Señor, dame un corazón puro



Domingo XXII tiempo ordinario



  La Palabra que hemos escuchado hoy nos invita a mirar en nuestro corazón con sinceridad. Qué es lo que lo ocupa? Por qué se afana? Son preguntas que liquidamos con excesiva facilidad porque "tenemos muchas cosas que hacer".

        La Palabra de Dios pide ser escuchada con el corazón, pide un espacio, pide un poco de tiempo. Nuestro obrar, en verdad, no es especialmente cuestión de brazos o de mente, sino de corazón. Es el corazón el que anima lo que decimos, hacemos, decidimos. El corazón es la sede de la conversión, de la decisión fundamental de acoger la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Y la Palabra de Dios, cuando habita en el corazón, lo cura, lo libera de los sentimientos egoístas, de la rivalidad, del desinterés por el otro: sentimientos que nos impiden experimentar la realidad más grande y determinante: el Señor está cerca. La Palabra de Dios, si le dejamos sitio en nuestro corazón, nos enseña a invocar al Señor y a ver al prójimo. Nos hace conscientes de que estamos bautizados y nos da la fuerza necesaria para vivir de manera coherente.

        Nos hace comprender cómo hemos de obedecer a la ley de Dios, la ley definitiva del amor, ese amor con el que Jesús fue el primero en amarnos.

 



San Agustín de Hipona. 28 de agosto.

 
¡Tarde te amé,
hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
   Tú estabas dentro de mí, y yo fuera,
y por fuera te buscaba, y deforme como era
me lanzaba sobre las cosas hermosas por Ti creadas.
   Tú estabas conmigo,
y yo no estaba contigo.
Me retenían lejos de Ti todas las cosas,
aunque, si no estuviesen en Ti, nada serían.

Frases de San Agustín:

"Una lágrima se evapora, una flor sobre mi tumba se marchita, mas una oración por mi alma la recoge Dios. No lloréis, amados míos, Voy a unirme con Dios y os espero en el cielo. Yo muero, pero mi amor no muere, yo os amaré en el cielo como los he amado en la tierra. A todos los que me habéis querido os pido que roguéis por mí, que es la mayor prueba de cariño.

Cuando descubres tus faltas, Dios las cubre. Cuando las escondes, Dios las descubre. Cuando las reconoces, Dios las olvida.

Agustín nació en Tagaste el 13 de noviembre del año 354. Fue educado siguiendo los hábitos cristianos de su madre, Mónica, y, como se reveló enseguida como un joven de prometedoras cualidades, fue encaminado a la carrera de retórica. Ya desde los tiempos de estudio en Cartago estuvo marcado por una incomodidad interior que le llevaría lejos. La primera respuesta a esta sed de totalidad fue una vida mundana tejida por varios vínculos, más o menos límpidos. Ahora bien, la inquietud es también sed y búsqueda de la verdad: se apasiona con la lectura del Ortensio de Cicerón, lee la Sagrada Escritura, pero no se entusiasma con ella y acaba por adherirse al racionalismo y al materialismo de la secta de los maniqueos. Tras haber enseñado en Tagaste y en Cartago, se traslada primero a Roma (383) y después a Milán (384). Aquí su viaje espiritual da un viraje decisivo: conoce y escucha al obispo Ambrosio, revisa sus posiciones sobre la Iglesia católica, vuelve a leer la Sagrada Escritura y, en medio de la lucha entre sus antiguos hábitos de vida y los nuevos impulsos interiores, al final se abre a la luz y a la riqueza de Cristo.

Fue bautizado el año 387 por Ambrosio. Decidido a volver a África, se establece en Tagaste y funda allí su primera comunidad monástica, siguiendo el modelo de la comunidad cristiana de Jerusalén. En el año 391 fue ordenado sacerdote por el obispo Valerio, a quien en el 395 le sucede en la guía de la diócesis de Hipona. Desde entonces se dedicó por completo a la vida de la Iglesia -ministerio de la Palabra, defensa de la fe-, aunque prosigue con la experiencia de vida común con un grupo de hermanos monjes, a los que traslada al episcopio. Escribió más de doscientos libros y casi un millar de documentos, entre sermones y cartas. Murió el 28 de agosto del año 430. Hasta tal punto fue hijo de la Iglesia que se convirtió en padre... y doctor.- Oración: Renueva, Señor, en tu Iglesia el espíritu que infundiste en tu obispo san Agustín, para que, penetrados de ese mismo espíritu, tengamos sed de ti, fuente de la sabiduría, y te busquemos como el único amor verdadero. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

San Agustín, la Película

MEDITATIOLas palabras de Agustín son palabras de un amor apasionado. Una inquietud del corazón, una nostalgia y un deseo que se traducen en una búsqueda incansable, posible y fecunda sólo en el interior de una oración interminable, que es su misma existencia.

De la nostalgia del corazón asoman los rasgos de la belleza interior: un deseo de verdad y de amor que Agustín comprende como "suspiro de identidad"; es la divina semejanza. Y Agustín abre a Dios todo su ser: el pasado, el presente, el futuro, consciente de que sólo Dios puede vencer sus resistencias, sus miedos, todas sus debilidades de hombre, y satisfacer su sed. "Nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti" (Agustín de Hipona, Confesiones I, 1). A la luz de la verdad encontrada, Agustín ve con mayor claridad su pecado y la necesidad de la gracia, de la intervención divina, y comprende toda la orgullosa pretensión de su yo. Pero eso es lo que tiene lugar ahora en el corazón de su ininterrumpido diálogo con Dios, el Padre de su despertar. El Padre le ama, y nada puede apartar a Agustín de la confiada certeza de que la gracia de Cristo vencerá sobre el pecado; se restaurará en él "el orden del amor" y, con él, la bienaventuranza de la paz y de la libertad.

ORATIOA ti te invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas todas las cosas verdaderas. Dios, Sabiduría, en ti, de ti y por ti saben todos los que saben.

Dios, verdadera y suma vida, en quien, de quien y por quien viven las cosas que suma y verdaderamente viven. Dios bienaventuranza, en quien, de quien y por quien son bienaventurados cuantos hay bienaventurados.

Dios, Bondad y Hermosura, principio, causa y fuente de todo lo bueno y hermoso. Dios, Luz inteligible, en ti, de ti y por ti luce inteligiblemente todo cuanto inteligiblemente luce. Dios, cuyo Reino es todo el mundo, que no alcanzan los sentidos. Dios, la ley de cuyo Reino también en estos reinos se describe. Dios, de quien separarse es caer, a quien volver es levantarse, permanecer en ti es hallarse firme. Dios, darte a ti la espalda es morir, volver a ti es revivir, morar en ti es vivir. Dios, a quien nadie pierde sino engañado, a quien nadie busca sino avisado, a quien nadie halla sino purificado. Dios, dejarte a ti es perderse, seguirte a ti es amar, verte es poseerte.

Dios, a quien nos despierta la fe, levanta la esperanza, une la caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos perecido nosotros totalmente. Dios que nos exhortas para que vigilemos.

Dios, por quien discernimos los bienes de los males. Dios, por quien evitamos el mal y seguimos el bien. Dios, por quien no sucumbimos a las adversidades.

Dios, a quien se debe nuestra buena obediencia y buen gobierno. Dios, por quien aprendemos que es ajeno lo que alguna vez creímos nuestro y nuestro lo que creímos ajeno. Dios, gracias a ti superamos los estímulos y halagos de los malos. Dios, por quien las cosas pequeñas no nos empequeñecen. Dios, por quien lo mejor de nosotros no está sujeto a lo peor. Dios, por quien la muerte será absorbida con la victoria. Dios, que nos conviertes.

Dios, que nos desnudas de lo que no es y vistes de lo que es. Dios, que nos haces dignos de ser oídos. Dios, que nos defiendes. Dios, que nos guías a toda verdad.

Dios, que nos muestras todo bien, dándonos la cordura y librándonos de la estulticia ajena. Dios, que nos vuelves al camino. Dios, que nos llevas hasta la puerta. Dios, que haces que sea abierta a los que llaman. Dios, que nos das el Pan de la vida. Dios, que nos das la sed de la bebida que nos sacia. Dios, que arguyes al mundo de pecado, de justicia y juicio. Dios, por quien no nos arrastran los que no creen. Dios, por quien reprobamos el error de los que piensan que las almas no tienen ningún mérito delante de ti. Dios, por quien no somos esclavos de los serviles y pobres elementos. Dios, que nos purificas y preparas para el divino premio, acude propicio en mi ayuda (Agustín de Hipona, Soliloquios I, 3). 

CONTEMPLATIONo con conciencia dudosa, sino cierta, Señor, te amo yo. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé. Mas también el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos se contiene he aquí que me dicen de todas partes que te ame; ni cesan de decírselo a todos, a fin de que sean inexcusables.

Sin embargo, tú te compadecerás más altamente de quien te compadecieres y prestarás más tu misericordia con quien fueses misericordioso: de otro modo, el cielo y la tierra cantarían tus alabanzas a sordos.

Y qué es lo que amo cuando yo te amo? No belleza de cuerpo ni hermosura de tiempo, no blancura de luz, tan amable a estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantilenas, no fragancia de flores, de ungüentos y de aromas; no manas ni mieles, no miembros gratos a los amplexos de la carne: nada de esto amo cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cierta fragancia, y cierto alimento, y cierto amplexo, cuando amo a mi Dios, luz, voz, fragancia, alimento y amplexo del hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo que no se consume comiendo, y se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios (Confesiones X, 6,8).

LECTURA ESPIRITUAL: En Agustín no vivió un solo hombre: vivió en él la criatura de carne y hueso, de nervios y sangre, con su desarrollo misterioso, múltiple; vivió el escritor, conjuntamente sumo escritor, sumo filósofo, sumo teólogo, y sobre cualquier otra cosa poeta sumo de los afectos y de las verdades; vivió el cristiano y el monje, el sacerdote y el obispo, el santo. Recibió de Dios toaos los clones más altos: una juventud tempestuosa, la palabra creadora, el silencio inenarrable de la oración, la fuerza necesaria para gobernar su ánimo en la navegación ultraterrena y en el aura de lo divino. Experiencia de hijo y de padre, de pecador desbandado y de obispo muy rígido, de escolar y profesor y, por tanto, de maestro de su pueblo y de todo el Occidente; de mundano y de monje, de escritor y de filósofo, de polemista y de amigo, de pensador y de contradictor y orador.

En todos esos pasajes no perdáis nada de su riquísima y potentísima humanidad: todo lo llevó consigo y lo fundió en el ardor y en la luz única de su santidad doloroso y extática. Amó, y de su experiencia de amor surgirá un amor a Dios, tal vez el más elevado que jamás haya salido de corazón humano [...].

