a unos más a media tarde, y a otros  una sola hora antes de recoger. Después les paga a todos el mismo jornal, bien generoso. Se comprende que aquellos que trabajaron durante todo el día se sintieran resentidos, quejosos, dado que (por más que su jornal era de hecho bien generoso) creían que resultaba injusto para con ellos por el hecho de que los que habían trabajado mucho menos recibieran también un jornal igualmente generoso. El hacendado responde diciendo al querellante: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste en este jornal? ¿Por qué tienes envidia de que yo sea generoso?” (Mt 20, 1-16)

Daos cuenta de que Jesús se dirige como “amigo” al que formula la queja. Eso es una alusión a nosotros, los que estamos realizando fielmente el trabajo de todo el día. Notad que su tono es cálido y delicado. En cambio, su desafío es menos cálido y delicado: ¿Por qué estás celoso de que Dios sea supergeneroso? ¿Por qué es importante para nosotros que, por estar haciendo las cosas bien, Dios deba ser duro con los que no lo hacen igual? Declaración total: a veces me imagino, después de haber vivido una vida de celibato, entrando en el cielo y encontrándome allí con el más famoso playboy del mundo y preguntando a Dios: ‘¿Cómo entró este aquí?’, y a Dios respondiendo: “¡Amigo, no es el cielo un lugar maravilloso! ¿Tienes envidia de que yo sea generoso?” ¡Quién sabe, incluso podríamos encontrarnos allí con Atila el Huno!

Uno de los valores esenciales mantenido por cierto  grupo de cuáqueros es algo que   denominan ortodoxia generosa. Me encanta la combinación de esas dos palabras. La generosidad habla de apertura, hospitalidad, empatía, amplia tolerancia y de sacrificar algo de nosotros mismos por los demás. La ortodoxia habla de ciertas verdades no negociables, de guardar los límites convenientes, de mantenerse fiel a lo que crees y de no comprometer la verdad por ser cauto. Estas dos son consideradas frecuentemente como opuestas entre sí, pero su destino es estar juntas. Mantener el fundamento en nuestra verdad, guardar los límites propios y rehusar  comprometernos aun a riesgo de no ser complacientes es un lado de la ecuación, pero la ecuación total nos requiere ser también totalmente respetuosos y corteses con relación a la verdad de otras gentes, amadas creencias y fronteras.

Y esto no es un sincretismo malsano si lo que la otra persona mantiene como verdad  no contradice lo que nosotros defendemos, aunque podría ser muy diferente y quizás, a nuestro juicio, no estar casi tan completo y rico como lo que mantenemos.

Así que tú puedes ser cristiano, convencido de que el Cristianismo es la expresión más verdadera de la religión en el mundo, sin hacer el juicio de que las demás religiones sean falsas. Puedes ser católico romano, convencido de que el Catolicismo Romano es la más verdadera y completa expresión del Cristianismo y de que tu Eucaristía es la presencia real de Jesús, sin hacer el juicio de que otras denominaciones cristianas no sean expresiones válidas de Cristo y no tengan una Eucaristía válida. No existe ninguna contradicción ahí.  

¡Puedes tener razón, sin que eso suponga que todos los demás estén equivocados! Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

1 de mayo, festividad de san José Obrero

Fiesta instituida por Pío XII en 1955. Fiesta del trabajo, conmemoramos a san José, el esposo de la Virgen María, el artesano de Nazaret, bajo cuya tutela vivió y se inició en el trabajo y en el mundo social Jesús, llamado por sus conciudadanos "el hijo del carpintero". La fiesta quiere ser una catequesis sobre el significado del trabajo humano a la luz de la fe. San José, hombre sencillo de pueblo, nos da el ejemplo de una vida honesta y laboriosa, ganándose el pan con el sudor de su frente, para él y para los a él confiados, por los servicios prestados a su prójimo. José ennobleció el trabajo, que ejerció sostenido y alentado por la convivencia con Jesús y María. Sin embargo, dado que no todas las naciones celebran la fiesta del trabajo el 1 de mayo, el nuevo calendario de 1969 ha reducido esta solemnidad a memoria facultativa. 

Oración: Dios todopoderoso, creador del universo, que has impuesto la ley del trabajo a todos los hombres, concédenos que, siguiendo el ejemplo de san José, y bajo su protección, realicemos las obras que nos encomiendas y consigamos los premios que nos prometes. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. 

Expresión cotidiana de este amor en la vida de la familia de Nazaret es el trabajo. El texto evangélico precisa el tipo de trabajo con el que José trataba de asegurar el mantenimiento de la familia: el de carpintero. Esta simple palabra abarca toda la vida de José. Para Jesús éstos son los años de la vida escondida, de la que habla el evangelista tras el episodio ocurrido en el templo: "Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos" (Le 2, 51). Esta "sumisión", es decir, la obediencia de Jesús en la casa de Nazaret es entendida también como participación en el trabajo de José. El que era llamado el "hijo del carpintero" había aprendido el trabajo de su "padre" putativo. Si la familia de Nazaret en el orden de la salvación y de la santidad es ejemplo y modelo para las familias humanas, lo es también análogamente el trabajo de Jesús al lado de José, el carpintero. En nuestra época, la Iglesia ha puesto también esto de relieve con la fiesta litúrgica de san José obrero, el 1 de mayo. El trabajo humano, y en particular el trabajo manual, tienen en el Evangelio un significado especial. Junto con la humanidad del Hijo de Dios, el trabajo ha formado parte del misterio de la encarnación, y también ha sido redimido de modo particular. Gracias a su banco de trabajo, sobre el que ejercía su profesión con Jesús, José acercó el trabajo humano al misterio de la redención.

En el crecimiento humano de Jesús "en sabiduría, edad y gracia" representó una parte notable la virtud de la laboriosidad, al ser "el trabajo un bien del hombre" que "transforma la naturaleza" y hace al hombre "en cierto sentido más hombre".

La importancia del trabajo en la vida del hombre requiere que se conozcan y asimilen aquellos contenidos "que ayuden a todos los hombres a acercarse a través de él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos respecto al hombre y al mundo y a profundizar en sus vidas la amistad con Cristo, asumiendo mediante la fe una viva participación en su triple misión de sacerdote, profeta y rey."1

ORATIO: Oh, san José, custodio de Jesús, esposo castísimo de María, que te pasaste la vida en el cumplimiento perfecto del deber, sosteniendo con el trabajo de tus manos a la sagrada familia de Nazaret, protege propicio a aquellos que, confiados, se dirigen a ti. Tú conoces sus aspiraciones, sus angustias, sus esperanzas, y ellos recurren a ti porque saben que encontrarán en ti quien los comprenda y proteja. También tú experimentaste la prueba, la fatiga, el cansancio, pero tu ánimo, colmado de la paz más profunda, exultó de alegría inenarrable por la intimidad con el Hijo de Dios, a ti confiado, y con María, su dulcísima Madre.

Haz que también tus protegidos comprendan que no están solos en su trabajo, haz que sepan descubrir a Jesús junto a ellos, acogerle con su gracia, custodiarle fielmente, como hiciste tú. Y obtén que, en cada familia, en cada oficina, en todo taller, allí donde trabaje un cristiano, todo sea santificado en la caridad, en la paciencia, en la justicia, en la búsqueda del bien hacer, a fin de que desciendan abundantes los dones de la celeste predilección. 2

CONTEMPLATIO: Nuestro ojo, nuestra devoción, se detienen hoy en san José, el carpintero silencioso y trabajador, que dio a Jesús no el origen, sino el estado civil, la categoría social, la condición económica, la experiencia profesional, el ambiente familiar, la educación humana. Será preciso observar bien esta relación entre san José y Jesús, porque puede hacernos comprender muchas cosas del designio de Dios, que viene a este mundo para vivir entre los hombres, pero, al mismo tiempo, como su maestro y su salvador.

En primer lugar, es cierto, es evidente, que san José asume una gran importancia, si verdaderamente el Hijo de Dios hecho hombre le escogió precisamente a él para revestirse a sí mismo de su aparente filiación: a Jesús se le consideraba como "Filius fabri" (Mt 13,55), el Hijo del carpintero, y el carpintero era José. Jesús, el Mesías, quiso asumir la cualificación humana y social de este obrero, de este trabajador, que era ciertamente un buen hombre, hasta tal punto que el evangelio le llama "justo" (Mt 1,19), es decir, bueno, óptimo, irreprochable, y que, por consiguiente, se eleva ante nosotros a la altura del tipo perfecto, del modelo de toda virtud, del santo.

Pero hay más: la misión que realiza san José en la escena evangélica no es sólo la de una figura personalmente ejemplar e ideal; es una misión que se ejerce junto, mejor aún, sobre Jesús: será considerado como padre de Jesús (Le 3,23), será su protector, su defensor. Por eso la Iglesia, que no es otra cosa sino el cuerpo místico de Cristo ha declarado a san José su propio protector, y como tal lo venera hoy, y como tal lo presenta a nuestro culto y a nuestra meditación. 3

ACTIO: Repite con frecuencia y vive durante la jornada de hoy"Haz prósperas, Señor, las obras de nuestras manos" (del salmo responsorial).

LECTURA ESPIRITUAL: Dios creó al hombre no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De la misma manera, Dios "ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente".

Desde el comienzo de la historia de la salvación, Dios ha elegido a los hombres no solamente en cuanto individuos, sino también en cuanto miembros de una determinada comunidad. A los que eligió Dios manifestando su propósito, denominó pueblo suyo (Ex 3,7-12), con el que además estableció un pacto en el monte Sinaí.

Esta índole comunitaria se perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo. El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana.

Asistió a las bodas de Caná, bajó a la casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida diaria corriente.

Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra [...].

Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente laborando con sus propias manos en Nazaret.

De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así como también el derecho al trabajo. Y es deber de la sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente.

Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común. 4. Fuente: santaclaradeestella.es

 1)   Juan Pablo II, Redemptoris cusios, nn. 22ss / 2)  Juan XXIII, Discorsi, messagi, colloqui, Ciudad del Vaticano 1961, pp. 326. / 3)  Insegnamenti di Paolo VI, Ciudad del Vaticano 1964, pp. 187ss. / 4)  (Gaudium et spes, 32 y 67).