Acabábamos de llegar a San Miguel, de misiones. Calles y personas nos hablaban de pobreza. Casas construídas con hojalata se veían por doquier. Niños sucios y de suéter roto, remendado hasta la saciedad, de caras mal lavadas, nos acompañaron todo el camino.
Pero anchas sonrisas iluminaban esas caras. Bromas y chistes acompañaban sus juegos, a la vez que un gran respeto por las misioneras.
Sus papás no eran menos. Nos acogieron con toda solemnidad, con la mayor solemnidad de la que fueron capaces. Nos llevaron a conocer el lugar: la escuela, la parroquia, sus casas... Sorprendía ver con cuánta pobreza vivían. Un cuarto era todo su hogar: cocina, dormitorio, sala, todo en uno. Jergones en el suelo hablaban del lugar donde descansaban del trabajo del día. Unos pocos trastos eran toda su riqueza. Y la imagen de la Virgen de Guadalupe, por supuesto, con unas flores y entre cortinas.
Dios nos había traído al palacio de la de la pobreza y estábamos dispuestas a compartirla con Él.
Los señores nos llevaron a conocer nuestra casa, la que nos alojaría esa semana. Un poco más grande que las demás, nos estaba esperando. Al entrar, una visión sorprende nuestras mentes: en el suelo, en lugar de jergones, camas. Las únicas camas de todo el pueblo, encerradas todas en esa casa.
Nosotras tenemos sacos de dormir, en los que pensábamos pasar la noche. Como por un resorte, nos acercamos a los señores que tan bien nos habían tratado, para decirles:
- ¿Pero cómo nos han dejado sus camas? Llévenselas. Nosotras tenemos sacos, podemos dormir perfectamente en ellos.
- No, señorita, estas camas son para las misioneras.
- Pero si podemos dormir perfectamente en nuestros sacos...
Al final, un señor bigotudo, mucho más decidido, nos dio la explicación.
- Señorita, no depende de si tienen saco o no. Lo que importa es que ahora ustedes representan a Jesús. Y si viniera Jesús, nunca permitiríamos que durmiera en el suelo.
Dormimos en sus camas esa semana. Nos dieron lo mejor que tenían, como si se lo dieran a Dios. Su fe nos dejó aún más que esas mismas camas. Pero estoy segura de que también Dios se lo recompensó, como dice en el Evangelio: Lo que hicísteis a uno de estos mis pequeños...
Sus papás no eran menos. Nos acogieron con toda solemnidad, con la mayor solemnidad de la que fueron capaces. Nos llevaron a conocer el lugar: la escuela, la parroquia, sus casas... Sorprendía ver con cuánta pobreza vivían. Un cuarto era todo su hogar: cocina, dormitorio, sala, todo en uno. Jergones en el suelo hablaban del lugar donde descansaban del trabajo del día. Unos pocos trastos eran toda su riqueza. Y la imagen de la Virgen de Guadalupe, por supuesto, con unas flores y entre cortinas.
Dios nos había traído al palacio de la de la pobreza y estábamos dispuestas a compartirla con Él.
Los señores nos llevaron a conocer nuestra casa, la que nos alojaría esa semana. Un poco más grande que las demás, nos estaba esperando. Al entrar, una visión sorprende nuestras mentes: en el suelo, en lugar de jergones, camas. Las únicas camas de todo el pueblo, encerradas todas en esa casa.
Nosotras tenemos sacos de dormir, en los que pensábamos pasar la noche. Como por un resorte, nos acercamos a los señores que tan bien nos habían tratado, para decirles:
- ¿Pero cómo nos han dejado sus camas? Llévenselas. Nosotras tenemos sacos, podemos dormir perfectamente en ellos.
- No, señorita, estas camas son para las misioneras.
- Pero si podemos dormir perfectamente en nuestros sacos...
Al final, un señor bigotudo, mucho más decidido, nos dio la explicación.
- Señorita, no depende de si tienen saco o no. Lo que importa es que ahora ustedes representan a Jesús. Y si viniera Jesús, nunca permitiríamos que durmiera en el suelo.
Dormimos en sus camas esa semana. Nos dieron lo mejor que tenían, como si se lo dieran a Dios. Su fe nos dejó aún más que esas mismas camas. Pero estoy segura de que también Dios se lo recompensó, como dice en el Evangelio: Lo que hicísteis a uno de estos mis pequeños...