“¿Qué será este niño? Porque la mano del Señor estaba con él”
Está a la puerta y llama, escucha su voz y abre tu puerta.
Señor, enséñame tus caminos, porque tú eres mi Dios y Salvador.
“¿Qué será este niño? Porque la mano del Señor estaba con él”
Está a la puerta y llama, escucha su voz y abre tu puerta.
Señor, enséñame tus caminos, porque tú eres mi Dios y Salvador.
“¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Bienaventurada la que ha creído”
Espera la Navidad como la esperaron María e Isabel.
Señor, crezca en nosotros el fervor para celebrar dignamente el misterio del nacimiento de tu Hijo.
“¡La voz de mi amado! Vedlo, aquí llega”
Nosotros aguardamos al Señor y en su santo nombre confiamos
¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
Calendario de Adviento. Día 21 de 25. 2025.
Las lecturas ofrecen hoy a nuestra consideración a dos personajes cuya reacción ante la promesa de Dios es diametralmente opuesta: el rey Acaz, imagen del incrédulo, y José, figura del creyente. La fe de José esboza algunos rasgos de nuestra fe. De hecho él, portador del nombre de uno de los padres de Israel, revive la fe de los patriarcas. Como Abrahán, padre en la fe, José está dispuesto a seguir el camino confiado del proyecto de Dios.
Es el hombre "justo", es decir, el que cree las promesas de Dios incluso cuando éstas resultan extrañas e improbables y, de cualquier modo, incómodas: su vida se ve convulsionada por el nacimiento de aquel cuyo nombre significa salvación. Ser salvados no significa, por lo tanto, caminar por un sendero llano; exige de cada uno de nosotros la disponibilidad a dejarse modificar en pensamientos, proyectos, opciones. El justo en la Biblia es aquel que permanece firmemente anclado en Dios, a pesar de los pesares, aunque tenga que quedarse solo.
Además José es el hombre obediente, dispuesto a renunciar a María y luego a acogerla en casa si ésta es la voluntad de Dios. A María, su prometida, en cierto sentido se la "quitan" para volvérsela a "dar" de modo más sublime, y él la recibe como don de Dios. La encuentra distinta de como pensaba y la acoge bajo una luz nueva porque Dios se la da, y la quiere con amor delicado, respetuoso, silencioso y desinteresado. Lo dicho vale análogamente para la relación con Jesús: José es desapropiado del hijo -porque aquel niño no es hijo de sus entrañas-, pero a la vez no es un padre "disminuido", desde el momento en que será él quien impondrá el nombre a Jesús. El justo José experimenta así lo que es el sentido de cualquier hijo, una realidad que no pertenece a sus progenitores y que, precisamente por eso, se acoge con gozo como promesa abierta a la esperanza.
La fe aparece, pues, como la condición en la que descubrimos con nueva luz el sentido de las cosas y de las relaciones más preciosas que vivimos.
ORATIO: "Pide un signo": en nuestro camino, Seńor, has diseminado múltiples signos de tu presencia, pero nosotros no podemos darnos cuenta de su poder sino en el momento en que de veras nos comprometemos contigo. Danos la gracia de abrirnos a ti y de acogerlos.
Tu Palabra con frecuencia se reduce para nosotros a una serie de pobres signos, trazados sobre el papel, hasta que nos decidimos a hacerla nuestra, a meditarla y a asumirla como alimento de nuestro espíritu. La Eucaristía nos parece un simple trozo de pan si no nos acercamos con fe y no lo acogemos como alimento de vida que engendra en nosotros el amor. Nuestros hermanos con frecuencia no tienen nada de excepcional, hasta que no los miramos bajo el prisma de tu amor que hace de todos nosotros tu cuerpo, una Iglesia en la que aprendemos a conocerte y a amarte.
No permitas, Señor, que pasen desapercibidos estos signos preciosos de tu presencia. Eres tú mismo quien nos los da, no dejes que los rechacemos, como Acaz, por temor a comprometernos en la vida de fe. Al contrario, refuerza y guarda en nosotros la fe obediente del justo José.
CONTEMPLATIO: !Oh María, mar sereno, María dispensadora de paz, María tierra fructífera! Hoy, María, te has hecho libro en el que se escribe nuestra norma. En ti hoy se escribe la sabiduría del Padre eterno. En ti hoy se manifiesta la fortaleza y la libertad del hombre porque fue enviado un ángel a anunciarte el misterio del plan divino, y pedir tu consentimiento (...). Esperaba a la puerta de tu voluntad para que le abrieras, quería venir a ti; y nunca hubiese entrado si no le hubieses abierto diciendo: "Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Le 1,38)...
Oh María, dulcísimo amor mío! En ti está escrito el Verbo, del que recibimos la doctrina de la vida. Tú eres la tabula que nos ofrece esa doctrina. Veo que, tan pronto como fue escrito en ti, el Verbo no estuvo sin la cruz del santo deseo, sino que, ya en el momento de su concepción en ti, le fue infundido y añadido el deseo de morir para traer al hombre la salvación, por la cual se encarnó (...).
Oh María, bendita seas entre todas las mujeres: hoy nos has dado de tu harina. Hoy la deidad se ha unido y amasado con nuestra humanidad tan fuertemente, que jamás se podrá separar esta unión, ni por la muerte ni por nuestra ingratitud (Catalina de Siena, Preghiere ed elevazioni, Roma 1920, 116-124).
Jesús fue preguntado una vez por qué hablaba en parábolas. Su respuesta es un poco extraña: “Hablo en parábolas… no sea que vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan, y yo los sane”.
A primera vista, parecería que Jesús está siendo deliberadamente vago para que la gente no entienda la verdad, y así siga ignorante y terca.
La realidad es la contraria. Su manera calculada de ser impreciso es una delicadeza, una profunda compasión que reconoce que, como la vida de las personas es compleja, la verdad solo puede decirse de cierta manera. ¿Cómo?
No basta con tener la verdad. La verdad puede hacernos libres, pero también puede endurecer aún más los corazones si se presenta sin cuidado. Aquí tienes un ejemplo conmovedor:
La novelista Joyce Carol Oates publicó una vez un libro llamado Them. Aunque es una novela, el libro está basado en la vida de una persona real, una joven a la que Oates enseñó en la universidad y a la que puso una mala nota.
Algún tiempo después de haberle puesto esa mala nota, Oates recibió una carta de ella. La joven compartía buena parte de su historia, marcada por el dolor. Venía de un hogar difícil, había sido maltratada de niña y había pasado años intentando lidiar con sus heridas a través de sexo sin sentido y anónimo.
Cuando escribió la carta, estaba intentando salir de su pasado y de sus patrones destructivos para sobrellevarlo. En su carta se quejaba amargamente de que la clase que tomó con Oates no le había ayudado mucho. Aquí tienes, con unas pocas adaptaciones, un fragmento amplio de su carta:
“Una vez dijiste en una de tus clases: ‘La literatura da forma a la vida’. Recuerdo muy bien que dijiste eso. Y ahora quiero preguntarte algo: ‘¿Qué es forma? ¿Y por qué es mejor que la manera en que la vida sucede por sí misma?’
Odio todo eso, todas esas mentiras, tantas palabras en esos libros. ¿Qué forma hay en la manera en que pasan las cosas? Quise correr hacia ti después de clase y preguntarte eso, gritártelo a la cara, porque tus palabras estaban equivocadas. ¡Tú estabas equivocada!
Y aun así te envidio. Te envidio desde la primera vez que te vi. A ti y a otros como tú. Tu manera fácil de hablar con la gente. La forma en que puedes hablar con otros, como amigos.
Un día antes de clase te vi entrar en el edificio con otro profesor, los dos bien vestidos, hablando, sonriendo, como si eso no fuera ningún logro. Y otra vez te vi salir de la escuela en un coche azul.
Y te odio por eso. Por eso, y por tus libros y por tus palabras, y por saber tanto sobre cosas que nunca pasaron en ninguna forma perfecta.
A veces veo tu foto en los periódicos. Tú, con todo tu conocimiento, mientras que yo ya he vivido mi vida, me he dado la vuelta como un calcetín y no he sacado nada de ello. He vivido mi vida y no tiene forma. Ninguna figura.
Podría contarte cosas sobre la vida. Yo y personas como yo. Todos los que nos tumbamos solos por la noche y nos retorcemos con un odio que no podemos poner recto, en una forma. Todas las mujeres que se dan a los hombres sin saber por qué, todas las que caminamos deprisa con odio, como dolor, en las entrañas, aterrorizadas. ¿Qué sabes tú de eso?
Como la mujer que tengo delante ahora mismo en la biblioteca mientras escribo esta carta. Ella es gorda, pesada, con piernas gruesas de color crema, marcadas con venas varicosas. Personas como ella y como yo sabemos cosas que ustedes no saben, ustedes, profesores y escritores de libros.
Somos las que nos quedamos en las bibliotecas cuando es hora de irse y nos sentamos a tomar café solas en la cocina. Somos las que hacemos planes locos de matrimonio, pero no tenemos a nadie con quien casarnos. Somos las que miramos a nuestro alrededor lentamente cuando bajamos del autobús, pero no sabemos qué estamos buscando.
Somos las que hojeamos revistas con fotos a color y pasamos largas horas hundidas en nuestros propios cuerpos; pensando, recordando, soñando, esperando que alguien venga y dé forma a tanto dolor. ¿Y qué sabes tú de eso?”
Sí, ¿qué sabemos de eso nosotros, los profesores, predicadores y escritores? Su carta nos muestra por qué Jesús hablaba en parábolas.
La verdad puede hacernos libres. De hecho, puede dar forma a la vida. Pero también puede decirse sin pensar, sin corazón, y entonces solo sirve para restregarnos nuestra propia insuficiencia y vergüenza.
Necesitamos decir la verdad en parábolas. La verdad no es algo con lo que podamos jugar, rápido y sin cuidado. Ron Rolheiser OMI / Artículo en inglés
Calendario de Adviento. Día 20 de 25. 2025.
Que se llene tu boca de la alabanza al Señor.
Señor, concédenos proclamar con fe íntegra y piedad sincera el gran misterio de la Encarnación.
“La virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Enmanuel, Dios con nosotros”
El centro de hoy está en la acción del Espíritu Santo.
Madre de la Esperanza, de la ternura, enséñanos a dar nuestro sí a la acción del Espíritu.
Señor, enséñame tus caminos,
instrúyeme en tus sendas:
haz que camine con lealtad.
En cierto sentido, podríamos decir que el cristianismo inventó la religión, en el sentido de que antes del cristianismo las comunidades de fe eran mayormente étnicas y tribales. Jesús definió de otro modo la familia de la fe: nos dice que no es el vientre del que has nacido, sino el vientre del que has renacido lo que define tu familia. Para Jesús, la verdadera familia no se fundamenta en la biología, la etnicidad o la nacionalidad. Se fundamenta en la fe.
¿Dónde enseña esto Jesús? Está presente casi en todas partes como un motivo de fondo de su enseñanza. Sin embargo, se hace explícito varias veces cuando define su relación con su propia madre y el lugar y el estatus de ella dentro de la comunidad de fe.
Hay varios episodios en el Evangelio en los que Jesús parece tomar distancia de su madre. Por ejemplo, en una ocasión alguien se le acerca y le dice: “Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren hablar contigo”. Pero Jesús responde: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” Y señalando a sus discípulos dijo: “Aquí están mi madre y mis hermanos”.
En otra ocasión, está hablando a una multitud cuando una mujer grita: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” Y Jesús responde: “Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan”.
Ese intercambio podría reformularse así: una mujer del público se siente especialmente conmovida por Jesús y exclama: “¡Debes de haber tenido una madre maravillosa!”. Y Jesús responde: “Sí, fue maravillosa, más de lo que imaginas. Todas las madres son maravillosas en su biología. Pero mi madre fue aún más maravillosa en su fe”.
A primera vista, estos episodios pueden resultar desconcertantes porque puede parecer que Jesús toma distancia de su propia madre. No es así. Más bien, está redefiniendo su relación con ella de un modo que le otorga un estatus diferente (y más elevado): Dichosos más bien quienes oyen la palabra de Dios y la guardan. Los Evangelios dejan claro que María fue, de hecho, la primera persona que hizo esto. Su fe al decir “hágase en mí según tu palabra” es lo que la hizo más especial que su biología.
En los Evangelios, María tiene un estatus especial dentro de la comunidad apostólica, no ante todo por ser la madre biológica de Jesús, sino porque fue la primera en escuchar verdaderamente la palabra de Dios y guardarla. Su fe, más que su biología, le otorga su estatus especial.
Además, con estas respuestas Jesús redefine de manera fundamental qué constituye una familia verdadera: la fe, más que la biología, determina quién es tu madre, quiénes son tus hermanos y quiénes son tus hermanas. La verdadera familia no está determinada por la biología, sino por la fe. Para los cristianos, no es el vientre del que naciste, sino el vientre del que renaciste lo que define tu familia. La verdadera familia ya no tiene su base en la etnia, la biología, la tribu o la nación. Nada de eso nos hace hermanos y hermanas en el sentido más pleno de la palabra familia.
De esto se derivan desafíos de gran alcance, desafíos que solemos ignorar continuamente. Sencillamente, nos resistimos continuamente a definir la familia de una manera tan amplia. En cambio, nuestra tendencia es identificar la familia de la fe con nuestra propia familia biológica, étnica, nacional, denominacional o ideológica, haciendo así de Dios nuestro propio Dios tribal, nacional, denominacional o ideológico. Esto nos da no solo una idea falsa de familia, sino también una idea falsa de Dios. En una frase tomada de Nikos Kazantzakis: cuando hacemos esto, el seno de Dios se convierte en un gueto.
“¿Quién es mi madre? ¿Quiénes son mis hermanos y hermanas?” ¿Quién es mi verdadera familia?
Al responder a esto, la fe debe, en última instancia, prevalecer sobre las referencias a la familia biológica, la etnicidad, la nacionalidad o la afinidad denominacional o ideológica. Aquellos que escuchan la palabra de Dios y la guardan son para nosotros “madre, hermano y hermana”.
La redefinición que hace Jesús de lo que constituye una familia es, creo yo, un desafío muy necesario para nosotros hoy, ya que cada vez más nos separamos unos de otros por causas ideológicas, nacionales y étnicas, definiendo la familia de un modo muy distinto al de Jesús. Identificar la familia de la fe con la familia biológica, étnica, nacional, denominacional o ideológica es lo que sustenta el concepto de nacionalismo cristiano y otras formas de tribalismo que intentan revestirse de Jesús y del Evangelio. Esas ideas, por sinceras que sean, están equivocadas y son en aspectos significativos contrarias a Jesús y al Evangelio. En Cristo, como asegura la Escritura, todos hemos sido bautizados en un solo cuerpo, ya seamos judíos o griegos, esclavos o libres, y todos hemos bebido de un mismo Espíritu. En la familia de la fe no hay Johnson ni Rolheiser, ni estadounidense ni mexicano, ni británico ni francés, ni blanco ni de color, ni liberal ni conservador. Nuestra verdadera familia, nuestra familia en Cristo, trasciende todo eso, y sin negar una sana lealtad a la familia biológica, la denominación o la nación, nos pide también trascenderlo. Ron Rolheiser OMI / Artículo en inglés
"Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca."
Domingo de la Alegría. Gritad jubilosos, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel.
Te damos gracias, Señor, porque tu palabra invita a la alegría pues es la presencia de tu Hijo entre nosotros.
La pregunta del Bautista: "Eres tú el que tenía que venir?", que domina la presente página del evangelio de Mateo, no expresa una mera curiosidad religiosa.
Juan estaba convencido de que el Mesías iba a inaugurar el Reino de Dios. Llevaba una vida ascética ejemplar llamando a penitencia a sus contemporáneos y fustigó las costumbres de los poderosos hasta ser encarcelado por tal motivo. Desde la prisión, manda a informarse acerca de los fundamentos de la "buena noticia" porque se ha jugado la vida sobre el sentido de lo que ha vivido hasta el presente. Ni siquiera el Bautista es una excepción en la oscuridad de la fe, ni goza desde el principio de una plena comprensión del proyecto de Dios que le puede preservar del escándalo (v. 6).
Jesús responde indicando lo que está haciendo; sus palabras (anuncia el evangelio a los pobres), sus acciones ("Id a contar a Juan lo que estáis viendo y oyendo...": v. 4), las Escrituras, mediante las cuales se pueden entender sus palabras y acciones (de hecho, espiga unas citas, tomadas la mayor parte de Is 35: "Los ciegos ven..."). Jesús sabe que a alguien que está disponible como el Bautista, el evangelio le habla por sí mismo; él comprenderá que Jesús es el que viene en nombre de Dios. Pero como el Bautista ha anunciado un Mesías un tanto diverso, juez severo, ministro de la ira de Dios, deberá estar dispuesto a rectificar su misma visión de Mesías.
También él debe convertirse. Mateo reserva al final una palabra dirigida al discípulo de Jesús: el Bautista era grande, pero no era más que un precursor, mientras que el discípulo ha conocido en plenitud el don de Dios, y por eso es más grande que el Bautista (v. 11). Su grandeza no estriba en una mayor estatura ascética y moral, sino en el don de Dios que ahora, en Jesús, se manifiesta plenamente.
Gracias a: Rezando Voy,Santa Clara de Estella y Ciudad Redonda
Y sí, ¿por qué? Especialmente cuando san Pablo nos dice en la carta a los Romanos que toda la creación (mineral, vegetal y animal) gime deseando ser liberada de la corrupción para entrar en la vida eterna con nosotros. ¿Cómo? ¿Cómo entrarán los minerales, las plantas y los animales en el cielo? Eso está más allá de lo que ahora podemos imaginar, del mismo modo que tampoco podemos imaginar cómo entraremos nosotros: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni ha pasado por el corazón del hombre lo que Dios ha preparado para los que lo aman”. La vida eterna está más allá de nuestra imaginación presente.
Lo que John Muir pregunta sobre los animales podría aplicarse en un sentido más amplio: ¿somos también demasiado tacaños a la hora de decidir quién puede ir al cielo?
Cuando digo “tacaños” me refiero a cómo, con frecuencia, estamos tan obsesionados con la pureza, los límites, el dogma y las prácticas religiosas que terminamos excluyendo a millones de personas de nuestras iglesias, de nuestros programas, de los sacramentos, de nuestras mesas eucarísticas y hasta de nuestra idea de quién merece el cielo. Esto ocurre en todas las confesiones cristianas. Como cristianos, todos tendemos a construir un cielo tacaño.
Sin embargo, puedo entender el instinto que hay detrás de esto. Seguir a Jesús tiene que significar algo concreto. Ser discípulo de Cristo implica exigencias reales, y las iglesias necesitan límites claros en cuanto a doctrina, sacramentos, pertenencia y práctica. Es legítimo trazar una línea entre quién está “dentro” y quién está “fuera”. El instinto en sí es sano.
Pero su práctica no siempre lo es. A menudo hacemos del cielo un lugar tacaño. Metafóricamente, somos como aquel grupo del Evangelio que impide al paralítico acercarse a Jesús, de modo que solo puede llegar a Él entrando por un agujero en el techo.
Nuestro instinto puede ser correcto, pero nuestra práctica a menudo no lo es. Nosotros, los que estamos profundamente comprometidos con la Iglesia, necesitamos ser lo bastante firmes en nuestra fe y en nuestra práctica como para ser anclas de una espiritualidad y un estilo que acoja y comparta la mesa con quienes no lo están. ¿Cómo hacerlo? He aquí una comparación.
Imagina una familia de diez hijos, ya adultos. Cinco de ellos están profundamente comprometidos con la familia: vuelven a casa con frecuencia, comen juntos todos los fines de semana, mantienen el contacto, celebran rituales y encuentros regulares para seguir unidos, y se ocupan de que sus padres estén siempre bien. A estos podríamos llamarlos los “miembros practicantes” de la familia.
Ahora imagina que los otros cinco hijos se han distanciado. Ya no mantienen una relación constante con la familia, están desconectados de su vida cotidiana y de su espíritu, no se preocupan demasiado por sus padres, pero aún desean mantener algún lazo, compartir de vez en cuando una celebración o una comida familiar. A ellos podríamos llamarlos los “miembros no practicantes”.
Esto plantea una pregunta: ¿Deben los “miembros practicantes” impedirles asistir a las reuniones familiares, pensando que su presencia pondría en peligro los valores o el espíritu de la familia? ¿O deberían permitirles venir, pero solo si antes se comprometen a retomar una relación regular con la familia?
Creo que en la mayoría de las familias sanas, los “miembros practicantes” acogerían con alegría a los “no practicantes” en los encuentros y comidas familiares, agradecidos por su presencia, aceptándolos con generosidad y sin exigirles compromisos previos. Tampoco se sentirían amenazados por ellos ni temerían que su presencia ponga en peligro el espíritu familiar.
Como “miembros practicantes”, confiarían en que su propio compromiso basta para sostener el espíritu, las normas y las tradiciones familiares, de modo que quienes vienen sin compromiso no amenazan nada, sino que hacen la celebración más rica y más inclusiva. Esa confianza nacería del hecho de saber —en esta familia concreta— que ellos son los adultos del grupo, capaces de acoger sin perder nada. No serían tacaños con el don y la gracia de la familia.
Creo que aquí hay una lección: nosotros, los cristianos “practicantes”, responsables de la recta práctica eclesial, la doctrina, la moral y la auténtica transmisión de la Palabra y la Eucaristía, no deberíamos ser tacaños con el don y la gracia de la familia cristiana.
Como Jesús, que acogía a todos sin exigir primero conversión o compromiso, debemos abrir nuestras puertas y ampliar nuestros brazos. La inclusión, no la exclusión, debería ser siempre nuestro primer paso. Como Jesús, no debemos sentirnos amenazados por lo que parece impuro, y debemos estar dispuestos a escandalizar a otros por las personas con las que compartimos la mesa. No seamos tacaños al compartir la familia de Dios, sobre todo porque el Dios al que servimos es un Dios pródigo que no se siente amenazado por nada. Ron Rolheiser OMI / Artículo original en inglés
“Yo, el Señor, tu Dios, te instruyo por tu bien”
El que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida.
Señor, que la intercesión de Santa Lucía,
sea nuestro apoyo para contemplar las realidades eternas.
“El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.”
No temas, yo mismo te auxilio.
Virgen de Guadalupe, intercede por nosotros.