La respuesta de Jesús al escriba con la cita del <<Escucha, Israelť nos ayuda a aclarar qué conlleva amar a Dios, una actitud que no puede entenderse como el mero sentimiento con el que una persona ama a otra para hacerle el bien. En el Antiguo Testamento, <<amar a Diosť es escucharlo, es confiar en su palabra prometedora, es condicionar la vida a la Palabra. Amar a Dios equivale a decidirse por Dios con la totalidad del ser; sin reservas. La actualidad de la respuesta de Jesús a la cuestión propuesta por el escriba sobre el precepto mas importante de la Ley ilustra aspectos de hoy día. Por ejemplo, numerosos bautizados vacilan y se preguntan qué hacer en situaciones particulares, y todo porque no han decidido en realidad qué es lo mas urgente o conveniente en la vida. Solo Dios es la causa por la cual vale la pena invertir todos los recursos vitales, la única en la que tiene sentido gastar la existencia.
La verdad del primer mandamiento depende de cómo se viva el segundo, el amor al prójimo. żY qué es amar al prójimo según la perspectiva de Jesús? Jesús introduce una novedad en el concepto del prójimo que supera toda barrera: no es solo el amigo o el consanguíneo, sino también el extrańo o extranjero, e incluso el enemigo (cf Mt 5,43-48). El prójimo no viene determinado ni definido por un listado de principios generales, sino por el amor concreto que descubre al otro y lo que puede hacer por él. Jesús nos enseńa la realización perfecta de este amor concreto con su profunda compasión por cualquier persona necesitada, sana o enferma. En Jesús descubrimos el modelo supremo para hacemos próximos, el ejemplo donde inspiramos en las situaciones de <<proximidadť. Podemos enumerarlas bajo una triple tipología: el amor al prójimo como atención solicita ante las necesidades del otro, como perdón y reconciliación con el enemigo, y como servicio al amigo o al hermano.
Hay diferentes maneras de ser excluido en la vida.
A comienzos de este año, murió uno de mis hermanos mayores. Por todos indicios, había llevado una vida ejemplar, entregada principalmente a los demás. Murió muy amado por todos los que lo conocieron. La suya fue una vida dedicada a la familia, la iglesia, la comunidad y los amigos.
En la homilía de su funeral, comenté que, aun cuando casi siempre mostraba sonrisa, bondad y algo de ingenio en cada situación, en el fondo a veces tenía que aguantar mucho para hacer siempre eso. ¿Por qué? Porque, a pesar de que a lo largo de toda su vida adulta se entregó a servir a los demás, durante buena parte de su vida no tuvo mucha opción en esto. He aquí su historia:
Él fue uno de los hermanos mayores de nuestra familia, una numerosa familia inmigrante de segunda generación, que luchaba contra la pobreza en una solitaria área rural de las praderas canadienses donde las circunstancias educativas no estaban fácilmente disponibles en ese momento. De modo que, para él, al igual que para muchos de sus contemporáneos, tanto para hombres como para mujeres, la expectativa normal era que, acabada la escuela primaria (una educación de grado octavo), se esperaba que acabaras tus días escolares y empezaras a trabajar para mantener a tu familia. Por cierto, cuando se graduó de la escuela primaria, no había ningún local de segunda enseñanza al que ir. Para mayor desgracia, él era quizás la mente más brillante y dotada de nuestra familia. No es que no quisiera continuar su educación formal. Pero tenía que atenerse a lo que casi todos los demás de su edad hacían en ese momento: abandonar la escuela y empezar a trabajar, entregando íntegro su salario todos los meses para mantener a su familia. Hizo esto con alegría, sabiendo que era lo que se esperaba de él.
A lo largo de los años, cumplidos los dieciséis, desde que ingresó por primera vez en la nómina de trabajadores de una empresa particular hasta que tomó posesión de la granja familiar en sus mediados treinta años, trabajó para agricultores, trabajó en la construcción e hizo de todo, desde manejar una retroexcavadora hasta conducir un camión. Además, cuando nuestros padres murieron y tomó posesión de nuestra granja, hubo algunos años en que aún fue presionado a usar la granja para mantener a la familia. Para cuando por fin quedó liberado de esta responsabilidad, fue demasiado tarde (no radical, sino existencialmente) para reiniciar su educación formal. Vivió como agricultor sus últimos años antes del retiro, aunque lo hizo como quien encontraba su energía en otra parte, al involucrarse en programas de educación continua y ministerios laicales, donde medró emocional e intelectualmente. Parte de su sacrificio fue también el hecho de que nunca se casó, no porque fuera soltero por temperamento, sino porque las mismas cosas que lo ataron al deber, tampoco existencialmente le proporcionaron nunca la oportunidad de casarse.
Después de comentar su historia en su funeral, se me acercaron varias personas que me dijeron: ¡Lo mismo mi hermano! ¡Lo mismo mi hermana! Lo mismo mi papá! ¡Lo mismo mi madre!
Habiendo crecido yo donde esto fue la realidad de algunos de mis hermanos mayores, hoy, dondequiera que veo a gente trabajando en tareas de servicio, tales como cocinar en cafeterías, limpiar casas, cortar césped, trabajar en la construcción, hacer tareas de conserjería y otros trabajos de la misma índole, me paro a preguntar: ¿son estos como mi hermano? ¿Llegaron a elegir este trabajo, o lo están haciendo obligados por las circunstancias? ¿Quiso esta persona ser médico, escritor, maestro, empresario, o director ejecutivo de alguna compañía, y acabó teniendo que asumir este empleo por una circunstancia económica u otra? A ver si me explico: No hay nada degradante ni menos noble en estos empleos. A propósito, trabajar con las propias manos es quizás el trabajo más honrado de todos, a diferencia de mi propio trabajo en la comunidad académica, donde puede ser fácil ser egoísta y mayormente irrelevante. Existe una admirable dignidad en trabajar con las propias manos, como se daba en mi hermano. No obstante, a pesar de la importancia y dignidad de ese trabajo, la felicidad de la persona que lo hace depende a veces de si tenía una opción o no, es decir, si está ahí por elección o porque los factores que surgen, desde la situación económica de su familia hasta su estatus de inmigrante, hasta su falta de oportunidad, le han forzado ahí.
Cuando paso por delante de estas gentes en mi vida diaria y mi trabajo, intento darme cuenta de ellos y valorar el servicio que nos están prestando a los demás. Y a veces me digo: Este podría ser mi hermano. Esta podría ser mi hermana. Este podría ser la mente más brillante de todas, a la que no se le dio la oportunidad de llegar a ser médico, escritor, enfermera, maestro o trabajador social. Si en la otra vida, como Jesús prometió, va a haber un cambio donde los últimos serán los primeros, confío en que esta gente, como mi hermano, que fueron excluidos de algunas de las oportunidades de que gozamos el resto de nosotros, leerán mi corazón con una empatía que sobrepase la comprensión que tuve hacia ellos durante el curso de su vida. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -REZO DEL ÁNGELUS EN EL CAMPO" en 1899.
La primera lectura nos recuerda que, a pesar de todas las apariencias, las autoridades de este mundo reciben el poder de Dios, que es el Seńor de la historia. Esto no quiere decir que se trate de un poder absoluto, de derecho divino y, por lo tanto, inopinable, sino todo lo contrario: quiere decir que todo poder esta llamado, siempre y en todo momento, a responder ante Dios de la veracidad y justicia de su propio ejercicio. Este es el reclamo de la celebre sentencia evangélica sobre el tributo debido al Cesar y la entrega completa a Dios.
Inspirarse en la Palabra de Jesús para tratar la problemática del poder y la responsabilidad del cristiano en el mundo significa distinguir dos planos distintos, el de Dios y el de los hombres, y saberlos interrelacionar Significa separar la cuestión del poder terreno —legítimo e ilegítimo— de las exigencias de la voluntad de Dios. El evangelio nos recuerda que no solo se debe responder de las decisiones públicas ante los hombres, sino que todos son responsables de sus decisiones, públicas y privadas, ante Dios.
Como el poder del Cesar alcanza exactamente hasta donde llegan las monedas con su efigie, Así el poder de Dios llega hasta donde alcanza su imagen. Y puesto que el hombre es la criatura modelada por Dios a imagen y semejanza (Gn 1,26), se sigue que, en cuanto <<imagenť de Dios, pertenecemos plenamente a Dios, que cualquier dimensión de nuestra vida se refiere a él, incluida la política. Esto no nos mengua, sino mas bien nos ayuda a liberamos de espejismos ante el poder y de colisiones frente a regimenes económicos, políticos y militares que impidan a la humanidad realizar con libertad y justicia su vocación de ser imagen de Dios. Distinguir los dos planos, indicados claramente por Jesús también nos pone en guardia frente a las recurrentes tentaciones integristas que anidan solapadamente bajo formas de <<fundamentalismo cristianoť.
