El Viernes Santo (El Viernes Bueno) fue malo mucho
antes de que fuera bueno, al menos por las apariencias externas. Dios estaba siendo
crucificado por todo lo que puede ir mal en el mundo: orgullo, celos,
desconfianza, ofensa, egoísmo, pecado. No es casual que los Evangelios nos
digan que, mientras Jesús estaba muriendo, se hiciera oscuro a mitad del día.
Pocas imágenes nos dicen más. Cuando Jesús fue colgado de la cruz, al parecer,
la luz dio paso a la oscuridad, el amor al odio, y la vida a la muerte. ¿Cómo
eso puede ser bueno?
Además, por morir,
Jesús ya no parecía divino, poderoso y en control de las cosas, tanto referido
a lo que estaba sucediendo en el mundo como a lo que estaba sucediendo dentro
de sí mismo. El mundo estaba hundiéndose en la desconfianza; y, si los
Evangelios deben ser creídos, Jesús, el Dios encarnado, parecía estar
hundiéndose en una duda personal, tan inquietante que lanzó las palabras:
“¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!”. ¿Qué está sucediendo aquí?
¿Cómo eso puede ser bueno?
Para entender lo que
sucedió el Viernes Santo, necesitamos separar lo que estaba sucediendo en el
exterior de lo que estaba sucediendo en algún lugar más profundo.
Lo acontecido en el
exterior era malo, y nunca, por más que se imagine, puede ser llamado bueno.
Las personas religiosas sinceras, buenas aunque débiles, por miedo y debilidad,
estaban traicionando lo mejor de ellas mismas, bien ayudando a incitar a la
ejecución de Jesús o bien permaneciendo pasivamente y permitiendo que
sucediera. Efectivamente, a no ser unas pocas mujeres fuertes que no se estaban
rindiendo al temor o a la histeria colectiva pero que estaban también
desautorizadas para hacer prácticamente algo sobre eso, todos estaban
colaborando en la crucifixión de Dios, por ignorancia, celotipia o debilidad.
En propias palabras de Jesús, las tinieblas estaban teniendo su momento. El
drama humano, social y político que tenía lugar el Viernes Santo no era bueno.
Reflejaba a la humanidad en su peor momento, ante el aparente silencio de Dios.
Pero algo más profundo
estaba sucediendo el Viernes Santo; un drama estaba teniendo lugar en el
interior de la propia alma y conciencia de Jesús, el resultado del cual era
antitético a todo lo que estaba sucediendo en el exterior, en la muchedumbre.
En su lucha por aceptar lo que estaba sucediendo en esa situación y aceptar lo
que se le estaba pidiendo, vemos el último drama moral y religioso: el amor con
el que luchaba y luego triunfaba sobre el odio, la confianza con la que luchaba
y luego triunfaba sobre la paranoia, y el perdón con el que luchaba y luego
triunfaba sobre la amargura.
Vemos primero esa
lucha épica, que tiene lugar en su agonía en el huerto de Getsemaní, donde
Jesús literalmente suda sangre ante sus opciones, esto es, manteniéndose firme
ante toda forma de oposición, odio, ignorancia y malentendido: él debe decidir
si entregarse a sí mismo en confianza o huir en autoseguridad. Elige lo primero
y -nos dicen- entonces es confortado por una presencia divina.
Pero la aceptación no
quiere decir exactamente total rendición; y, al siguiente día, el Viernes
Santo, tiene lugar la prueba final. El ángel que le confortó en Getsemaní
parece perderse de vista cuando él está en la cruz, y una aplastante noche
oscura de duda lo atormenta hasta el punto de hacerle clamar con lo que
aparentemente suena como desesperación: “¡Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado!” Su aceptación, dada a su Padre la noche anterior, en este momento
crucial, se hace infinitamente más difícil por la aparente ausencia de su
Padre, que, hasta ahora, había sido su verdadero aliento. Ante ese aparente
abandono, Jesús tuvo que hacer una elección por fe, amor y confianza al nivel
más descarnado, en extrema tiniebla. ¿Cuál es la elección? ¿Qué hace Jesús?
En palabras de Karl
Rahner, Jesús se permite “hundirse en la incomprensibilidad de Dios”. Se rinde
a Dios, al que no puede, en ese momento, sentir o entender, sino sólo confiar.
Aquí es donde el Viernes Santo (Viernes Bueno) cambia de malo a bueno: Jesús se
rinde no en amargura, avaricia o ira, sino en confianza, gratitud y perdón. En
ese rendimiento, la lucha entre el bien y el mal, la más épica de las batallas,
es ganada.
Al fin, todo lo malo
de nuestro mundo no será derrotado por una violencia moralmente superior, no
importa lo virtuosos que sean los que están haciendo la derrota. La buena
violencia nunca librará al mundo de la mala violencia. Libraremos nuestro mundo
de esos poderes que perennemente crucifican a Dios sólo cuando cada uno de nosotros,
como Jesús, podamos permitir a nuestra amargura, avaricia e ira ceder el paso a
la confianza, gratitud y perdón. Y, excepto siendo extraordinariamente
favorecidos por una gracia especial, todos, como Jesús, tendremos que dejarnos
hundir en la incomprensibilidad de Dios, esto es, confiando aun cuando no
entendamos, amando aun cuando seamos odiados y perdonando aun cuando seamos
ofendidos.
Todos nosotros
tendremos nuestros Viernes Santos, no el menor en nuestra experiencia de la
muerte. En total apariencia, tendrán mal aspecto; pero, si nos rendimos en
confianza, serán buenos.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 3 de abril de 2017
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