Podríais decir que eso no suena bien. ¿No estamos creados a imagen y semejanza de Dios, de modo que cada uno de nosotros, por más descarriadas que pudieran ser nuestras vidas, llevamos en nosotros una dignidad especial y una cierta piedad? Claro que llevamos esa dignidad especial. Con todo, a pesar de eso y en gran medida por ello, nuestras vidas tienden a ser tan complejas como para estar sobradas de dolor. ¿Por qué?
La piedad no es fácil de llevar. Lo infinito que hay en nuestro interior no se encaja fácilmente en lo finito. Llevamos demasiado fuego divino dentro para encontrar mucha paz en esta vida.
Esa lucha empieza pronto en la vida. Crear una identidad propia cuando aún somos muy niños supone hacer una serie de contracciones mentales que, en definitiva, limitan nuestra conciencia. Primero, necesitamos diferenciarnos de otros (Esa es mamá – yo soy yo); después, necesitamos distinguir entre lo que tiene vida y lo que no (el perrito tiene vida – mi muñeca no); seguidamente, necesitamos distinguir entre lo que es físico y lo que es mental (esto es mi cuerpo – pero pienso con mi mente). Por fin, y críticamente, mientras estamos haciendo todo esto, necesitamos apartar de nuestra luminosidad todo cuanto sobrepase lo que podamos manejar conscientemente. Con eso, creamos una identidad propia, pero también creamos una sombra, o sea, un área en nuestro interior que está apartada de nuestra conciencia.
Notad que nuestra sombra no es principalmente una oscuridad amenazante. Más bien, es toda la luz y energía interior que no podemos manejar conscientemente. A casi todos nosotros -sospecho yo- nos son familiares las palabras de Marianne Williamson que Nelson Mandela hizo famosas en su discurso inaugural: Nuestro temor más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro temor más profundo es que somos poderosos más allá de la mesura. Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que más nos aterra.
Nuestra luz aterra porque no es fácil de llevar. Nos da gran dignidad e infinita profundidad, pero también nos hace patológicamente complejos e inquietos. Ruth Burrows, una de las principales escritoras espirituales de nuestro tiempo, empieza su autobiografía con estas palabras: Nací a este mundo con una sensibilidad torturada, y mi vida no ha sido nada fácil. No esperaríais estas palabras de una mística, de alguien que ha sido una monja fiel durante más de setenta y cinco años. No esperaríais que su lucha en la vida fuera tanto con la luz de su interior como con la oscuridad de su interior y de su entorno. Eso es también cierto para cada uno de nosotros.
Hay un famoso pasaje en el Libro del Eclesiastés, donde el escritor sagrado nos dice que Dios ha hecho todas cosas bellas en su propio momento. Pero el pasaje no acaba con un apunte pacífico. Acaba diciéndonos que, a la vez que Dios ha hecho todas las cosas bellas en su propio momento, ha puesto también la infinitud en el corazón humano, de modo que estamos congénitamente fuera de sincronía con el tiempo y con las estaciones desde el principio hasta el fin. Nuestra dignidad y nuestra patológica complejidad tienen sus orígenes en esta anomalía de nuestra naturaleza. En este planeta, estamos sobrecargados de por vida.
San Agustín dio esta declaración clásica en su famosa frase: Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti. Hay una total antropología y espiritualidad en esa sencilla frase. Nuestra dignidad y nuestra perpetua inquietud tienen una única y misma fuente.
Así pues, necesitáis daros sagrado permiso para ser indómitos de corazón, inquietos de corazón, insaciables de corazón, complejos de corazón e impulsados de corazón. Demasiado frecuentemente, donde la psicología y la espiritualidad os han fallado es al daros la impresión de que deberíais estar viviendo sin confusión ni inquietud en vuestras vidas. Por supuesto que estas pueden perseguiros más sutilmente a causa de la inadecuación moral, pero os perseguirán sin importar lo honrada que sea la vida que estéis llevando. Claro que, si sois personas profundamente sensibles, lo más probable es que sintáis vuestra complejidad más sutilmente que si sois menos sensibles o estáis apagando vuestra sensibilidad con distracciones.
Karl Rahner escribió una vez a un amigo que, a su vez, le había escrito quejándose de que no estaba encontrando la realización que anhelaba en la vida. Su amigo expresó frustración consigo mismo, su matrimonio y su trabajo. Rahner le dio este consejo: En el tormento de la insuficiencia de todo lo accesible, finalmente aprendemos que, en esta vida, no hay ninguna sinfonía acabada. No puede haber ninguna sinfonía acabada en esta vida; no porque nuestras almas sean deficientes, sino porque llevan piedad. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Fuente: Ciudad Redonda.org