Aún hay gente por todas partes que cree que ya no existe ningún problema relativo a la condición de las mujeres. Amplia es la creencia de que hoy, al menos en los países democráticos, las mujeres gozan de total igualdad con los hombres. También, para muchos, el feminismo es una mala palabra, cargada políticamente, que representa una ideología liberal radical cuya agenda está en oposición a los valores familiares tradicionales. ¿Qué hay que decir sobre esto?
Primero, el feminismo, como el Cristianismo, es un término amplio que incluye tanto expresiones sanas como estridentes. Hay buenas feministas y las hay estridentes, como se dice también de los cristianos. Sea como sea, mi intento aquí es sugerir que nada puede estar más lejos de la verdad que la ingenua creencia de que se ha conseguido la igualdad de género, en cualquier lugar. No, no se ha conseguido, ni por asomo.
¿Por qué digo esto? Antes de ofrecer más evidencia sustancial, permitidme resaltar sólo un ejemplo. Vivo en el Oeste, en los Estados Unidos, en América, en Texas, en San Antonio (una ciudad muy cristiana y compasiva), en una cultura democrática de la que está orgullosa y se cree que es un faro para el mundo en referencia a los derechos humanos y la igualdad de las mujeres. Aun así, según leo en nuestro diario, raramente pasa una sola semana en la que no se dé información de una mujer que muere a causa de violencia doméstica. Además, estos son sólo reportajes de mujeres asesinadas por un compañero doméstico; los números son sin duda astronómicamente más elevados si nos referimos a mujeres que sufren abuso físico y sexual en nuestros hogares. Advertid que, en el 90% de estos casos, es la mujer quien muere.
Sin embargo, para acreditar la reclamación de que las mujeres sufren, masiva y desproporcionadamente, de desigualdad, permitidme citar una serie de comentarios tomados de un libro reciente, Awakening (Despertar), de Joan Chittister:
-“El hecho es que dos tercios de los pobres del mundo son mujeres, dos tercios de los analfabetos del mundo son mujeres, y dos tercios de los hambrientos del mundo son mujeres. La opresión de la mitad de la raza humana no puede ser explicada accidentalmente… Mujeres son la mayoría de los pobres, la mayoría de los refugiados, la mayoría de los faltos de educación, la mayoría de los derrotados y la mayoría de los rechazados del mundo”.
-“La historia de las mujeres es de opresión, discriminación y violencia histórica y universal. En el Budismo, las mujeres que han llevado vidas de total dedicación espiritual están entrenadas para aceptar órdenes de parte del más joven de los monjes varones. En el Islam, a las mujeres se les exige que lleven un velo sobre sus cabezas y cubran sus cuerpos para expresar su indignidad y señalar el hecho de que pertenecen a algún hombre. En el Hinduismo, las mujeres son abandonadas por sus esposos a causa de tareas más altas y dotes más copiosas, o se les responsabiliza de su muerte en virtud de un mal karma de una mujer. En la mayoría de las formas del Judaísmo, a las mujeres se les deniega el acceso al ritual y educación religiosos. En el Cristianismo, hasta recientemente y en muchos sectores aún, los derechos legales de las mujeres han estado equiparados con los de los niños más pequeños; golpear a la esposa está protegido por el derecho doméstico, e incluso la vida espiritual de las mujeres está dictada, dirigida y controlada por los hombre de la fe”.
Además, Chittister destaca una ironía que generalmente sigue sin ser reconocida y, peor aún, se usa frecuentemente para camuflar nuestro fracaso en conceder a las mujeres igual estatus. Aquí está la ironía. Muchos de nosotros fomentamos, consciente o inconscientemente, una actitud que con razón podría ser llamada feminismo romántico, en el que idealizamos y exaltamos sobremanera a las mujeres; y, de manera irónica pero comprensible, por ese mismo motivo acabamos por denegarles la plena igualdad. Así es como Chittister lo expresa: “en ninguna otra clase, se ha prodigado ciertamente tanta poesía, tanta música, tantas flores, tanta adulación, tanta tolerancia, tanto amor romántico, y tan poco respeto moral e intelectual, espiritual y humano”. En esencia, una exagerada idealización de las mujeres, les dice: ¡sois tan especiales y maravillosas que no deberíais ser tratadas de la misma manera que los hombres!
Tengo la edad precisa como para haber vivido a lo largo de un par de generaciones de feminismo. En los 1980 y 1990, cuando enseñaba teología en un par de universidades, el feminismo, tanto el sano como el estridente, era muy fuerte en la facultad y en gran parte de la corporación estudiantil. Confieso que no siempre me sentí a gusto con él, particularmente con su tono muchas veces militante. Comprendí su legitimidad, aun cuando temía su estridencia.
Bien, los tiempos han cambiado. Hoy, en las aulas donde enseño, me encuentro más y más, con mujeres, mujeres más jóvenes, que tienen poca simpatía o interés por el feminismo de los 1980 y 1990. Se da casi una actitud arrogante hacia esas mujeres que fueron pioneras de la agenda feminista. En parte, es una cosa generacional que resulta comprensible. En parte, sin embargo, es también una ingenuidad, una creencia infundada de que la batalla ha sido ganada, que las mujeres tienen ahora lograda la plena igualdad, que ya no hay necesidad de las batallas al estilo antiguo.
Así pues, cuando leo las nada halagüeñas estadísticas de Chittister y leo casi diariamente en nuestros periódicos sobre la violencia doméstica, echo en falta a esas feministas luchadoras con quienes una vez me encontré en las aulas y en las reuniones de la facultad hace todos esos años. Ron Rolheriser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -