Hace un año, virtualmente cualquiera que le conociera se sorprendió por el suicidio del más preminente teólogo hispanoamericano que ha habido hasta el momento; Virgilio Elizondo. Además, Virgilio no fue únicamente un teólogo pionero muy capacitado, sino también un amado sacerdote y un cálido, confiable amigo para incontables personas. Todo el mundo muere, y la muerte de un ser querido es siempre dura, pero fue el modo de morir el que dejó a muchas personas pasmadas y confundidas. ¡Suicidio! Pero un hombre tan lleno de fe y tan sensible. ¿Cómo es posible?
Y estas preguntas, como las aguas fangosas de una inundación, comienzan a colarse dentro de grietas emocionales, dejando a la mayoría de los que le conocieron con una gran reconcomedora pregunta: ¿Cómo afecta esto a su trabajo, al regalo que dejó a la Iglesia y a la comunidad hispana? ¿Ponemos todavía honrar su vida y su contribución de la misma manera que si hubiera muerto de un ataque al corazón o un cáncer? En efecto, si hubiera muerto de un ataque al corazón o un cáncer, su muerte, aunque triste, habría dejado en ella un aire de saludable final, incluso de celebración, que estábamos diciendo adiós a un gran hombre que tuvimos el privilegio de conocer, como algo opuesto al aire de mutismo, enfermizo silencio, e inmundo dolor que impregnaba el aire en su funeral.
Tristemente, y este es generalmente el caso cuando alguien muerte por suicidio, la manera de morir se convierte en un prisma a través del cual se ven permanentemente coloreados y teñidos su vida y trabajo. No debería ser así, y nos incumbe, la vida de quienes les aman, para redimir su memoria, para no quitar sus fotos de nuestras paredes, para no hablar a la defensiva sobre sus muertes, y no dejar que la particular manera de morir enturbie la bondad de sus vidas. Se lo debemos a nuestros seres queridos, y a nosotros mismos para no convertirlo en una tragedia.
Así cada año escribo una columna sobre el suicidio, esperando que ayude a aportar más comprensión sobre este tema y, en cierto modo quizás, ofrecer algún consuelo a aquellos que han perdido a sus seres queridos de esta manera. Esencialmente, digo lo mismo cada año porque necesita ser dicho. Como Margaret Atwood una vez apuntó, algunas cosas necesitan ser dichas y dichas de nuevo, hasta que no necesiten ser dichas nunca más. Algunas cosas sobre el suicidio tienen que seguir diciéndose.
¿Qué cosas? ¿Qué hay que decir una y otra vez sobre el suicidio? Para ser más claro, permítanme numerar algunos puntos:
Primero, en la mayoría de los casos, el suicidio es el resultado de una enfermedad, un mal, una trágica ruptura del sistema inmune emocional o simplemente una enfermedad bioquímica mortal.
En la mayor parte de los suicidios la persona muere como si fuera víctima de cualquier enfermedad terminal o accidente fatal, no por propia elección. Cuando la gente muere de un ataque al corazón, un accidente, un cáncer mueren contra su voluntad. Esto ocurre igual en el suicidio.
No deberíamos preocuparnos excesivamente de la salvación eterna de una víctima de suicidio, creyendo (como solemos creer) que el suicidio es un acto último de desesperación. Las manos de Dios son infinitamente más comprensivas y amables que las nuestras. No necesitamos preocuparnos del destino de cualquiera, sin importar la causa de la muerte, que deje este mundo honestamente, hipersensible, sobreexcitado, demasiado sensible al tacto, y emocionalmente roto, como es el caso en la mayoría de los suicidios. La comprensión y la compasión de Dios excede la nuestra. Dios no es estúpido.
No deberíamos caer en la autocrítica excesiva cuando perdemos a un ser querido por suicidio; ¿Qué debería haber hecho? ¿Qué hizo que esta persona cayera? ¿Qué si…simplemente hubiera estado ahí en el momento justo? Raramente hubiera cambiado algo. La mayoría de las veces, no estamos ahí porque la persona que cae víctima de esta enfermedad no quiere que estemos ahí. Escoge el momento o el punto y el modo precisamente para que no estemos ahí. El suicidio parece ser una enfermedad que toma a su víctima precisamente de tal manera que excluya a otros y su atención. Esto no es una excusa para la insensibilidad, sino un principio saludable contra la falsa culpa y la autocrítica improductiva. El suicidio es el resultado de una enfermedad y hay enfermedades que ni todo el amor y cuidado del mundo pueden curar.
Finalmente, nos incumbe, a los seres queridos que permanecen aquí, redimir la memoria de aquellos que han muerto de esta manera y no dejar que esta manera particular de morir se convierta en un falso prisma a través del cual se vean ahora sus vidas. Una buena persona es una buena persona y una muerte triste no lo cambia. No ser malentendida.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 7 de agosto de 2017
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