Hace más de cincuenta años, Philip Rieff escribió un libro titulado The Triumph of the Therapeutic (“El triunfo de lo terapéutico”). En él debatió que la amplia confianza en la terapia privada ascendió entonces en gran medida en el mundo secularizado porque la comunidad se había descompuesto.
En las sociedades donde hay familias fuertes y comunidades fuertes -asegura él- existe menos necesidad de terapia privada. La gente puede resolver más fácilmente sus problemas por medio y dentro de la comunidad.
Si Rieff tiene razón -y yo insinúo que la tiene- entonces se sigue que la solución para muchas de nuestras cosas que hoy nos dirigen al diván terapéutico se basa tanto, y quizás más, en una participación más plena y más sana en la vida pública, incluso la vida eclesial, que en la terapia privada. Necesitamos, como sugiere Parker Palmer, la terapia de una vida pública.
¿Qué se quiere decir con esto? ¿Cómo puede la vida pública ayudarnos a sanar?
En pie de foto: La vida pública (vida en comunidad, más allá de nuestras intimidades privadas) se hace terapéutica al sumergir nuestra fragilidad en una red social que puede ayudar a llevar nuestra sanidad, darnos un cierto ritmo en el que caminar y unirnos más allá de la pobreza de nuestra debilidad privada.
Participar saludablemente en la vida de otras personas une nuestras vidas a algo más grande que nosotros mismos, y esta es su propia terapia porque casi toda vida pública tiene un cierto ritmo y regularidad que ayuda a calmar el caótico giro de nuestras vidas privadas, que están frecuentemente agobiadas con desorientación, depresión, fragilidad psicológica, paranoia y variedad de obsesiones.
La participación en la vida pública nos da claramente cosas definidas que hacer: regulares sitios de descanso, regulares eventos de estructura, una estabilidad, un ritmo. Estas son ventajas que no proporciona el diván terapéutico. La vida pública nos vincula a recursos que pueden darnos poder más allá de nuestras propias debilidades. Lo que soñamos solos permanece sueño. Lo que soñamos con otros puede llegar a ser realidad.
Pero todo esto es más bien abstracto. Permitidme tratar de ilustrarlo con un ejemplo. Mientras realizaba estudios de doctorado en Bélgica, tuve el privilegio de asistir a las clases de Antoine Vergote, un renombrado doctor en psicología y el alma. Un día le pregunté cómo manejaría uno las obsesiones emocionales, en uno mismo e intentando ayudar a otros. Su respuesta me sorprendió. Dijo algo a este respecto:
“La tentación que tú podrías tener como sacerdote es seguir simplistamente la ordenanza religiosa: ‘¡Lleva tus problemas a la capilla! No ceses de orar. Dios te ayudará’. No es que sea equivocado. Dios y la oración pueden y proporcionan ayuda. Pero la mayoría de los problemas obsesivos paralizantes son en definitiva problemas de sobreconcentración… y la sobreconcentración se rompe principalmente al salir fuera de ti mismo, fuera de tu propia mente y corazón, de la vida que llevas y la estancia en que habitas. Logra que la persona paralizada emocionalmente se envuelva en cosas públicas: encuentros sociales, entretenimiento, política, trabajo, iglesia. ¡Saca a la persona fuera de su mundo cerrado e inclúyela en la vida pública!”
Siguió, desde luego, habilitando esto para que se distinguiera considerablemente de cualquier boba tentación de encerrar simplemente a uno mismo en distracciones y trabajo. Su recomendación aquí no es que uno deba escapar de hacer el doloroso trabajo interior, sino más bien que hacer el trabajo interior de uno esté a veces muy dependiente de las relaciones externas. En ocasiones sólo una comunidad puede estabilizar tu sanación.
Como corolario a esto, ofrezco un ejemplo: He estado enseñando teología en algunos colegios durante más de 40 años. Muchos son los estudiantes emocionalmente inestables, cargados con toda clase de dolor interno e inestabilidad, que se dejan ver en estos colegios, rondan por sus aulas, cafetería capilla y áreas sociales, y lentamente consiguen ser más estables y más fuertes emocionalmente. Y esa fuerza y estabilidad proceden no tanto de los cursos de teología, sino del ritmo y salud de la vida comunitaria. Dichos estudiantes logran mejorar no tanto por lo que aprenden en las aulas cuanto por lo que hacen al participar en la vida exterior. La terapia de una vida pública ayuda a sanarles.
Más aún, para nosotros como cristianos, la terapia de la vida pública significa también la terapia de una vida eclesial. Nos hacemos emocionalmente más sanos, más estables, menos obsesivos, menos esclavos de nuestra propia desazón y más capaces de llegar a ser quienes y lo que deseamos ser al participar sanamente en la vida pública de la iglesia.
Los monjes, con su ritmo monástico, han comprendido esto largamente y tienen secretos dignos de ser conocidos: el programa, el ritmo, la participación pública, la demanda de dejarse ver y la disciplina de la campana monástica han mantenido a muchos hombres y mujeres sanos; y relativamente felices, además.
Lo marcado por las Reglas de su orden monástica (la Eucaristía, la oración comunitaria con los demás, los encuentros con otros para compartir la fe, y los deberes y responsabilidades en el ministerio no sólo nutren profundamente nuestra vida espiritual; también nos ayudan a mantenernos sanos y estables.
Robert Lax, que influyó en gran manera en Thomas Merton, sugiere que nuestra tarea en la vida no es tanto encontrar un sendero en el bosque cuanto encontrar un ritmo al que caminar. La vida pública puede ayudarnos a encontrar ese ritmo. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -