Dejad que el predicador diga: “¡Tenéis permiso para estar tristes”.
En el libro Cuando el camarero apaga las luces, Ron Evans escribe:
“Hay una frase con la que me topé casualmente en los pensamientos de un predicador: Un domingo por la mañana, muchas de las personas que se sientan frente a ti son los heridos que caminan, y es menester que les des permiso para estar tristes. En un mundo obsesionado con la felicidad, donde ser famoso es todo lo que importa, dejad al predicador que diga: ‘Tenéis permiso para estar tristes’. Y en un mundo donde la ancianidad viene a ser los años dorados, donde todos problemas pueden solucionarse y todas enfermedades curadas, dejad que el predicador diga: ‘Tenéis permiso para estar tristes’. En un mundo preocupado con prolongar la vida, donde la muerte es una palabra prohibida, dejad que el predicador diga: ‘Tenéis permiso para morir’. Y dejad que el predicador diga: ‘Tenéis permiso para vivir en recuerdos de género solitario’ ”.
Hoy, ni nuestra cultura ni nuestras iglesias nos dan el permiso preciso para estar tristes. Ocasionalmente, sí, cuando un ser querido muere o nos sucede alguna tragedia particular, nos permiten estar tristes, abatidos, llorosos, no optimistas. Pero hay en nuestras vidas otras muchas ocasiones y circunstancias en las que nuestras almas están legítimamente tristes, y nuestra cultura, iglesias y egos no nos dan el permiso que necesitamos para sentir lo que de hecho estamos experimentando: tristeza. Cuando ese caso se da, y se da con frecuencia, podemos tanto negar cómo nos sentimos y sufrir las mociones de ser optimistas, como ceder a nuestra tristeza, pero sólo al precio de sentir que hay algo malo en nosotros, que no tendríamos que sentirnos de esa manera. Ambos son malos.
La tristeza es una parte inevitable de la vida, no algo negativo en sí misma. En la tristeza, hay un grito al que con frecuencia somos sordos. En la tristeza, nuestra alma tiene su ocasión de hablar, y su voz nos dice que una cierta frustración, pérdida, muerte, insuficiencia, negligencia moral, o circunstancia o época particular de nuestras vidas es real, amarga e inalterable. La aceptación es nuestra única opción, y la tristeza es su precio. Cuando esa voz no es escuchada, nuestra salud y sensatez se sienten tensas.
Por ejemplo, en un libro particularmente desafiante (poco maduro), El suicidio y el alma, el último James Hillman indica que a veces lo que sucede en un suicidio es que el alma está tan frustrada y herida que mata al cuerpo. Por razones demasiado complejas y muchas por saber, esa alma no pudo hacerse oír y nunca se le dio permiso para sentir lo que de hecho estaba experimentando. En grado extremo, esto puede matar al cuerpo.
Vemos esto de un modo menos extremo (aunque igualmente mortal) en el fenómeno de la anorexia entre las jóvenes. Se da una irresistible presión desde la cultura (con frecuencia unida al actual acoso que hay en las redes sociales) por tener un cuerpo perfecto. Tristemente, la naturaleza no proporciona muchos de ellos. Así pues, esas jóvenes necesitan permiso para aceptar las limitaciones de sus propios cuerpos y estar de acuerdo con la tristeza que viene con eso. Por desgracia, no está sucediendo esto, al menos no suficientemente; y así, en vez de aceptar la tristeza de no poseer el cuerpo que desean, estas jóvenes son obligadas (no importa el coste) a intentar lograr la talla. Y vemos sus perniciosos efectos.
Los psicoterapeutas, que hacen su trabajo de sueños con los clientes, nos dicen que, cuando tenemos malos sueños, la razón es frecuentemente que nuestra alma está irritada con nosotros. Ya que no puede hacerse oír durante el día, se hace oír por la noche, cuando somos incapaces de ahogarla.
Hay muchas razones legítimas para estar tristes. Algunos de nosotros nacemos con “almas viejas”, poetas, hipersensibles a lo patético de la vida. Algunos de nosotros sufrimos de mala salud física; otros, de frágil salud mental. Algunos de nosotros nunca hemos sido suficientemente amados y honrados por quienes somos; otros hemos tenido nuestro corazón roto por infidelidad y traición. Algunos de nosotros hemos tenido nuestras vidas irrevocablemente desgarradas por abuso, violación y violencia; otros, estamos simplemente desesperados, somos románticos frustrados con sueños perpetuamente machacados, atormentados en nostalgia. Además, todos nosotros tendremos nuestra propia participación en la pérdida de seres queridos, en caídas de toda clase y malas temporadas que ponen a prueba el corazón. Hay millares de legítimas razones para estar tristes.
Esto necesita honrarse en nuestras Eucaristías y en otros encuentros de la iglesia. La iglesia no es solo un lugar para celebraciones gozosas. Se supone también que es un lugar seguro donde podemos abatirnos. La liturgia también debe darnos permiso para estar tristes.
Una vez, D. H. Lawrence escribió estas famosas frases:
- El sentimiento que no tengo no lo poseo.
- Los sentimientos que no tengo no diré que los poseo.
- El sentimiento que dices tener no lo posees.
- Los sentimientos que te gustaría que ambos tuviéramos ninguno de nosotros los posee.
Necesitamos ser leales a nuestras almas siendo leales a sus sentimientos. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -