Domingo 17º del Tiempo Ordinario
Cinco criterios para saber si estás o no en el camino de la santidad. Artículo.
1. Perseverancia, paciencia y mansedumbre
El primer signo es cuando Dios se convierte en la fuente de tu fortaleza interior, cuando estás firmemente anclado en Él. Esta actitud ayuda al cristiano a afrontar cualquier situación en la vida, por grave y desesperanzada que sea. Cuando “sabes” y “sientes” que Dios está contigo, entonces “¡Todo está bien!”
Esa es la fuente de la fortaleza de los santos, que se enfrentan a toda hostilidad y violencia con amor y paz. Es también el signo de una persona con la que se puede contar, porque quienes tienen su fe en Dios son también fieles a los demás. Una persona así no responde al mal con venganza sino con amor. Una persona así protege el buen nombre de los demás. No juzga a los demás por sus faltas, sino por sus fortalezas. Siempre está dispuesto a aprender de los demás. ¡Si estás dispuesto a sufrir humillaciones por el bien de los demás, entonces te pareces a Cristo!
2. Alegría y sentido del humor
Un cristiano santo siempre está lleno de alegría y con sentido del humor, porque alguien que tiene a Dios consigo nunca puede estar triste o abatido. Cuando entra en una habitación trae sonrisas y buen rollo. Esta persona puede estar afrontando el momento más duro de su vida, y sin embargo nada puede destruir la alegría y confianza que están en él, porque sabe que, a fin de cuentas, ¡Dios me ama! Esa alegría trae una profunda seguridad, una serena esperanza y una satisfacción espiritual que el mundo no puede entender ni valorar.
3. Audacia y pasión
Déjenme enseñarles este punto mostrando cómo un cristiano no debe ser. El mayor obstáculo a la evangelización es una mentalidad de miedo y falta de entusiasmo entre los cristianos al hablar de su fe. Podemos paralizarnos por un exceso de prudencia, siempre queriendo jugar sobre seguro, sin querer jamás alejarnos demasiado de la playa. Nos negamos a mirar a la realidad a los ojos y, por el contrario, nos tienta huir hacia un “espacio seguro”. Esto puede tener muchos nombres: individualismo, espiritualismo, adicción, vivir en “mi” mundo, rechazo a nuevas ideas y perspectivas, pesimismo, dogmatismo, etc. Somos como Jonás; no queremos ir donde el Señor quiere que vayamos. Pero Dios nunca tiene miedo. ¡Es un valiente! Siempre es más grande que nuestros planes y esquemas. Quiere que seamos audaces y que tengamos el coraje de hacer cosas que nadie más quiere hacer, de decir las cosas que nadie más quiere decir. No digas “deja las cosas como están”.
4. En comunidad
La santidad no se vive en solitario, se vive en común con otros. Esto es mucho más difícil, como experimentamos en las familias, los lugares de trabajo, en la parroquia e incluso en las comunidades religiosas.
Aislarme de los demás es lo contrario de la santidad. En el matrimonio, cada uno de los esposos se convierte en la fuente de santificación del otro. Una persona santa es alguien que puede vivir los mandamientos cuando está con otros. La santidad tiene también que ver con prestar atención a las pequeñas cosas. Una comunidad santa es una cuyos miembros prestan atención a las pequeñas necesidades de todos. Un gran amor en las cosas pequeñas. Dios está en los detalles.
5. En constante oración
¿Recuerdas cuántas horas puedes pasarte hablando o escribiéndote con esa persona tan especial en tu vida? ¿Cómo esa persona está siempre en tu mente? Pues bien, si esa otra persona es Dios, eso es oración. Si dices que amas a Dios, pero no sientes que estás hablando con Él, ¿es un amor de verdad? No puede alcanzarse la santidad sin tener hilo directo con Dios. No es imprescindible que las oraciones sean siempre en el sentido tradicional, usando las fórmulas establecidas o largas devociones. Lo importante es cuánto tiempo estás a solas con Dios, hablándole. ¡Reza sin cesar! También es oración ponerte tranquilamente ante el fuego del Señor y dejar que caliente tu corazón. ¡Estate tan cerca de Él que puedas coger su fuego sin quemarte!
La oración también es silencio; es leer la Palabra de Dios y “recordar” que todo lo ha hecho por mí y por los demás. Piensa en tu propia historia cuando reces y encontrarás la misericordia. La oración también es petición e intercesión. Se convierte en una señal de nuestra dependencia de Dios y también en una expresión de nuestro amor a los demás. Cuando rezamos por los demás (incluso por quienes no nos gustan), acogemos sus vidas, sus problemas más profundos, su bienestar, y sus sueños más elevados. En la oración encontrarás la fuerza para perdonar.
Finalmente, esta oración debe conducirnos a la Eucaristía, a recibir a Jesús en la Santa Comunión. Es ahí donde lo humano y lo divino se reúnen. Fuente: lafamilia.info
También Monseñor Munilla comenta el artículo en este vídeo:
El sacerdote Joshan Rodrigues estudió Comunicación Institucional y de la Iglesia en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en Roma. Actualmente ejerce su ministerio en el departamento de Comunicación de la archidiócesis de Bombay (India), a la que pertenece. Fuente: religionenlibertad.com
Oímos la voz de Dios cuando, con mente tranquila reposamos de toda actividad del mundo y, en el silencio de la mente, pensamos en los preceptos divinos.
Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres...
El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo.
Domingo 16º del Tiempo Ordinario
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Rezar por los débiles y los fuertes. Artículo.
Siempre me ha parecido especialmente significativa esta reflexión de Pierre Teilhard de Chardin. Comentando por qué se ofrecen tanto el pan como el vino en cada Eucaristía, dice lo siguiente: "En cierto sentido, la verdadera sustancia que se consagra cada día es el desarrollo del mundo durante ese día: el pan simboliza adecuadamente lo que la creación consigue producir, el vino (la sangre) lo que la creación hace que se pierda en el agotamiento y el sufrimiento en el curso de ese esfuerzo".
Hay aquí una lección importante sobre cómo se nos invita a entrar en la Eucaristía y a rezarla. Cuando Jesús dijo: mi carne es alimento para la vida del mundo, quiso decir precisamente eso. Quería decir que nuestra oración, en particular la Eucaristía, tiene que abarcar nada menos que el mundo, el mundo entero y todo lo que hay en él. Y eso es mucho pedir porque, como sabemos, nuestro mundo es un lugar patológicamente complejo, mixto, bipolar, diferenciado; un lugar lleno de buenos y malos, jóvenes y viejos, sanos y enfermos, ricos y pobres, poderosos e impotentes, triunfos y derrotas, vida y muerte. Hacer de la carne de Cristo un alimento para la vida del mundo significa poner muchas cosas en manos de la bendición de Dios, y eso no siempre nos resulta natural.
Tal como la instituyó Jesús, la Eucaristía tiene que ser una oración que abarque el mundo entero y todo y a todos los que lo componen. Tiene que ser una oración por los pobres, los ancianos, los enfermos, los que sufren, los impotentes y por todos los que son víctimas (incluida la madre tierra), al igual que tiene que ser una oración por los ricos, los jóvenes, los sanos y los poderosos. En la Eucaristía, tenemos que rezar por los que están en nuestros hospitales y por los que rebosan salud. Tenemos que rezar por la mujer o el hombre que se está muriendo, al igual que rezamos por el joven atleta que se prepara para competir en los Juegos Olímpicos. Y tenemos que rezar por los refugiados que se encuentran en nuestras fronteras, así como por quienes elaboran las leyes relativas a nuestras fronteras. Como dice Teilhard de Chardin, debemos sostener en la oración lo que la creación consigue producir y lo que la creación hace que se pierda en el agotamiento y el sufrimiento en el curso de ese esfuerzo.
Como sacerdote católico romano, tengo el privilegio de presidir la Eucaristía y, siempre que lo hago, intento ser consciente de las realidades separadas que simbolizan el pan y el vino. Cuando levanto el pan, trato de ser consciente del hecho de que estoy sosteniendo para la bendición de Dios todo lo que está sano, creciendo en la vida, y se está celebrando en nuestro mundo de hoy. Cuando levanto el vino, intento ser consciente de que estoy pidiendo la bendición de Dios para todo lo que está siendo aplastado, está sufriendo y está muriendo hoy, mientras la vida en esta tierra avanza.