En un libro, The Book of Hope (El libro de la esperanza), en el que Douglas Abrams compartió autoría con Jane Goodwall, el autor hace esta declaración: Crear la raza humana quizá sea el más craso error realizado jamás por la evolución.
Dice esto irónicamente, ya que reconoce que la aparición de la raza
humana fue claramente proyectada por el proceso evolutivo y que, más
bien que ser un error colosal, es la cima del proceso. No obstante, hoy,
la raza humana es una tremenda amenaza para el planeta tierra. Dicho
sencillamente, en la actualidad hay más de siete mil millones de
personas en el planeta, y ya en muchos lugares hemos consumido los
limitados recursos de la naturaleza más rápidamente de lo que la
naturaleza es capaz de reponerlos. Para el año 2050, habrá probablemente
diez mil millones. Si continuamos negociando como de costumbre, el
planeta, sencillamente, no podrá soportarnos, al menos si seguimos con
nuestro presente estilo de vida.
Y el estilo de vida al que hacemos referencia aquí no es, en primer
lugar, el manirroto estilo de vida de los ricos que pueden ser
irresponsables y consumir más que su cupo de recursos. Ellos, desde
luego, contribuyen al problema e influyen indebidamente al resto de
nosotros en nuestros propios hábitos de consumo; pero, el estilo de vida
al que aludimos aquí es el que tú y yo, consumidores conscientes,
estamos viviendo, aun cuando conservemos, reciclemos, hagamos compost
con residuos orgánicos, conduzcamos coches eléctricos y tratemos de
vivir con sencillez.
Voy a exponer mi caso. Yo trato de ser sensible a lo que mi propio
consumo está haciendo a la madre tierra. Comparado con los que tienen un
estilo de vida lujoso, puedo alegar que vivo con notable sencillez. No
compro lo que no necesito. Tengo un guardarropa muy pequeño y soy cauto
en la cantidad de electricidad y agua que gasto. Conduzco un sólido
coche de segunda mano y trato de usarlo sólo cuando es necesario. Ayudo a
asegurar que el termostato de nuestra casa esté regulado como para
garantizar el mínimo uso de energía eléctrica y vivo en una casa
relativamente pequeña; reciclo e intento usar tan poco plástico como me
es posible.
Pero, por otra parte, tengo dos ordenadores, uno de escritorio en mi
oficina, y otro portátil en casa. Tengo un teléfono móvil que, a través
de los años, ha requerido ser puesto al día cuatro veces diferentes a la
espera de comprar un modelo nuevo y librarme del viejo por inservible.
Me ducho diariamente y, según el trabajo físico y ejercicio, a veces lo
hago por segunda vez. Conduzco un coche. Viajo en avión al menos una vez
al mes por motivos de conferencias y encuentros, y vuelo
internacionalmente varias veces al año para visitar a la familia. No
poseo gran vestuario, pero mi ministerio y trabajo exigen un cierto
equipo de ropa (que cumplo mínimamente).
Pienso que puedo alegar un estilo de vida sencillo, teniendo en cuenta
donde vivo y el trabajo que realizo. No obstante, de manera realista, si
todos los más de siete mil millones de personas que hay en el mundo
vivieran como vivo yo, no habría bastantes recursos para sustentarnos.
En conclusión, el mundo no puede soportar a ocho mil millones de
personas si cada uno vive como yo lo hago y como la mayoría de nosotros
lo hacemos en los lugares más desarrollados del mundo. ¿Cuál es la
respuesta?
Podemos dejar un sentimiento de culpa en nosotros mismos y los demás, a
pesar de que esto no es necesariamente útil. ¿Qué puede ser útil? No
existe una respuesta fácil. Aquellos de nosotros que vivimos en unas
zonas más desarrolladas de nuestro mundo podemos hacer cambios, pero
¿podemos fácilmente suspender el uso de los ordenadores y los teléfonos
móviles? Podemos ahorrar agua, pero ¿podemos abandonar nuestros actuales
patrones de higiene? Podemos ahorrar electricidad, pero ¿podemos
fácilmente dejar de conducir nuestros coches y oscurecer por la noche
todos los edificios de nuestra ciudad? Podemos ser más escrupulosos en
lo mucho que viajamos en avión, pero ¿podemos vivir sin viajar en ellos?
Podemos reducir lo que compramos de exceso en comida, exceso en ropa y
exceso en lujos y entretenimiento. Podemos reciclar, hacer compost con
residuos orgánicos y no usar bolsas de plástico; y todo esto, bien
conjuntado, marcará la diferencia. De veras, se necesita hacer todo
esto. Con todo, aunque esto sea tan útil, no solucionará el problema por
sí solo.
Para Jane Goodall, por encima de estas cosas individuales, necesitamos
realizar acciones colectivas con el fin de dar solución a la amenaza
existencial que pesa sobre este planeta. Goodall designa tres: Primera,
debemos atenuar la pobreza. Si hay personas que viven en una pobreza que
las deja tullidas, se comprende que talarán el último árbol para lograr
alimentos o pescar el último pez, porque están desesperadas por
alimentar a sus familias. Segunda, debemos erradicar la corrupción en
los gobiernos y la avaricia en las corporaciones. Sin un buen gobierno y
compromiso por el bien común en los negocios, es imposible solucionar
nuestros enormes problemas sociales y medioambientales. Además, los que
por su propio beneficio rehúsan enfrentarse al problema continuarán no
desafiados. Por último, colectivamente también, debemos afrontar de
manera realista la tensión entre nuestro estilo de vida y el continuo
crecimiento de la población en este planeta. Los consumidores
negligentes son parte del problema, pero igualmente lo somos todos los
demás -yo incluido- que nos tenemos por personas que viven con
sencillez. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -
En la primera lectura leemos: <<El Seńor todopoderoso preparará en este monte para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares exquisitos, vinos refinados>>i Y en el evangelio <<Jesús tomó de nuevo la palabra y les dice esta parábola: Con el Reino de los Cielos sucede lo que con aquel rey que celebraba la boda de su hijo...ť.
La Palabra de este domingo se centra en los banquetes (cf también el salmo responsorial). La Iglesia nos ofrece datos y noticias de banquetes extraordinarios organizados por personajes importantes: el seńor de los ejércitos (primera lectura) o un rey (evangelio). Cuentan con un programa detallado: se trata de un banquete que tendrá lugar en Jerusalén (primera lectura) o de otro, con ocasión de unas bodas reales, que se celebrará en un edificio regio (evangelio). Y un menú: excelente y exquisito en ambos casos: manjares suculentos y vinos de solera (primera lectura), cebones y capones (evangelio). Los invitados al convite son agasajados espléndidamente por los anfitriones. Invitados todos los pueblos, sean muchos o pocos, todos los que se encuentren en las encrucijadas, sean hombres o mujeres.
Tanto en la primera lectura (el caso de Moab) como en la parábola del evangelio (el invitado sin vestido), los comensales invitados al banquete se han debido preparar responsable y concienzudamente, Moab es uno de los pueblos enemigos, ancestral y de siempre, de Israel. Sus orígenes son narrados como incestuosos, y su rey Balac (Nm 21ss.) intentó maldecir a Israel contratando al profeta Balaán. Sin embargo, Rut, una moabita, nuera de Noemí, ha entrado en la genealogía de David y, por lo tanto, del Mesías. El invitado, sorprendido sin traje de boda, no lo ha revestido el rey, como era costumbre en Oriente, sino que se lo ha ofrecido para que honre a todos los comensales.
No podemos - y no debemos - comportarnos ni como el infiel moabita (soberbio) ni como los ingratos invitados al banquete que respondieron hostilmente al rey, incluso matándole al hijo, ni tampoco como el comensal que no quiso vestirse de fiesta. Hagamos nuestros los sentimientos del salmo 23 y prolonguemos el momento del banquete <<en la casa del Seńor por días sin términoť. ĄDios es realmente grande y enormemente generoso!
Robert Coles, psicólogo de Harvard, al describir a la mística francesa Simone Weil, indicó una vez que lo que ella sufrió en realidad y lo que motivó su vida fue su soledad moral. ¿Qué es eso?
La soledad moral es lo que experimentamos cuando anhelamos la afinidad moral, esto es, un alma gemela, alguien que nos conozca, comprenda y honre todo lo más profundo y valioso que hay en nuestro interior.
Nos encontramos solos de maneras diferentes. Sentimos desasosiego aun experimentando intimidad, y sentimos nostalgia por un hogar que nunca podemos encontrar del todo. Existe soledad, desasosiego, dolor, añoranza, anhelo, apetito, inquietud, nostalgia, infinitud en nuestro interior que nunca se siente consumada por completo.
Además, esta dolencia se halla en el centro de nuestra experiencia, no en sus márgenes. No somos seres sosegados que a veces se impacientan, ni gente serena que en ocasiones experimenta desasosiego, ni tampoco personas realizadas que ocasionalmente se frustran. Más bien somos seres inquietos que a veces encuentran descanso, o gente desazonada que en ocasiones encuentra soledad, o bien hombres y mujeres insatisfechos que ocasionalmente encuentran satisfacción.
Y, entre todos estos muchos anhelos, hay uno que es más profundo que los otros. Lo que en definitiva anhelamos sobre todo lo demás es la afinidad moral, un alma gemela, alguien que nos encuentre en la profundidad de nuestra alma, alguien que honre todo lo que hay de más valioso en nosotros. Más de lo que anhelamos yacer con alguien sexualmente, anhelamos yacer con alguien de esta manera: moralmente.
¿Qué significa esto?
Podría ser expresado así: cada uno de nosotros mima un secreto recuerdo de haber sido una vez tocado y acariciado por manos notablemente más delicadas que las nuestras. Esa caricia ha dejado una huella permanente, una señal en nosotros de un amor tan tierno, bueno y puro que su recuerdo es un prisma a través del cual vemos todo lo demás. Los viejos mitos lo expresan bien cuando nos dicen que, antes de que naciéramos, Dios besó nuestras almas y ahora vamos por la vida recordando siempre, algo intuitivamente, ese beso y midiendo todo lo demás en relación a él y su original pureza, ternura e incondicionalidad.
Este recuerdo inconsciente de haber sido tocado y acariciado una vez por Dios crea el lugar más profundo en nuestro interior, el lugar donde mantenemos todo lo que es más valioso y sagrado para nosotros. Cuando decimos que algo “suena verdadero”, lo que en realidad estamos diciendo es que honra ese lugar profundo que hay en nuestros corazones, que coincide con una profunda verdad, ternura y pureza que ya hemos experimentado.
Desde este lugar fluye todo lo más profundo y verdadero existente en nuestro interior: nuestros besos y lágrimas. Paradójicamente, este es el lugar que más protegemos de los demás, como también es el lugar al que más nos gustaría que alguien accediera, a condición de que la entrada respete la pureza, ternura y la incondicionalidad de la original caricia de Dios que formó esa tierna cavidad en el primer lugar.
Este es el lugar de la profunda intimidad y la profunda soledad, el lugar donde somos inocentes y el lugar donde somos violados, el lugar donde somos santos, templos de Dios, sagradas iglesias de reverencia, y el lugar que corrompemos cuando actuamos contra la verdad. Este es nuestro centro moral, y el dolor que sentimos ahí es denominado con toda propiedad soledad moral. Es aquí donde anhelamos un alma gemela.
Y es en este anhelo, en este dolor incurable en que somos impelidos hacia fuera, donde, al igual que la mujer bíblica del Cantar de los Cantares, buscamos dolorosamente a alguien con quien yacer moralmente.
En ocasiones, ese anhelo queda fijado en una persona concreta, y esa fijación puede ser tan obsesiva que perdamos toda libertad emocional. Igualmente, podemos deducir, como lo hace nuestra cultura, que esto, en su raíz, es un anhelo de unión sexual. Hay algo de cierto en eso, a pesar de su parcialidad. La unión sexual, en su auténtica forma, es verdaderamente la consumación en “una sola carne” decretada por el Creador tras la condena de la soledad: “no es bueno que el hombre esté solo.” Fuera de la unión sexual, al fin, uno siempre está un poco solo, solitario, separado, retirado, minoría de uno.
Pero, en definitiva, estamos solitarios a un nivel que el sexo por sí solo no puede satisfacer. Más profundamente de lo que anhelamos una pareja sexual, anhelamos una afinidad moral. Nuestro anhelo más profundo es una pareja con quien yacer moralmente, un espíritu afín, un alma gemela en el más genuino significado de la expresión.