Cuando moría Agustín en su ciudad asediada, no moría nada: nacía, para él, en los cielos amados sin paz y deseados sin tregua; nacía, para nosotros, en nuestra historia y en nuestra alma. Desde aquel día hay algo de agustiniano tanto en la historia de todos los hombres como en la historia de cada uno de ellos (G. de Luca, Sant'Agostino. Scrítti d'occasione e traduzioni). Gracias a: Santa Clara de Estella

Santa Mónica, madre de San Agustín. 27 de agosto.

Mónica nació en Tagaste, la actual Souk Aliarás (Argelia), el año 331 o 332, en el seno de una familia cristiana y de buena condición social. Siendo aún adolescente, fue entregada como esposa a Patricio, que todavía no era cristiano. Tenía éste un modesto patrimonio y era miembro del consejo municipal de Tagaste. Mónica era una mujer africana del bajo imperio romano, madre de uno de los más grandes padres de la Iglesia, san Agustín. Era, podríamos decir, una mujer paleocristiana, muy alejada de nosotros en el tiempo y, sin embargo, enormemente actual. "Con traje de mujer, fe de varón, seguridad de anciana, caridad de madre y piedad cristiana[Confesiones IX, 4,8), se ganó a su marido para Cristo y obtuvo también la conversión del "hijo de tantas lágrimas". Estuvo presente en el bautismo de Agustín en Milán y participó de una manera activa en su primera experiencia monástica en Cassiciaco. Mientras regresaba a África con su hijo y los amigos de éste, murió en Ostia Tiberina, cerca de Roma, antes del 13 de noviembre de 387. Dos semanas antes de que esto se produjera, madre e hijo tuvieron el dulce éxtasis de Ostia": "Y mientras hablábamos y suspirábamos por ella [la Sabiduría], llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón; y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu". Oración : Oh Dios, consuelo de los que lloran, que acogiste piadosamente las lágrimas de santa Mónica impetrando la conversión de su hijo Agustín, concédenos, por intercesión de madre e hijo, la gracia de llorar nuestros pecados y alcanzar tu misericordia y tu perdón. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. 

MEDITATIO: Mónica es una "santa"; por tanto, una "mujer" verdadera. En ella convergen y se encarnan la belleza virginal de la "mujer virtuosa" del libro del Eclesiástico y la materna compasión de la "viuda" del Nuevo Testamento, que convierte su vida en una intercesión por la vida de su hijo. La santidad de Mónica nos lleva al corazón de la vocación y de la misión de la mujer. Esta misión de "guardián del hombre" la realizó Mónica a fondo. Hizo frente con una gran dignidad e inteligencia, con esa "genialidad absolutamente femenina", a las dificultades de una convivencia matrimonial con un hombre "pagano" dotado de un carácter muy difícil, "al que -dice de manera cruda Agustín- "fue entregada(Confesiones IX, 9,19). Sin perder nunca el gusto por el bien, incluso en las adversidades (un arte más que difícil), "se esforzó por ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías hermosa y reverentemente amable y admirable ante sus ojos".

Desplegando "las grandes energías del espíritu femenino", sostuvo, con las lágrimas y la oración de una vida totalmente consagrada a Dios, una verdadera y propia lucha por la fe de su hijo Agustín. La lucha que es "la lucha a favor del hombre, de su verdadero bien, de su salvación [...], la lucha por su fundamental "sí" o "no" a Dios y a su designio eterno sobre el hombre{Mulieris dignitatem VIII, 30).

El mismo Agustín, que también fue su mayor biógrafo, dirá más tarde de ella: "Creo sin la menor incertidumbre que por tus oraciones, madre, Dios me concedió no querer, no pensar, no amar otra cosa que la consecución de la verdad". Mónica es la madre, por tanto, de una "doble maternidad": "Me engendró en la carne, para que naciera a la luz temporal, y en su corazón, para que naciera a la luz eterna{Confesiones VIII, 17).

Si, en la relación hombre-mujer, la mujer representa el punto de encuentro de la humanidad con Dios, precisamente por la humanidad de que es portadora, en Mónica, en su ser madre en plenitud, la paternidad de Dios ha podido actuar con una maravillosa alianza.

 ORATIO: Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abráseme en tu paz.

!Oh casa luminosa y bella!, amado de tu hermosura y el lugar donde mora la gloria de mi Señor, tu hacedor y tu poseedor. Por ti suspire mi peregrinación, y dígale al que te hizo a ti que también me posea a mí en ti, porque también me ha creado en ti. [...] Acordándome de Jerusalén, alargando hacia ella, que está arriba, mi corazón, de Jerusalén la patria mía, de Jerusalén la de mi madre, y de ti, su Rey sobre ella, su iluminador, su padre, su tutor, su marido, sus castas y grandes delicias, su sólida alegría y todos los bienes inefables, a un tiempo todos; porque tú eres el único, el sumo y verdadero bien. Que no me aparte más de ti hasta que, recogiéndome, cuanto soy, de esta dispersión y deformidad, me conformes, y confirmes eternamente, !oh Dios mío, misericordia mía{Confesiones X, 27,38; XII, 16, 21.23).

 CONTEMPLATIO: Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida -que tú, Señor, conocías y nosotros ignorábamos-, sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.

Allí solos conversábamos dulcísimamente, y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir, nos preguntábamos los dos, delante de la verdad presente, que eres tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió.

Abríamos anhelosos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente -de la fuente de vida que está en ti- para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo una idea de algo tan grande. Y como llegara nuestro discurso a la conclusión de que cualquier deleite de los sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida no sólo no es digno de comparación, sino ni siquiera de ser mencionado, levantándonos con un afecto más ardiente hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo cielo, desde donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra.

Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las sobrepasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia  que no se agota, en donde tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad, y la vida es la Sabiduría, por quien todas las cosas existen, tanto las ya creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella fue ni será, sino sólo es, por ser eterna, porque lo que ha sido o será no es eterno. Y mientras hablábamos y suspirábamos por ella, llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón; y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu, regresamos al estrépito de nuestra boca, donde el verbo humano tiene principio y fin, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece en sí sin envejecer, y renueva todas las cosas (Confesiones IX, 10,23-24,passim).

LECTURA ESPIRITUAL: Entre finales de octubre y primeros de noviembre del año 386 se retiró Agustín con su madre, Mónica, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, su amigo Alipio [...] a la villa de su amigo Verecundo en Cassiciaco. En la paz campestre de Brianza, entre el susurrar de las hojas y de los arroyos, con los Alpes como paisaje, se preparó Agustín para el bautismo. La comitiva africana vivía en un clima de intensa espiritualidad, ocupando gran parte de su tiempo en disputas de filosofía, de una filosofía sometida ahora a la fe y deseosa de conocer su contenido.

En esta comitiva, Mónica hacía un poco de madre de todos, hacía unas veces de solícita y enérgica ama de casa, otras de maestra sabía y experta. Cuando los que discutían se olvidaban de comer, Mónica les invitaba a hacerlo y, si era necesario, les impulsaba con tanta fogosidad que les obligaba a interrumpir la discusión. Cuando la invitaban a tomar parte en la misma discusión, daba respuestas tan discretas que suscitaba la admiración de todos. Como cuando declaró que la verdad es el alimento del alma; o, sin saberlo, definió la felicidad con las mismas palabras de Cicerón; o sostuvo que sin sabiduría nadie puede ser feliz; o recordó, por último, que sólo la fe, la esperanza y la caridad pueden conducirnos a la vida bienaventurada.

Agustín, que estaba alegremente sorprendido de tanta sabiduría, afirma que su madre ha "alcanzado la cumbre de la filosofía" y se declara discípulo suyo. La "filosofía" de Mónica es la sabiduría del Evangelio, una sabiduría que no ha conquistado con el estudio, sino con la virtud, la oración, la docilidad al Espíritu. La posee ahora en un grado eminente. Es intrépida. No teme ni la desventura ni la muerte. A saber: ha llegado a una disposición interior dificilísima, aunque importantísima, que constituye -por consenso unánime- la cima de la sabiduría. Rica de amor a Dios y al prójimo, que es el fundamento de la sabiduría evangélica, puede prescindir de la ciencia de los filósofos y recoger sus frutos. Por eso Agustín se declara discípulo suyo y confía a las oraciones de ella la consecución del ideal de sabiduría al que aspira (A. Trape, S. Agostino. Mia madre). Gracias a Santa Clara de Estella.org 

Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.

 





Domingo XXI tiempo ordinario



 Tras la extensa revelación de Jesús sobre el pan de vida en la sinagoga de Cafarnaún, los discípulos muestran su malestar por las afirmaciones "irracionales" de su Maestro, unas afirmaciones difíciles de aceptar desde el punto de vista humano. Jesús, frente al escándalo y la murmuración de sus discípulos, precisa que no hay que creer en él sólo después de contemplar su ascensión al cielo, al modo de Elías y de Enoc, porque eso significaría no aceptar su origen divino, algo carente de sentido, puesto que él, el "Preexistente", viene precisamente del cielo (cf. Jn 3,13-15).

        La incredulidad de los discípulos respecto a Jesús, sin embargo, se pone de manifiesto por el hecho de que el "Espíritu es quien da la vida; la cante no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida" (v. 63). Juan afirma que tan real como la carne de Jesús es la verdad eucarística. Ambas son un don que tiene el mismo efecto: dar la vida al hombre. Con todo, muchos discípulos no quisieron creer y no dieron un paso adelante hacia una confianza en el Espíritu, no logrando liberarse de la esclavitud de la carne. A Jesús no le coge por sorpresa esta actitud por parte de los que dejan de seguirle. Conoce a cada hombre y sus opciones secretas. Adherirse a su persona y su mensaje a través de la fe es un don que nadie puede darse a sí mismo. Sólo lo da el Padre. El hombre, que es dueño de su propio destino, siempre es libre de rechazar el don de Dios y la comunión de vida con Jesús. Sólo quien ha nacido y ha sido vivificado por el Espíritu y no obra según la carne comprende la revelación de Jesús y es introducido en la vida de Dios. Es a través de la fe como el discípulo debe acoger al Espíritu y al mismo Jesús, pan eucarístico, sacramento que comunica el Espíritu y transforma la carne.

 



Amar a tu propia Iglesia y también a la de tu prójimo. Artículo.

Enseño espiritualidad en la Oblate School of Theology de San Antonio, Texas. Hace quince años, empezamos a ofrecer un PhD en Espiritualidad. En los quince años, hemos tenido estudiantes para doctorado procedentes de muchas denominaciones cristianas diferentes: protestantes tradicionales, evangélicos, episcopalianos/anglicanos y romanos católicos. Durante esos quince años, no hemos tenido la menor conversión de alguien de una denominación a otra. Al contrario, todos estudiantes han concluido aquí con un compromiso más profundo hacia su propia denominación y también una  comprensión más profunda de todas otras denominaciones cristianas. Estamos sanamente orgullosos de ello. Ese es uno de los objetivos de nuestro programa.

Desde la Reforma Protestante, los cristianos hemos estado viviendo quinientos años de desavenencias y sospechas mutuas. Cada uno de nosotros tendíamos a trabajar asumiendo que pertenecíamos a la única verdadera expresión del Cristianismo (o, al menos, a la más pura), y buscábamos conversiones, esto es, lograr que alguien abandonara su denominación y se adhiriera a la nuestra. Felizmente, las cosas están cambiando, aun cuando los viejos clamores de ser la única expresión verdadera del Cristianismo y la antigua defensa de las fronteras denominacionales aún están siendo mantenidos por muchos. Una nueva perspectiva se está extendiendo con fuerza, y empezamos a vernos con diferentes ojos.

Estamos empezando a darnos cuenta de que el camino hacia la unidad no se basa en decir: “Vosotros estáis equivocados, nosotros estamos en la verdad”, aunque sigamos conscientes de las diferencias que nos separan. Al contrario, estamos fijándonos en lo que compartimos como cristianos y seres humanos, y estamos viendo que lo que vivimos en común resta importancia a lo que nos separa.

¿Qué vivimos en común que empequeñezca algún dogma, eclesiología, estructura de la autoridad o desavenencia histórica que nos separa?

Esto vivimos en común: un mismo origen, una misma naturaleza, una misma tierra, un mismo firmamento, una misma ley de gravedad, una misma fragilidad, una misma mortalidad terrena, un mismo deseo, un mismo objetivo, un mismo destino, un mismo camino, un mismo Dios, un mismo Jesús, un mismo Cristo, un mismo Espíritu Santo. Y eso trae consigo una invitación y un imperativo: Ama a tu propia iglesia y también a la de tu prójimo.

Pero alguno podría protestar: ¿Y qué decir de todo lo que hay de error en la iglesia de mi prójimo? Se reconoce que resulta una dificultad. Sin embargo, también se reconoce que hay cosas erróneas en nuestra propia iglesia, sea cual sea nuestra denominación. Además, como afirma el renombrado erudito en religión Huston Smith, tenemos que juzgar a otra religión o a otra denominación cristiana no por sus aberraciones ni por sus peores expresiones, sino por las mejores, por sus santos.

Si esto es verdad, entonces todos nosotros podemos fijarnos en otras iglesias, en sus santos y en sus particulares riquezas para mejorar nuestro particular discipulado en Cristo. En un nuevo y clarividente libro, Amar a la iglesia de tu prójimo como tuya propia, Peter Halldorf, un cristiano evangélico/ortodoxo sueco, pregunta: “Qué significa amar a la iglesia de mi prójimo como mía propia? ¿Puede un pentecostal considerar a un católico romano como alguien que puede enriquecer su propia experiencia de fe? ¿Puede un romano católico considerar a un pentecostal bajo este mismo punto de vista?”

Si somos honrados, estamos obligados a admitir que tenemos mucho que aprender unos de otros. Así que ya no deberíamos distanciarnos ni empezar a hablar más y más de “convergencia” en vez de “conversión”. El Espíritu está invitándonos a juntarnos con respeto y con una humildad compartida, sin actitudes de sospecha ni triunfalismo. En esa situación, la desconfianza puede ser vencida.

¿Cómo podemos juntarnos de ese modo? Hace ya una generación, el renombrado teólogo Avery Dulles indicó que el camino que lleva al ecumenismo no es por vía de conversión. La unidad entre las iglesias cristianas no va a venir por la conversión de todas las diferentes denominaciones y el encuentro en una subsistente denominación cristiana. Eso, opina Dulles, no sólo es irrealista, sino tampoco es el ideal, porque ninguna denominación posee la verdad plena. Más bien, todos estamos aún caminando -confiadamente con toda sinceridad de corazón- hacia la verdad plena, hacia un discipulado más pleno y hacia el ideal de dar en esta tierra una expresión más plena al Cuerpo de Cristo. Todos nosotros estamos aún caminando hacia eso.

En consecuencia, el camino que lleva al ecumenismo, a la unidad como una iglesia cristiana, a la unidad en una mesa eucarística, consiste en el hecho de que cada uno de nosotros, cada denominación, nos convirtamos más desde nuestro interior, en que crezcamos más fieles dentro de nuestro propio discipulado, en que demos una expresión más auténtica al Cuerpo de Cristo, y de este modo, mientras cada uno de nosotros crezca más fiel a Cristo, nos veremos realizando progresivamente la unidad, convergiendo, creciendo más y más juntos en una única familia.

Kenneth Cragg sugirió en una ocasión algo parecido con respecto a la cuestión de fe compartida entre las religiones del mundo. Después de trabajar como misionero cristiano entre los musulmanes, indicó que eso supondría a todas las religiones del mundo dar plena expresión al Cristo total.

Es hora de superar quinientos años de incomprensiones y de volver a abrazarnos como compañeros de peregrinación, luchando juntos en un viaje común. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org / Artículo original en Inglés

Santa María Virgen y Reina. 22 de agosto.

Celebramos a María, la madre de Jesucristo y madre nuestra, glorificada por el Padre como Reina junto a su Hijo. 

Aunque el título de Reina se atribuye a María desde antiguo -recuérdese la Salve Regina, el Regina coeli o las letanías lauretanas- su fiesta fue instituida por Pío XII en 1954. 

Desde el año siguiente, la Iglesia la celebraba el 31 de mayo, como coronación del mes mariano. 

