El corazón tiene sus razones -dice Pascal- y a veces esas
razones tienen una larga historia.
Recientemente firmé una tarjeta para un amigo -un devoto
bautista- cuya educación supuso cierto recelo de parte de los católicos
romanos. Eso es algo con lo que él aún lucha; ¡pero todos nosotros no! La
historia infecta por fin nuestro ADN. ¿Quién de nosotros está enteramente libre
de recelo de lo que es religiosamente diferente de nosotros? Y ¿cuál es el
remedio? El contacto personal, la amistad y el diálogo teológico con los de
otras denominaciones y otras creencias ayudan a abrir nuestras mentes y
corazones, pero el fruto de siglos de amarga incomprensión no desaparece tan
fácilmente, de modo especial cuando está institucionalmente arraigado y
alimentado como una protección profética de Dios y la verdad. Y así, en lo
tocante a los cristianos de otras denominaciones, permanece en la mayoría de
nosotros una enfermedad emocional, una incapacidad de ver al otro totalmente
como uno de nosotros.
Y así, al firmar esta tarjeta para mi hermano cristiano
separado, escribí: “A un compañero cristiano, hermano en el Cuerpo de Cristo,
buen amigo, del cual estoy separado por 500 años de incomprensión”.
Quinientos años de incomprensión, de separación, de recelo,
de defensiva; eso no es algo que se supere fácilmente, en especial cuando en su
centro hay cuestiones sobre Dios, la verdad y la religión. Por supuesto, ha
habido enorme progreso positivo conseguido en los últimos cincuenta años, y
muchas de las originales y ruidosas incomprensiones han sido superadas. Pero
los efectos de la histórica ruptura con la Cristiandad y la reacción a ella
están presentes hoy y son todavía vistas dondequiera, desde las altas oficinas
de la iglesia a debates en la academia de teología y recelos en la mente
popular.
Es triste ver cómo nos hemos fijado tanto en nuestras
diferencias, cuando en el centro, en el corazón, compartimos la misma fe
esencial, las mismas creencias esenciales, los mismos códigos básicos de moral,
las mismas Escrituras, la misma creencia en la otra vida y el mismo credo
fundamental; esa intimidad con Jesucristo es el objeto de nuestra fe. También
-no insignificantemente- hoy también compartimos los mismos prejuicios y
parcialidades contra nosotros, tanto si estos vienen de los fundamentalistas de
otras religiones como si vienen de los super-celosos, super-secularizados,
post-cristianos de nuestra propia sociedad. Para alguno que nos mire desde
fuera, nosotros, todas las diferentes denominaciones, nos asemejamos a un
monolito: una sola fe, una sola iglesia, una única religión, nuestras
diferencias largamente eclipsadas por nuestra comunión. Tristemente, tendemos a
no vernos así desde dentro, donde nuestras diferencias, más frecuentemente que
no basadas sobre una incomprensión, son vistas para impedir el crecimiento de
nuestro común discipulado.
Sin embargo, la Epístola a los Efesios nos dice que, como
cristianos, compartimos un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo y un solo
Dios que es Padre de todos nosotros. A su nivel más esencial, eso es cierto de
todos nosotros como cristianos, a pesar de nuestras diferencias nominales.
Somos uno en lo más central nuestro.
Desde luego, hay algunas verdaderas diferencias entre
nosotros, aunque la mayoría referido a cómo entendemos ciertos aspectos de la
iglesia y ciertas cuestiones en moralidad, más bien que a cómo entendemos las
verdades más profundas sobre la naturaleza de Dios, la divinidad de Cristo, el
don de la Palabra de Dios, el don de la Eucaristía y la inalienable dignidad y
destino de todos los seres humanos. En la jerarquía de la verdad, este núcleo
esencial es lo que resulta más importante, y en este núcleo esencial estamos
esencialmente de acuerdo. Esa es la verdadera base de nuestro común
discipulado.
Eclesialmente, las cuestiones que nos dividen se centran
mayormente sobre la autoridad de la iglesia, sobre la ordenación al ministerio,
sobre si enfatizar la palabra o el sacramento, sobre cómo entender la presencia
de Cristo en la Eucaristía, sobre el número de sacramentos, sobre el lugar de
los sacramentales y las devociones en el discipulado, y en cómo escritura y
tradición se accionan recíprocamente. En relación a cuestiones morales, las
cuestiones que nos dividen son también las cuestiones del “botón rojo” de
nuestra sociedad en conjunto: el aborto, el matrimonio, el control de la
natalidad y el lugar de la justicia social en el discipulado. Pero, incluso
sobre estas, hay más acuerdo que diferencia entre las iglesias.
Además, hoy, las diferencias sobre cómo entendemos muchas de
las cuestiones eclesiales y morales que nos dividen son más temperamentales que
denominacionales, esto es, tienden a ser más una cuestión de teología de uno
que afiliación denominacional de uno. Se da por hecho que la teología
denominacional clásica aún desempeña un papel, pero hoy las divisiones
relativas a cómo vemos ciertas cuestiones eclesiales y morales, tales como la
ordenación, el matrimonio gay, el aborto o la justicia social, son menos una
tensión entre católicos romanos y protestantes (y evangélicos) de lo que son
entre los que se inclinan temperamental y teológicamente en una dirección más
bien que la otra. Es quizás demasiado simplista presentar esto en términos de
liberales contra conservadores, pero al menos mucho de esto es verdad, la línea
divisoria sobre estas cuestiones hoy está volviéndose cada vez menos
denominacional.
El credo cristiano más temprano tuvo, sin embargo, una
simple línea: ¡Jesús es Señor! Todos los cristianos estamos aún de acuerdo con
eso, y así permanecemos hermanos y hermanas, separados sólo por quinientos años
de incomprensión.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 24 de abril de 2017
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