Las grandes amistades y los grandes matrimonios tienen invariablemente esto en sus raíces, a saber, la profunda afinidad moral. Las personas que tienen estas relaciones son “amantes” en todo el profundo sentido, porque yacen uno con otro a ese profundo nivel, al margen de si hay unión sexual o no. A nivel de sentimiento, este tipo de amor se experimenta como un “regreso al hogar”.
Teresa de Lisieux indicó en una ocasión que, como humanos, somos “exiliados del corazón” y sólo podemos sobrellevar esto por la comunión moral de uno con otro, esto es, durmiendo uno con otro en caridad, gozo, paz, paciencia, bondad, longanimidad y fe. Imagen de Lukas_Rychvalsky en Pixabay. Ron Roheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -
Quizás todas las invitaciones que Jesús nos hizo puedan ser resumidas en una sola palabra: rendición. Necesitamos rendirnos al amor.
Pero ¿por qué es difícil? ¿No debería resultar lo más natural del mundo? ¿No es nuestro deseo más profundo un anhelo de encontrar el amor y rendirnos a él?
Cierto, nuestro anhelo más profundo es rendirnos al amor, pero tenemos en lo más profundo algunas innatas resistencias a entregarnos rendidos. He aquí un par de ejemplos:
En la Última Cena del Evangelio de Juan, cuando Jesús trata de lavar los pies a Pedro, encuentra una firme resistencia por parte de este: ¡Deninguna manera! ¡Nunca permitiré que me laves los pies! Lo que resulta irónico aquí es que tal vez, más que cualquier otra cosa, Pedro suspiraba precisamente por esa clase de intimidad con Jesús. Aun así, cuando se la ofrece, se resiste.
Otro ejemplo podría verse en las luchas de Henri Nouwen. Nouwen, uno de los escritores espirituales más dotados de nuestra generación, gozó de inmensa popularidad. Publicó más de 50 libros. Era un profesor muy solicitado (titular en Harvard y Yale), recibía invitaciones diarias para dar charlas y conferencias por todo el mundo y tenía muchos amigos cercanos.
Y aun así, en esa popularidad y adulación, rodeado de muchos amigos que le amaban, fue incapaz de permitir que ese amor le diera alguna verdadera sensación de ser amado o de ser digno de amor. En vez de eso, durante casi toda su vida, se movió penosamente dentro de una profunda ansiedad que le llevó a creer que no era digno de amor. Alguna vez, esto incluso lo condujo a una depresión clínica. Y así, durante casi toda su vida adulta, rodeado por tanto amor, estuvo obsesionado con la sensación de que no era amado ni digno de ser amado. Además, era una persona profundamente sensible que, más que ninguna otra cosa, quería rendirse al amor. ¿Qué fue lo que le retuvo?
Según sus propias palabras, estaba seriamente afectado por una profunda herida que no podía especificar bien y de cuya dependencia no podía sacudirse. Esto fue real durante casi toda su vida adulta. Al fin, fue capaz de liberarse de su profunda herida y rendirse al amor. Con todo, supuso una traumática experiencia de muerte para que eso se diera. Una mañana, esperando junto a la autopista en una parada de autobús, recibió un golpe impactado por el espejo retrovisor de un camión que pasaba, y le hizo volar. Trasladado urgentemente a un hospital, durante algunas horas estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte. Mientras se hallaba en esa situación, tuvo una experiencia muy profunda del amor de Dios para con él. Recuperó plenamente su conciencia y vida normal como hombre profundamente renovado. Ahora, una vez que experimentó el amor de Dios para con él, finalmente pudo también rendirse al amor humano de una manera de la que había sido incapaz antes de su experiencia de “muerte”. Todos sus libros posteriores quedan marcados por esta conversión en el amor.
¿Por qué hacemos la guerra al amor? ¿Por qué no nos rendimos más fácilmente? Las razones son únicas para cada uno de nosotros. A veces se trata de una profunda herida que nos deja sintiéndonos indignos de ser amados. Pero a veces nuestra resistencia tiene que ver menos con cualquier herida de lo que tiene que ver con la manera como estamos batallando inconscientemente contra el amor mismo que buscamos tan dolorosamente. A veces, como Jacob en la Biblia, estamos luchando de manera inconsciente contra Dios (que es Amor) y, consecuentemente, estamos haciendo de manera inconsciente la guerra al amor.
En la historia bíblica donde Jacob lucha toda la noche con un hombre, vemos que, en esta lucha, no tiene la menor idea de que está luchando con Dios y con el amor. En su mente, está luchando con un adversario a quien necesita conquistar. Finalmente, cuando la oscuridad de la noche cede a más luz, ve con qué está luchando, y resulta una sorpresa y sobresalto para él. Se da cuenta de que está haciendo la guerra al amor mismo. Al verlo, cesa de luchar y, en vez de eso, se adhiere a la fuerza misma con la que había estado luchando previamente, con el ruego: “¡No te dejaré marchar hasta que me bendigas!”.
Esta es la lección final que necesitamos aprender en el amor: Luchamos por el amor con cada talento, artimaña y fuerza que hay en nosotros. Finalmente, si somos afortunados, tenemos un despertar. Alguna luz, con frecuencia una derrota paralizante, nos hace ver el auténtico rostro de aquello a lo que hemos estado haciendo la guerra, y vemos que no es algo que deba ser conquistado, sino el amor mismo al que hemos estado anhelando rendirnos.
Para muchos de nosotros, este será el gran despertar de nuestras vidas, un despertar al hecho de que, en todas nuestras ambiciones y proyectos para mostrar al mundo qué valiosos y dignos de ser amados somos, estamos de manera inconsciente haciendo la guerra al amor mismo, al que finalmente queremos rendirnos. Y, normalmente, como con Jacob en la historia bíblica, resultará la derrota de nuestra propia fuerza y una permanente cojera, antes de que veamos que aquello contra lo que estamos luchando es en realidad aquello a lo que más queremos rendirnos.
Y esto es rendición, no resignación: algo a lo que nos entregamos, más bien que algo que nos derrota.Ron Roheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -
Releamos dos frases que resumen la lectura profética y el pasaje evangélico: <<La vińa del Seńor todopoderoso es el pueblo de Israel, y los hombres de Judá, su plantel escogido. Esperaba de ellos derecho y no hay mas que asesinatos, esperaba justicia y solo hay lamentosť (Is 1,7). <<Jesús les dijo: żNo habéis leído nunca en las Escrituras: La piedra que rechazaron los constructores se ha convertido en piedra angular; esto es obra del Seńor y es realmente admirable? Por eso os digo que se os quitará el Reino de Dios y se entregará a un pueblo que dé a su tiempo los frutos que al Reino correspondenť (Mt 21, 42-43).
Dios se ha manifestado y ha hablado con los patriarcas, les ha propuesto establecer una alianza con ellos y, para proveer al pueblo, le ha elegido un terreno, la tierra prometida, y una descendencia futura, numerosa, <<como las estrellas del cielo y la arena del marť.
Abrahán, Isaac y Jacob, a pesar de sus <<crisisť, pero confiando en Dios y guardando la alianza, han encaminado los pasos de su vida hacia la constitución del <<pueblo de Israelť. con el Éxodo, guiado por Moisés, y la instalación en la tierra prometida, realizada por Josué, aparece visiblemente el <<pueblo de Israelť. Superado el periodo de los jueces, surge David y, con él, el reino unido de Judá e Israel, tipo del <<Reino mesiánicoť. Rápidamente sobreviene la división y con ella, la débil fidelidad a la alianza del pueblo elegido. El <<pueblo de Israel ť y el <<Reino de Diosť siempre han mantenido una relación difícil y conflictiva. Los profetas en vano han vociferado apasionadamente la fidelidad de Dios y la infidelidad del pueblo. Después de la caída del Reino del Norte y posteriormente, la del Reino del Sur la situación ha sido de un sufrimiento difícil de aliviar.
La responsabilidad colectiva de los labradores y, según la conclusión de la parábola, de Israel, emerge con fuerza. Dios, el <<amigoť y el <<dueńoť, ha dicho y ha hecho cuanto podía para que fructificase la vińa y los labradores asumieran la responsabilidad. Los resultados son amargos e Israel es responsable. Sin embargo, Dios no se da por vencido: como en otras ocasiones, no se rinde ante el pasado.
Jesús denuncia el pecado del pueblo elegido con la parábola de los labradores homicidas. El auténtico final, expresión de la misericordia del Padre celeste, es la urgencia y apremio de la invitación de Oseas: <<Vuelve, Israel, al Seńor; tu Dios, pues tu iniquidad te ha hecho caer. Buscad las palabras apropiadas y volved al Seńor decidle: “Perdona todos nuestros pecados; como ofrenda te presentamos las palabras de nuestros labios"ť (Os 14,2-3).