Nuestro mundo es un lugar grande y en cada momento, en algún lugar del planeta, nace una nueva vida, una vida joven echa raíces, algunas personas celebran la vida, otras encuentran el amor, otras hacen el amor y otras celebran el éxito y el triunfo. Y, mientras todo esto sucede, otros pierden la salud, otros mueren, otros son violados y violentados, y otros son aplastados por el hambre, la derrota, la desesperanza y el espíritu quebrantado. En la Eucaristía, el pan habla por los primeros, el vino por los segundos.
Hace unos días, presidí la Eucaristía en el funeral de un hombre que había fallecido a los noventa años. Celebramos su fe, lloramos con su familia, resaltamos el don que fue su vida, intentamos beber del espíritu que dejó, le dijimos adiós con un ritual lleno de fe y le enterramos en la tierra. El vino que consagramos ese día en la Eucaristía simbolizaba todo esto, su muerte, nuestra pérdida y las muertes y pérdidas de personas de todo el mundo: la presencia de Dios con nosotros en nuestro sufrimiento. Poco después, me encontraba en una casa llena de la vitalidad y la energía juvenil de tres niños pequeños de cinco, dos y ocho meses. Pocas otras cosas en este planeta refrescan tanto el alma como la vida joven. No hay ningún medicamento antidepresivo en este planeta que pueda hacer por nosotros lo que hace la energía de un niño pequeño. Cuando volví a sostener el pan en la Eucaristía, fui más consciente de lo que ese pan simbolizaba: energía, salud, belleza, vida joven, vitalidad, la alegría y el resplandor de Dios en este planeta. Ron Rolheiser -
No hay ciudad permanente. Artículo.
Quizá mi caso no sea típico, pues muchas cosas en mi vida no han durado. Mis abuelos eran inmigrantes, rusos-alemanes, que se trasladaron a las praderas canadienses y fueron de los primeros agricultores que labraron la tierra allí a principios del siglo XX. Eran jóvenes, como lo era entonces la vida en las praderas, y su generación fundó nuevas granjas, escuelas, pueblos y ciudades en las grandes llanuras de Canadá y Estados Unidos. Yo nací en la segunda generación de todo aquello, pero justo cuando la urbanización y otros cambios ya empezaban a provocar la desaparición de gran parte de lo que ellos habían construido.
Esta es mi propia experiencia de que no tenemos una ciudad permanente: La escuela primaria a la que iba cerró cuando acabé sexto año. Nos trasladaron a una escuela centralizada más grande y derribaron el edificio de nuestra antigua escuela. Hoy no queda nada que indique que allí hubo una escuela. La nueva escuela a la que asistí cerró varios años después de graduarme. El edificio en fue arrasado y hoy el antiguo campus forma parte de un campo de labranza, con sólo una pequeña placa que indica que allí hubo una vez una vida vibrante, con cientos de voces jóvenes que llenaban el aire de energía. Aquel colegio estaba a un par de kilómetros de una pequeña ciudad y esa misma ciudad ha desaparecido ahora por completo, sin que quede ni un solo edificio.
Pasé del instituto a un noviciado oblato situado en el corazón del valle de Qu'Appelle, un hermoso edificio señorial junto a un lago. Varios años después de graduarme allí, el edificio se vendió y poco después quedó destruido en un incendio. Ahora sólo queda una pradera vacía. De allí me trasladé a otro seminario, un magnífico edificio antiguo (antigua Casa de Gobierno de los Territorios del Noroeste) y pasé allí seis maravillosos años. De nuevo, varios años después de graduarme, el edificio quedó abandonado y también acabó destruido por un incendio.
De allí me trasladé al Newman Theological College de Edmonton, donde pasé los quince años siguientes. El Newman College tenía un hermoso campus en las afueras de la ciudad, pero varios años después de que yo lo abandonara, la ciudad lo expropió para construir una carretera de circunvalación y todos sus edificios fueron arrasados. De allí me trasladé a un edificio maravillosamente hogareño, la residencia provincial oblata de Saskatoon. Varios años después, cuando ya me había mudado, el edificio también fue arrasado y ya no queda nada de lo que fue. Y, mientras todo esto sucedía, la pequeña ciudad a la que nuestra familia estaba conectada (por el correo, por los comestibles, por los servicios, por la identidad) se convirtió en una ciudad fantasma sin habitantes, con todos sus edificios cerrados.
Finalmente, me trasladé a la Escuela Oblata de Teología de Texas para vivir en una acogedora casita destinada al presidente de la escuela. Sin embargo, al cabo de unos años, el terreno en el que se encontraba era necesario para construir un nuevo seminario y la casa también fue arrasada. Por último, lo más doloroso de todo, hace dos años, nuestra casa familiar, nuestro hogar durante más de 70 años, fue vendida y los nuevos propietarios (lo suficientemente sensibles como para pedir permiso a nuestra familia para hacerlo) quemaron la vieja casa hasta los cimientos.
Son muchas las raíces que desaparecen: mi escuela primaria, mi escuela secundaria, la ciudad a la que nuestra familia estaba vinculada, los dos seminarios en los que me gradué, la universidad en la que enseñé por primera vez, las dos casas oblatas en las que pasé años maravillosos, y la casa familiar, todo desaparecido, arrasado, sin nada a lo que volver.
¿Qué te hace sentir eso? Bueno, nostalgia, sí. Cómo me gustaría volver a entrar en cualquiera de esos edificios, sentir lo que una vez significaron para mí y deleitarme con sus recuerdos. Nada de eso puede ocurrir. Cada uno de ellos es una mini muerte, que deja sin raíces una parte de mi alma. Por otro lado, y de forma más positiva, todo ese desprendimiento no deseado me está ayudando a prepararme para un desprendimiento definitivo, cuando me enfrente a mi propia muerte, y no sólo a un sentimiento nostalgico.
Además, esto me ha enseñado otra cosa importante. Los edificios y las casas pueden desaparecer, pero el hogar no depende de ellos. René Fumoleau, poeta de la tribu Dene, cuenta que una vez visitó a una familia al día siguiente de que su casa hubiera sido destruida por el fuego y mantuvo esta conversación con una niña:
Al día siguiente visité a la familia quemada.
¿Qué podía decir después de semejante tragedia?
Lo intenté con la hija de diez años:
'Juana, debes sentirte fatal sin casa'.
La niña sabía que no era así:
Oh, todavía tenemos nuestro hogar,
pero no tenemos casa que ponerle'". (Hogar - Aquí me siento)
Sí, aún podemos tener un hogar, incluso sin nuestra antigua casa sobre él. Ron Rolheiser -
Salió el sembrador a sembrar
Domingo 15º del Tiempo Ordinario
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Mi yugo es llevadero y mi carga ligera
Domingo 14º del Tiempo Ordinario
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La terapia de una vida pública. Artículo.

Hace más de cincuenta años, Philip Rieff escribió un libro titulado The Triumph of the Therapeutic (“El triunfo de lo terapéutico”). En él debatió que la amplia confianza en la terapia privada ascendió entonces en gran medida en el mundo secularizado porque la comunidad se había descompuesto.
En las sociedades donde hay familias fuertes y comunidades fuertes -asegura él- existe menos necesidad de terapia privada. La gente puede resolver más fácilmente sus problemas por medio y dentro de la comunidad.
Si Rieff tiene razón -y yo insinúo que la tiene- entonces se sigue que la solución para muchas de nuestras cosas que hoy nos dirigen al diván terapéutico se basa tanto, y quizás más, en una participación más plena y más sana en la vida pública, incluso la vida eclesial, que en la terapia privada. Necesitamos, como sugiere Parker Palmer, la terapia de una vida pública.
¿Qué se quiere decir con esto? ¿Cómo puede la vida pública ayudarnos a sanar?
En pie de foto: La vida pública (vida en comunidad, más allá de nuestras intimidades privadas) se hace terapéutica al sumergir nuestra fragilidad en una red social que puede ayudar a llevar nuestra sanidad, darnos un cierto ritmo en el que caminar y unirnos más allá de la pobreza de nuestra debilidad privada.
Participar saludablemente en la vida de otras personas une nuestras vidas a algo más grande que nosotros mismos, y esta es su propia terapia porque casi toda vida pública tiene un cierto ritmo y regularidad que ayuda a calmar el caótico giro de nuestras vidas privadas, que están frecuentemente agobiadas con desorientación, depresión, fragilidad psicológica, paranoia y variedad de obsesiones.
La participación en la vida pública nos da claramente cosas definidas que hacer: regulares sitios de descanso, regulares eventos de estructura, una estabilidad, un ritmo. Estas son ventajas que no proporciona el diván terapéutico. La vida pública nos vincula a recursos que pueden darnos poder más allá de nuestras propias debilidades. Lo que soñamos solos permanece sueño. Lo que soñamos con otros puede llegar a ser realidad.
Pero todo esto es más bien abstracto. Permitidme tratar de ilustrarlo con un ejemplo. Mientras realizaba estudios de doctorado en Bélgica, tuve el privilegio de asistir a las clases de Antoine Vergote, un renombrado doctor en psicología y el alma. Un día le pregunté cómo manejaría uno las obsesiones emocionales, en uno mismo e intentando ayudar a otros. Su respuesta me sorprendió. Dijo algo a este respecto:
“La tentación que tú podrías tener como sacerdote es seguir simplistamente la ordenanza religiosa: ‘¡Lleva tus problemas a la capilla! No ceses de orar. Dios te ayudará’. No es que sea equivocado. Dios y la oración pueden y proporcionan ayuda. Pero la mayoría de los problemas obsesivos paralizantes son en definitiva problemas de sobreconcentración… y la sobreconcentración se rompe principalmente al salir fuera de ti mismo, fuera de tu propia mente y corazón, de la vida que llevas y la estancia en que habitas. Logra que la persona paralizada emocionalmente se envuelva en cosas públicas: encuentros sociales, entretenimiento, política, trabajo, iglesia. ¡Saca a la persona fuera de su mundo cerrado e inclúyela en la vida pública!”
Siguió, desde luego, habilitando esto para que se distinguiera considerablemente de cualquier boba tentación de encerrar simplemente a uno mismo en distracciones y trabajo. Su recomendación aquí no es que uno deba escapar de hacer el doloroso trabajo interior, sino más bien que hacer el trabajo interior de uno esté a veces muy dependiente de las relaciones externas. En ocasiones sólo una comunidad puede estabilizar tu sanación.
Como corolario a esto, ofrezco un ejemplo: He estado enseñando teología en algunos colegios durante más de 40 años. Muchos son los estudiantes emocionalmente inestables, cargados con toda clase de dolor interno e inestabilidad, que se dejan ver en estos colegios, rondan por sus aulas, cafetería capilla y áreas sociales, y lentamente consiguen ser más estables y más fuertes emocionalmente. Y esa fuerza y estabilidad proceden no tanto de los cursos de teología, sino del ritmo y salud de la vida comunitaria. Dichos estudiantes logran mejorar no tanto por lo que aprenden en las aulas cuanto por lo que hacen al participar en la vida exterior. La terapia de una vida pública ayuda a sanarles.
Más aún, para nosotros como cristianos, la terapia de la vida pública significa también la terapia de una vida eclesial. Nos hacemos emocionalmente más sanos, más estables, menos obsesivos, menos esclavos de nuestra propia desazón y más capaces de llegar a ser quienes y lo que deseamos ser al participar sanamente en la vida pública de la iglesia.
Los monjes, con su ritmo monástico, han comprendido esto largamente y tienen secretos dignos de ser conocidos: el programa, el ritmo, la participación pública, la demanda de dejarse ver y la disciplina de la campana monástica han mantenido a muchos hombres y mujeres sanos; y relativamente felices, además.
Lo marcado por las Reglas de su orden monástica (la Eucaristía, la oración comunitaria con los demás, los encuentros con otros para compartir la fe, y los deberes y responsabilidades en el ministerio no sólo nutren profundamente nuestra vida espiritual; también nos ayudan a mantenernos sanos y estables.
Robert Lax, que influyó en gran manera en Thomas Merton, sugiere que nuestra tarea en la vida no es tanto encontrar un sendero en el bosque cuanto encontrar un ritmo al que caminar. La vida pública puede ayudarnos a encontrar ese ritmo. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -
El que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí.
Domingo 13º del Tiempo Ordinario
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