Tenemos muchas fotografías de Teresa de Lisieux. A su hermana Celine le gustaba usar una cámara y tomó muchas fotos de Teresa, pero hay algo interesante que notar en esas fotos. La carmelita británica Ruth Burrows hizo en una ocasión un estudio de esas fotos y comentó que, en todas ellas, Teresa siempre está de alguna manera sola, para ella misma, aun cuando esté en una foto de grupo.
He aquí la anomalía. Teresa era una persona cercana, amistosa, con buenas capacidades sociales, que era amada por muchos. Y aun así, en casi todas las fotografías de ella, incluso cuando figura junto con miembros de la familia a los que amaba profundamente, hay siempre una cierta soledad, un aislamiento que es evidente. Con todo, la soledad que exhibe ahí no es el aislamiento de alguien en desavenencia con la familia y la comunidad, sino una cierta distancia de alma, algo que podría ser llamado soledad moral. ¿Qué es esto? ¿Pueden nuestras almas estar solas aun cuando nosotros estamos bañados en amistad, amor y familia?
Sí, es verdad para todos nosotros, fue verdad para Teresa de Lisieux y fue verdad para Jesús.
Mirando las narraciones del Evangelio que describen la pasión y muerte de Jesús, vemos que lo que enfatizan no es el sufrimiento físico de Jesús. Aunque esos sufrimientos deben haber sido horríficos, los evangelios nunca se centran en ellos. Lo que destacan es el sufrimiento emotivo de Jesús, su aislamiento, su soledad de alma, mientras sobrellevaba su sufrimiento y muerte. Señalan cómo en su hora de mayor indigencia, mientras se encontraba solo, abandonado, traicionado, incomprendido, humillado y en efecto unanimidad-menos-uno, estaba sufriendo más en el alma que en el cuerpo.
El Evangelio de Lucas nos dice que su agonía tuvo lugar en un jardín. Esto también es revelador. Jesús tuvo agonías en otros lugares: en el templo, en el desierto y en su ciudad natal, pero la más dura tuvo lugar en un jardín. ¿Por qué un jardín? Como sabemos, en la literatura arquetípica los jardines no son para cultivar vegetales, sino para el deleite. El jardín arquetípico es el lugar mítico del deleite, donde los amantes se encuentran, donde los amigos beben vino estando juntos, y donde Adán y Eva estaban desnudos, inocentes, y no lo sabían. El Jesús que suda sangre en el jardín de Getsemaní no es Jesús el Maestro, Jesús el Mago, Jesús el Sanador ni Jesús el Hacedor de milagros. En el jardín, es Jesús el Amante, aquel que se deleita en el amor y que sufre en el amor; y es a este jardín de sufrimiento, de intimidad y de deleite al que nos llama.
Los evangelios enfatizan que lo que sufrió Jesús más profundamente en su crucifixión no fue el dolor de ser azotado ni el de tener clavos que taladraban sus manos, sino una profunda soledad de alma que hace pequeño aun el dolor físico más intenso. Jesús no era un atleta físico, sino moral, batallando en la arena con el alma.
¿Qué es la soledad moral?
Encontré esta expresión por primera vez en los escritos de Robert Coles, que lo usó para describir a Simone Weil. Lo que sugiere es que en el interior de cada uno de nosotros hay un espacio profundo, un centro virginal, donde se mantiene y se guarda todo lo que es tierno, sagrado, estimado y precioso. Es ahí donde somos lo más genuinamente nosotros mismos, lo más genuinamente sinceros, lo más genuinamente inocentes. Es donde recordamos inconscientemente que una vez, mucho antes de la conciencia, fuimos acariciados por manos mucho más delicadas que las nuestras. Es donde aún sentimos el primordial beso de Dios.
En este lugar, más que en ningún otro, tenemos miedo a la rudeza, la irreverencia, ser avergonzados, ridiculizados, violados, engañados. En este lugar somos profundamente vulnerables y, por tanto, también escrupulosamente cuidadosos en cuanto a los que admitimos en este espacio, aun cuando nuestro anhelo más profundo es precisamente que alguien comparta ese lugar con nosotros. Más de lo que suspiramos por alguien con quien acostarnos sexualmente, suspiramos por alguien con quien acostarnos ahí, moralmente, un alma gemela. Nuestro anhelo más profundo es la consumación moral.
Pero esto no es fácil de encontrar. La perfecta pareja moral es rara, aun en un buen matrimonio o amistad. Y así, afrontamos constantemente una doble tentación: Resolver la tensión aceptando ciertas compensaciones, tónicos, que nos ayuden a superar la noche o, quizá peor, porque es demasiado vivir con el dolor, rindiéndonos a la amargura, ira y cinismo, ennegreciendo así el gran sueño. De cualquier modo, nos depreciamos y nos arreglamos con lo segundo mejor.
¿Qué hay que aprender de la lucha de Jesús con la soledad moral? Esto: él rehuyó tanto el camino de tónicos compensatorios como el de cinismo que endurece el alma. Contuvo el curso y llevó la tensión a término.
Nuestra propia soledad moral puede ser tiránica. Pero eso no es una licencia ni invitación para empezar a aligerarnos de compromisos, responsabilidades, morales y cualquier otra cosa que empleemos para tratar de encontrar esa evasiva alma gemela por la que suspiramos tan profundamente. Lo que Jesús (y personas como Teresa de Lisieux y Simone Weil) pone de modelo es cómo impulsar esa tensión idealmente, cómo llevar nuestra soledad a un alto nivel y cómo poner resistencia -no importa el dolor- a llamar a lo segundo mejor por