En la última reforma litúrgica, la celebración se ha trasladado al 22 de agosto, octava de la Asunción, para subrayar el vínculo de la realeza de María con su participación especial en la obra de la redención y en el misterio de la Asunción. 

Dice el Concilio Vaticano II en su Constitución dogmática: «María fue asunta a la gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemeje de forma más plena a su Hijo»

Oración: Dios todopoderoso, que nos has dado como Madre y Reina a la Madre de tu Unigénito, concédenos que, protegidos por su intercesión, alcancemos la gloria de tus hijos en el reino de los cielos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. Fuente: santaclaradeestella.es

La España cristiana en la actual encrucijada. Artículo de Fr. Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo.

Nuestro Occidente está plagado de hitos que marcan una historia imborrable, aunque puede llegar a olvidarla e incluso a traicionarla. Pero tenemos demasiados episodios en los que, durante veinte siglos, hemos ido escribiendo preciosas páginas morales con testimonios de humanidad cristiana, hermosos monumentos arquitectónicos, bellísimas obras de arte con los pinceles de nuestros pintores, las gubias de nuestros escultores, los pentagramas de nuestros músicos y las plumas de nuestros escritores. Es verdad que también hemos sido capaces de destruir tamaño legado y contradecirlo de mil modos hasta llegar a negarlo con la violencia, la guerra y el más descuidado de los olvidos. Pero este ingente patrimonio sería imposible comprenderlo sin la clave de bóveda que representa lo que llamamos el acontecimiento cristiano. El balance es claramente positivo, e incluso los borrones que lamentablemente no faltan, ponen mejor de manifiesto la cara y la cruz de lo que supone ser fieles a la tradición cristiana más genuina o ser torpes dilapidadores de la herencia recibida a través de casi dos mil años.

1. La paradoja de una victoria anunciada

En este contrapunto, emerge lo que hemos cantado una vez más: «Cristo ha triunfado en la pascua». Esta fue su cantata sin fuga, su sinfonía acabada con música y letra. Dios se reservó la última palabra y sucedió a los tres días tras el primer Viernes Santo de la historia en el Calvario, cuando de par en par quedó para siempre abierta la tumba. No hubo forma de encerrar, en la mazmorra de la muerte, una vida que brincaba renovada y salía por todos los poros sin mortaja. Ante la resurrección de Cristo, reconocemos la alborada que no declina jamás, el sol que nace de lo alto cada mañana dejándonos su rastro, para que caminemos los senderos del bien y de la paz.

Bien sabemos que no todo el mundo se deja abrazar por esta bondadosa noticia que nos permite empezar lo siempre pendiente, o reestrenar lo que comenzó tarde entre nuestras triquiñuelas asustadas y contradictorias en todos nuestros lances torpes. Pero quien se atreve a confiar verá el milagro de no ser rehén de un pasado tramposo que nos detiene e hipoteca. Es la vida que irrumpe en nuestro horizonte de cansancio y de muerte, poniendo la flor de la alegría en nuestras muecas mohínas y el colirio fresco en nuestras lágrimas secas de tanto llanto aplastante. Por eso entonamos el aleluya de nuestras mejores albricias en la fiesta de Dios y sus hijos.

Dicho esto, hemos de constatar lamentablemente que no todo el mundo entra en esta órbita, ni los destinos de los pueblos se abren a tamaño regalo y ajustan sus políticas injustas y erráticas, ni se arrepienten de sus mentiras como manera de gobernanza, o de sus corrupciones tan despóticamente maquilladas, o de sus manejos torticeros con impunidades legales con las que galvanizan sus vergüenzas, ni que se acallan los tambores de guerras y las violencias varias.

Lamentablemente esto se da como torpe estribillo de una resulta que ya señaló un teólogo casi contemporáneo: «Hacer un mundo sin Dios es hacerlo contra el hombre» (cf. Henri de Lubac, El drama del humanismo ateo. Madrid 2012, 11). Pero la palabra última se la ha reservado el Señor, que nos susurra con tantos registros lo que nos sugería el profeta Isaías: «… que no se comerán los enemigos nuestro trigo, ni los extraños se beberán nuestro vino, sino que seremos buscados por el Señor y nuestra tierra jamás será abandonada» (cf. Is 62, 8-9). Y, en Jesús resucitado se cumple lo cantado por el salmista: «He cambiado tu luto en fiesta, tu sayal en traje de domingo, en tu cojera te sacaré a bailar y danzarás conmigo, tus abatimientos se convertirán en cánticos gozosos que no terminan en la fiesta de la verdadera pascua que no acaba» (cf. Sal 30, 11-12).

Este es el escenario complejo en el que, por una parte, somos herederos de una preciosa tradición llena de belleza, de verdad y bondad, desde la que la Iglesia propone a cada generación esa fundamentación cristiana de nuestra humanidad con los valores propios que se derivan del mensaje evangélico. Es una doctrina asentada en el mejor pensamiento, celebrada en la liturgia de siglos, testimoniada por mártires y confesores en tantos sitios y circunstancias, enseñada a pequeños y grandes con la catequesis apropiada, debatida en el encuentro con otras culturas teológicas y filosóficas, y expresada en el arte bello y fecundo y a través de la caridad misionera más generosa. Y, por otra parte, también debemos levantar acta de las contradicciones de nuestras incoherencias y pecados, donde hemos podido conculcar con los hechos lo que queríamos anunciar con los labios.

2. La resistencia cristiana ante las censuras ideológicas

Por eso, algunos nos resistimos a que se nos censure socialmente a los cristianos, confinándonos culturalmente, negándonos la palabra dicha en la historia y obligando a enmudecer la que deberíamos todavía pronunciar. Son distintas las miradas de los curiosos que escrutan nuestras palabras o silencios, nuestras presencias o ausencias cuando los cristianos entramos en la plaza común sin encaramarnos a los púlpitos habituales. Nos dicen que las cosas públicas no nos pertenecen, empujándonos al ostracismo que sella nuestros labios censurando la palabra o emparedando nuestra presencia en el rincón de lo sacral.

El mutismo y la invisibilidad es lo que desean algunos como escenario cotidiano de la presencia cristiana en toda la trama social: en el mundo de la cultura, las artes varias, la opinión, los debates éticos, los retos y desafíos sociales, y un largo etc. Como mucho, se nos permitiría seguir respirando en alguna sacristía recoleta o en algún anfiteatro ritual mientras desamortizan nuestro espacio para otro tipo de sainetes de imperativo popular. Pero tenemos el derecho y el deber de acercar también nuestra palabra, esgrimir nuestras razones, exponer nuestras reservas ponderadas o nuestra crítica constructiva en la edificación de la ciudad secular de la que también formamos parte. No aceptamos las nuevas catacumbas que algunas siglas políticas y sus terminales mediáticos nos imponen sin más, confinándonos allí como apestados, empujándonos a la inanidad muda e invisible.

Tenemos una andadura suficiente en el ámbito internacional y en el nacional que nos permite hacer un juicio sobre lo que no nos deja indiferentes. Salvados los aciertos que hayan tenido lugar, me pesan en mi conciencia ciudadana y en mi alma cristiana lo que, en estos años llenos de sobresaltos, hemos podido contemplar con recortes que soslayan las libertades e imposiciones de una cosmovisión de la sociedad vinculante. Señalo algunas, sin moverme un reglamento de partido, ni un ideario protocolario, ni una intencionalidad de poder. No hay siglas políticas que me impelan a señalar como inadecuado o a desear como conveniente lo que ahora voy a decir. Mi única referencia es ese modo de ver las cosas, de acompañar las personas y de aspirar al bien social de un pueblo con el que escribo la historia, que tiene como referencia la vieja sabiduría bíblica, el ejemplo bondadoso del señor y la larga tradición cristiana forjadora de una cosmovisión reconocible en los santos que nos inspiran, y también están presentes los errores que nuestra fragilidad más los contradice en cuyas lecciones correctivas también hemos de aprender cada día.

En primer lugar, el valor máximo a la verdad ante la mentira que inunda los parlamentos y las arengas políticas. No una verdad demagógica tramposa, ni una posverdad amañada para engañar a mansalva, sino la verdad humilde y retadora, esa que nos hace libres, como dijo Jesús. Por eso soy crítico ante quien hace de la mentira su arma política y su modo de gobernanza. La sarta de mentiras personales e institucionales que hemos visto en estos años arrasa cualquier credibilidad en los labios mendaces que las proclaman, e imposibilitan prestar más atención a las trolas de trileros profesionales desembarcados en la política.

En segundo lugar, duelen las agendas ideológicas que con prisa zurupeta siembran confusión y fatal modificación en la humilde verdad antropológica de la ley natural, cuando hablamos de la vida en todos sus tramos y circunstancias, de la identidad de varón y mujer, imponiendo el despropósito abaratado del aborto como un derecho, la eutanasia como empujón matarife, la vida precaria a la intemperie sin encontrar trabajo o sin poder mantenerlo dignamente, o llegando a fin de mes cosidos de deudas. Otras leyes han puesto en la calle terroristas, abusadores y violadores destruyendo la antropología en torno al transgénero o a la disforia sexual. Jugar así a ser dioses arruina tantas vidas inocentes en nombre de las fantasías o frustraciones de quienes las promueven —y cuyas derivas no tienen vuelta atrás— como en otros países, donde los juguetones empezaron antes, ahora quisieran inútilmente remediar. Leyes sin demanda social ni debate sereno desde la medicina, antropología, la ética y la moral, para dar razones, acercar cautelas, prevenir errores y encauzar soluciones. Nos jugamos lo verdadero, bondadoso y bello, sin la trampa y el engaño dictado por una tropa ignorante y dictadora.

Luego hay un hecho que nos identifica como comunidad histórica, cuando llevamos juntos más de 500 años conviviendo con nuestras inevitables tensiones culturales y lingüísticas, pero enriqueciéndonos en la plural diversidad. Trastocar esta saludable convivencia con una dialéctica confrontadora deja pingües beneficios a sus fautores que viven de esto, pervirtiendo con una impostura subversiva y dañando el entendimiento fraterno, la mutua ayuda en tantos sentidos. Máxime cuando se pretende reescribir la historia que no sucedió más que en el imaginario de algunas derrotas y frustraciones, llegando a indultar o amnistiar como moneda de cambio para quienes insidian sediciosa y violentamente la convivencia social, cambiando las leyes y amañando los ámbitos judiciales.

3. La alternativa cristiana en la encrucijada de nuestra época

Escribo estas líneas desde Asturias, trasunto de perenne reconquista de lo que vale la pena no volver a perder ni descuidar. Son diferentes los turbantes de antaño ante las cosas que hogaño nos turban cuando la vida en todas sus fases: la familia y su tutela, la educación intervenida o la libertad cercenada se malvenden en almoneda abaratada. Decía William James Durant: «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro». Esta frase que se dijo tiene una lucidez que espanta, es un diagnóstico de nuestra época y describe algunos de nuestros males cuando la dictadura del relativismo —como decía Benedicto XVI—, las ideologías liberticidas y la confusión líquida calculadamente propagada, como afirma Zygmund Bauman, hacen de la mentira frívola y mediocre el cauce de un ansia de poder que termina en corrupción y violencia. No quisiéramos ser conquistados por nadie, dialogando con todos, como repite el papa Francisco, pero desde una cultura del encuentro que no traicione ni disuelva la propia identidad, ofreciendo en la vida pública nuestra perspectiva cristiana, lo que se nos dio como herencia cultural y moral, eso que la Iglesia custodia, defiende, celebra y anuncia con apasionada pasión y creativa fidelidad.

Por este motivo —asomado a la atalaya de mi libertad, crítica y constructiva a la vez, desde mi conciencia ciudadana y mi referencia moral cristiana— emerge una duda y una preocupación al mismo tiempo. Cuando pensamos en un deseable cambio de gobernanzas que pusiera fin a estos dislates, ¿hablamos de una alternancia o de una alternativa? Porque venir más o menos a lo mismo, pero gestionado por otros fautores, sería lamentable su consecuencia en una nación como España, de tan precioso patrimonio cultural y moral en su larga andadura histórica.

No basta una alternancia, necesitamos una real alternativa sin palabras huecas o morosas que terminen dejando las cosas como están. Una alternativa en donde los cristianos no pedimos privilegios, sino libertad ante las infranqueables líneas rojas como la vida en todos sus escenarios: naciente, creciente y menguante; la verdad verificable en programas políticos que no mienten; la libertad religiosa y cultural; la soberana elección educativa de los padres para sus hijos; la historia no reescrita con memorias tendenciosas que reabren heridas; la convivencia sin confrontaciones que siembran la insidia y la violencia; el bien moral de la unidad de un pueblo con su historia, paisaje, lenguas y riquezas complementarias; el acompañamiento de personas vulnerables en su desamparo económico y social.

Para compilar este elenco no esgrimo citas bíblicas, ni concilios, ni referencias papales, ni documentos episcopales, sino la conciencia ciudadana con principios morales que bebe de esas fuentes cristianas, posicionándome crítica o esperanzadamente ante quienes se nos muestran como gestores de nuestra gobernanza. Ninguna sigla política nos representa, ni hemos delegado en ningún partido nuestra cosmovisión cristiana; pero hay grupos o personas que no deberían contar con nosotros ante sus ataques y contradicciones. Estamos ante un verdadero reto responsable en donde nos jugamos tanto, cuando hablamos de las raíces cristianas de nuestro viejo continente o de nuestra historia patria, y se nos impele a dar la batalla cultural necesaria que busca la gloria de Dios y la bendición de las personas. Porque este es el tablero de nuestra encrucijada en donde luchamos de la mejor manera y con el más valiente talante para evitar que nos den un insalvable jaque mate a nuestra cosmovisión y vivencia cristiana.

La esperanza despierta siempre lo más hermoso y encauza lo auténticamente viable. Y, como hemos visto a través de la historia, Dios hace surgir, en medio del escepticismo incrédulo o del cansancio cómodo y cobarde, una generación que acepta tener el oído en el corazón de Dios y el pulso en la historia de los hombres, como decía Joseph Kentenich. Es una manera de construir la ciudad en medio de la cual estamos como fermento en la masa, como humilde aportación cristiana en esta encrucijada. +Fr. Jesús Sanz Montes, OFM, arzobispo de Oviedo. Fuente: revistaestar.es

Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida

 






Domingo XX tiempo ordinario


Este fragmento, con el que concluye el "discurso del pan de vida", está ligado a todo cuanto el evangelista nos ha dicho precedentemente; sin embargo, el mensaje se hace aquí más profundo y se vuelve más sacrificial y eucarístico. Se trata de hacer sitio a la persona de Jesús en su dimensión eucarística. Jesús es el pan de vida no sólo por lo que hace, sino especialmente en el sacramento de la eucaristía, lugar de unidad del creyente con Cristo. Jesús-pan queda identificado con su humanidad, la misma que será sacrificada para salvación de los hombres en la muerte de cruz. Jesús es el pan -bien como Palabra de Dios o como víctima sacrificial- que se hace don por amor al hombre. La ulterior murmuración de los judíos: "Cómo puede éste darnos a comer su carne?" (v. 52), denuncia la mentalidad incrédula de quienes no se dejan regenerar por el Espíritu y no pretenden adherirse a Jesús.

        Jesús insiste con vigor exhortando a consumir el pan eucarístico para participar en su vida: "Yo os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (v. 53). Más aún, anuncia los frutos extraordinarios que obtendrán los que participen en el banquete eucarístico: quien permanece en Cristo y participa en su misterio pascual permanece en él con una unión íntima y duradera. El discípulo de Jesús recibe como don la vida en Cristo, que supera todas las expectativas humanas porque es resurrección e inmortalidad (vv. 39.54.58).

        Esta fue la enseñanza profunda y autorizada que dispensó Jesús en Cafarnaún. Sus características esenciales giran, más que sobre el sacramento en sí, sobre el misterio de la persona y de la vida de Jesús, que se va revelando de manera gradual. Ese misterio abarca en unidad la Palabra y el sacramento. La Palabra y el sacramento ponen en marcha dos facultades humanas diferentes: la escucha y la visión, que sitúan al hombre en una vida de comunión y obediencia a Dios.