Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor". También debían ofrecer un sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. (Lc 2,21-24)
«Se le
puso el nombre de Jesús»
Hoy, inmersos en el ciclo de Navidad, celebramos el mismo Nombre
de Jesús. La veneración de este Santísimo Nombre surgió en el siglo XIV. San
Bernardino de Siena y sus discípulos difundieron esta devoción: «Éste es aquel
santísimo nombre anhelado por los patriarcas, esperado con ansiedad, suplicado
con gemidos, invocado con suspiros, requerido con lágrimas, dado al llegar la
plenitud de la gracia» (San Bernardino).
Después de diversas vicisitudes litúrgicas, san Juan Pablo II restableció esta celebración en el misal romano. En este día —justamente— los jesuitas celebran el título de su “Compañía de Jesús”.
Es propio de las personas —ángeles y hombres, es decir, seres espirituales— distinguirse en su singularidad única con un nombre propio. Pero el caso de Dios es especial: propiamente, no le encaja ningún nombre. Él, por su infinita perfección está por encima de todo y de todos, está por encima de todo nombre (cf. Fil 2,9), es el Inefable, es el Innombrable…
Sin embargo, por su infinita Misericordia, se ha inclinado hacia el hombre e, incluso, ha aceptado ponerse un “nombre propio”. La primera revelación de su nombre la hizo en el desierto cuando Moisés le pidió: «’Cuando me pregunten cuál es tu nombre, ¿Qué tengo que decirles?’. Dios le dijo a Moisés: ‘Yo soy el que soy’» (Ex 3, 13-14). Mientras que nosotros tenemos que decir que “soy hombre”, “soy mujer”, “soy arquitecto” … (hemos de especificar de muchas maneras lo que somos), Dios —en cambio— simplemente “ES”. Por tanto, podríamos decir que “Yo soy el que soy” es el nombre filosófico que se adapta de alguna manera a Dios.
Después de diversas vicisitudes litúrgicas, san Juan Pablo II restableció esta celebración en el misal romano. En este día —justamente— los jesuitas celebran el título de su “Compañía de Jesús”.
Es propio de las personas —ángeles y hombres, es decir, seres espirituales— distinguirse en su singularidad única con un nombre propio. Pero el caso de Dios es especial: propiamente, no le encaja ningún nombre. Él, por su infinita perfección está por encima de todo y de todos, está por encima de todo nombre (cf. Fil 2,9), es el Inefable, es el Innombrable…
Sin embargo, por su infinita Misericordia, se ha inclinado hacia el hombre e, incluso, ha aceptado ponerse un “nombre propio”. La primera revelación de su nombre la hizo en el desierto cuando Moisés le pidió: «’Cuando me pregunten cuál es tu nombre, ¿Qué tengo que decirles?’. Dios le dijo a Moisés: ‘Yo soy el que soy’» (Ex 3, 13-14). Mientras que nosotros tenemos que decir que “soy hombre”, “soy mujer”, “soy arquitecto” … (hemos de especificar de muchas maneras lo que somos), Dios —en cambio— simplemente “ES”. Por tanto, podríamos decir que “Yo soy el que soy” es el nombre filosófico que se adapta de alguna manera a Dios.
Pero en su generosa condescendencia, Dios Hijo se ha encarnado para salvarnos:
Él es perfecto Dios y perfecto hombre. Y, como tal, sus padres «le pusieron el
nombre de Jesús» (Lc 2,21). “Jeshua” significa “Dios es salvación”. He aquí un
Nombre —el Santísimo Nombre de Jesús— que merece toda la veneración y total
respeto. Así lo indica el segundo mandamiento de la Ley de Dios… Y así nos lo
enseñó el propio Jesús: «Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea
tu Nombre…». Rev. D. Antoni CAROL i Hostench Fuente / Otro artículo en profundidad