Si sólo oráramos cuando sintiéramos ganas, no oraríamos mucho.
El entusiasmo, los buenos sentimientos y el fervor no sostendrán durante mucho tiempo la vida de oración de uno, por más que haya buena voluntad y firme intención. Nuestros corazones y mentes son complejos y promiscuos, potros salvajes que retozan a su propio ritmo, con la oración frecuentemente sin estar en su agenda. El renombrado místico Juan de la cruz enseña que, después de un periodo inicial de fervor en la oración, pasaremos la mayor parte de nuestros años luchando por orar discursivamente tratando con el aburrimiento y la distracción. Así, la cuestión radica en cómo oramos en esos momentos en que nos sentimos cansados, distraídos, aburridos, desinteresados y alimentando mil cosas más en nuestras cabezas y en nuestros corazones. ¿Cómo oramos cuando poco en nuestro interior quiere orar? Especialmente, ¿cómo oramos en esos momentos en los que tenemos un verdadero hastío para orar?
Los monjes tienen secretos dignos de ser conocidos. El primer secreto que necesitamos aprender de ellos es que el lugar central del ritual es sustentar una vida de oración. Los monjes oran mucho y con regularidad, pero nunca tratan de sustentar su oración sobre la base de los sentimientos. La sustentan a través del ritual. Los monjes oran juntos ritualmente siete u ocho veces al día. Se reúnen en la capilla y rezan los oficios rituales de la iglesia (Maitines, Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Vísperas, Completas) o celebran la Eucaristía juntos. No siempre van allá porque sienten gana, vienen porque se sienten llamados a orar, y luego, con sus corazones y mentes quizás menos que entusiasmados con la oración, oran a través de la parte más profunda de sí mismos, su intención y su voluntad.
En la regla que san Benito escribió para la vida monástica, hay una frase citada frecuentemente. La vida de un monje, escribe, es para estar regulada por la campana monástica. Cuando la campana monástica suena, el monje se dispone inmediatamente a dejar cualquier cosa que está haciendo e ir a lo que sea que le esté llamando, no porque lo quiera, sino porque es la hora, y esa hora no es nuestra hora, es la hora de Dios. Ese es un secreto valioso, principalmente en cuanto se aplica a la oración. Necesitamos acudir a la oración regularmente, no porque lo queramos, sino porque es la hora; y cuando no podemos orar con nuestros corazones y mentes, todavía podemos orar por medio de nuestras voluntades y por medio de nuestros cuerpos.
¡Sí, nuestros cuerpos! Tendemos a olvidar que no somos ángeles desencarnados, puro corazón y mente. Somos también un cuerpo. Así, cuando corazón y mente luchan por ocuparse en la oración, aún podemos orar siempre con nuestros cuerpos. Clásicamente, hemos tratado de hacer esto a través de ciertos gestos y posturas físicas (hacer la señal de la cruz, arrodillarse, elevar las manos, juntar las manos, genuflexión, postración) y nunca deberíamos subestimar o denigrar la importancia de estos gestos corporales. Dicho sencillamente, cuando no podemos orar de ninguna otra manera, todavía podemos orar por medio de nuestros cuerpos. (Y, ¿quién va a decir que un sincero gesto corporal es inferior como oración a un gesto del corazón o de la mente?). Personalmente, admiro mucho un gesto particular corporal: inclinar la cabeza hacia el suelo, que los musulmanes practican en su oración. Hacer eso es sentir que tu cuerpo dice a Dios: “Al margen de todo lo que haya en mi mente y en mi corazón, ahora mismo me someto a tu omnipotencia, tu santidad, tu amor”. Cuando quiera que hago una oración meditativa, normalmente la acabo con este gesto.
A veces, los escritores espirituales, catequistas y liturgistas nos han frustrado al no dejar claro que la oración tiene diferentes etapas, y que la afectividad, el entusiasmo, el fervor son solamente una etapa, la etapa neófita, sin más. Como han enseñado universalmente los grandes doctores y místicos de espiritualidad, la oración, como el amor, pasa por tres fases. Primero, viene el fervor y el entusiasmo; después viene el decrecimiento del fervor junto con la aridez y el hastío, y finalmente, viene el perfeccionamiento, una fácil y cierta sensación de estar en casa en la oración, que no depende de la afectividad ni del fervor sino del compromiso de estar presente, al margen del sentimiento afectivo.
Dietrich Bonhoeffer solía decir esto a una pareja cuando estaba oficiando su matrimonio: Hoy estáis muy enamorados y creéis que vuestro amor sustentará vuestro matrimonio. No lo hará. Dejad que vuestro matrimonio (que es un contenedor del ritual) sustente vuestro amor. Lo mismo se puede decir sobre la oración. El fervor y el entusiasmo no sostendrán vuestra oración, pero el ritual sí. Cuando luchamos por orar con nuestras mentes y nuestros corazones, aún podemos orar siempre por medio de nuestras voluntades y nuestros cuerpos. Presentarse puede ser suficiente oración.
En un libro reciente, Dearest Sister Wendy (Queridísima Hermana Wendy), Robert Ellsberg cita un comentario hecho por Michael Leach, que decía esto en relación a lo que estaba experimentando al tener que cuidar durante largo tiempo de su esposa, que sufría de Alzheimer. Enamorarse es la parte fácil; aprender a amar es la parte dura; vivir en amor es la mejor parte. Esto es verdad también para la oración. Ron Roheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -