Es fácil estar ciego a esto dentro de nosotros mismos. Cambiamos, crecemos, envejecemos, y a veces no nos miramos atentamente para ver lo que están haciéndonos esos cambios. En consecuencia, podemos ser aplicados, grandes trabajadores, buscadores de la verdad, sinceros, virtuosos en casi todos los sentidos, aparte del hecho de que esta bondad ha venido a estar incrustada en una ira, amargura y odio que no era tan evidente en nosotros cuando éramos jóvenes. Conforme envejecemos, es más fácil estar comprometido en las causas justas que continuar amando y no dejar al amargo juicio y al sutil odio infectar nuestro carácter.
Es importante tener las causas justas y luchar por la genuina verdad; pero, como advierte T. S. Eliot, “la última tentación es la traición más grande, realizar la obra buena por la razón equivocada”. Si el autor del Apocalipsis volviera hoy y nos escudriñara, tanto a conservadores como a liberales, sospecho que podría decir lo mismo que dijo a aquellos cristianos de Asia, hace todos esos años: Sois aplicados -eso es bueno- pero tenéis menos amor en vosotros ahora que cuando erais jóvenes. Nuestras causas pueden ser justas, y nuestros motivos buenos; pero hay también en nosotros ahora algo de odio a los demás y demonización de ellos que no era tan evidente cuando éramos más jóvenes. Necesitamos reconocer esto.
A alguien se le ocurrió decir una vez que empleamos la primera mitad de nuestras vidas en luchar con el sexto Mandamiento, con el fuego del eros, y después empleamos la segunda mitad en luchar con el quinto Mandamiento, con el fuego de la frustración, la ira y el odio. Cuando yo era joven e inmaduro, solía confesarme de tener “malos pensamientos” (en relación al sexto Mandamiento). Ahora, envejecido y más maduro, me confieso de tener “malos pensamientos” (en relación al quinto Mandamiento).
Me temo que hay en mí menos amor ahora que cuando era joven. Ingresé en el seminario a la edad de diecisiete años y durante los ocho años siguientes viví en una comunidad grande (entre cuarenta y cincuenta de nosotros). Éramos jóvenes e inmaduros, pero nuestra vida de comunidad juntos era en general maravillosa. Estos fueron años felices. Hoy, todos nosotros de ese grupo estamos en nuestros setenta y somos maduros. Con todo, si tratáramos de vivir juntos ahora, nos mataríamos unos a otros. Somos más maduros… aunque quizás ahora tengamos en nosotros menos amor que cuando éramos jóvenes.
Se reconoce que esto puede ser un juicio simplista. ¿Somos de hecho menos afectuosos? ¿Tiene que identificarse el amor simplemente con la energía cálida, la amabilidad y siendo corteses unos con otros? Es más que eso. El genuino amor puede ser también profético, airado y duro. Además, muchas cosas conspiran para encallecer de modo natural nuestra sensibilidad, exuberancia y energía juveniles, y endurecer nuestros rostros. Nuestra espontaneidad, prontitud y facilidad en la acogida amistosa están encallecidas simplemente por la pérdida natural de nuestra ingenuidad y por los inevitables reveses que nos depara la vida: desilusión, fracaso, exclusión, muerte de seres queridos, quebranto de la salud y creciente sensación de nuestra propia mortalidad. Esas cosas nos quitan también la viveza de nuestro paso y nos hacen menos grato estar cerca que cuando irradiábamos exuberancia juvenil, y eso no es necesariamente una pérdida de amor.
Sin embargo, me ronda una imagen que nos da Margaret Laurence en la persona de Hagar Shipley, en su novela The stone angel (El ángel de piedra). Mientras Hagar envejece, va siendo más y más amarga y crítica para con los demás, sin advertir cuánto ha cambiado. Un día, al tocar el timbre de una puerta, alcanza a oír a una niña que le dice a su madre: “Esa horrible vieja está a la puerta”. Al oír esto, herida hasta sus raíces, va al cuarto de baño, enciende todas las luces y, por primera vez en años, examina su rostro en el espejo y queda atónita por lo que ve. Ya no reconoce su propio rostro. Se ha vuelto algo diferente de como se figuraba ser. Su rostro es ahora el de una anciana amarga y odiosa.
Nosotros necesitamos hacer lo que ella hizo: echar una mirada a nuestro rostro en un espejo. Mejor aún: Extended una serie de fotografías vuestras de la infancia, la adolescencia, la adultez joven, la mediana edad, hasta vuestra edad presente y estudiad vuestro rostro a lo largo de los años para ver cómo ha cambiado de cuando erais más jóvenes. Tristemente veréis en ellas, con toda probabilidad, cierto endurecimiento que es menos atribuible al envejecimiento natural que a la amargura, la celotipia y el odio. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -