Gloria Steinem confesó una vez que, a pesar de no haber estado nunca con sobrepeso, siempre ha estado al tanto de lo que pesaba, porque los genes que heredó de sus padres la predisponían en esa dirección. Así que dice: Me considero una mujer gorda que está delgada en este momento. Su comentario me ayudó a comprender algo que entendí mal hace años en una clase.
En mis primeros estudios del seminario, siguiendo un curso sobre sociología de la pobreza, estuve luchando por aceptar la explicación de nuestro profesor de por qué la pobreza no siempre es la consecuencia de un fracaso personal, sino que frecuentemente es el producto de circunstancias no elegidas, accidentes y desgracias. Muchos de los presentes en la clase no estábamos de acuerdo, y esta era nuestra lógica. La mayoría de nosotros teníamos antecedentes económicos muy humildes y creíamos que habíamos salido adelante por nuestro propio esfuerzo. ¿Por qué no podían hacer lo mismo todos los demás?
Así que protestamos: Nosotros crecimos pobres. No teníamos dinero. No disponíamos de comidas escolares gratuitas. Teníamos que trabajar para pagarnos nuestra ropa y libros. Nuestros padres nunca recibieron beneficios. Nadie les ayudó; ellos mismos se cuidaron. Lo mismo nosotros, sus hijos. Estamos resentidos con esos que consiguen las cosas por nada. ¡A nosotros nada nos vino gratis! Nos hemos ganado lo que tenemos.
Nuestro profesor respondió diciéndonos que por esto precisamente necesitábamos un curso sobre sociología de la pobreza. Él no estaba de acuerdo con nuestra afirmación de que habíamos crecido pobres y habíamos ganado cosas por nuestro propio y duro trabajo. Entonces, nos dijo esta sorprendente frase: “Ninguno de vosotros fue pobre de niño; fuisteis niños ricos que crecieron sin dinero; y donde estáis hoy no es sólo el resultado de vuestro propio y duro trabajo, es también el resultado de no poca buena suerte”.
Me costó años (y el comentario de Gloria Steinem) entender que el profesor tenía razón. Yo era un niño rico que había crecido en una familia sin dinero. Además, mucho de lo que ingenuamente creía que había ganado por mi propio y duro trabajo era, de hecho y en gran medida, producto de la buena suerte.
Dudo que nuestra sociedad entienda eso. Algunos clichés populares nos hacen creer que el origen de uno nunca debería ser una excusa para no lograr éxito en este mundo, que el éxito está abierto igualmente a cualquiera. Todos nosotros hemos inhalado los clichés. ¡Cualquier niño pobre puede progresar hasta ser Presidente de este país! ¡Cualquier niño pobre puede ir a Harvard! ¡Cualquiera que sea laborioso puede convertir en éxito su vida! ¡No hay ninguna excusa para que cualquier persona sana no tenga un trabajo!
¿Es esto cierto? En parte, sí; niños con antecedentes económicos pobres han llegado a ser presidentes, miles de niños pobres han encontrado acceso a las mejores universidades, incontables niños que crecieron pobres han tenido un alto éxito en la vida, y la gente que está motivada y no es perezosa generalmente convierte en éxito sus vidas. Sin embargo, con eso no está dicho todo.
¿Qué contribuye en realidad a la separación de ricos y pobres en nuestro mundo? ¿Están de hecho todos en pie de igualdad? ¿Es efectivamente la virtud lo que contribuye al éxito, y la falta de ella lo que contribuye al fracaso?
En un libro superventas, Elderhood (Ancianidad), Louise Aronson hace este comentario sobre su madre y la reina Isabel, ambas envejecidas maravillosa y gentilmente: “Ambas nacieron con privilegios: blancas, ciudadanas de países desarrollados, ricas y educadas. Ambas fueron agraciadas con un gran ADN genético, y ambas tuvieron la buena suerte de no haber sido nunca asaltadas, abusadas, derrotadas por el cáncer ni en un extenuante accidente de coche. … Estas ventajas no son cuestión de carácter. En verdad, la fuerza de voluntad y la capacidad para tomar sabias decisiones son con frecuencia subproductos de vidas afortunadas”. (El énfasis es mío).
El éxito no se funda sólo en el carácter de la persona, el duro trabajo y la dedicación. Ni el fracaso es necesariamente el resultado de la debilidad, la pereza y la falta de esfuerzo. No todos nacemos iguales, situados igualmente en las mismas plataformas de partida, tenemos igualmente infancias dotadas de talento o abusivas, nos asignan igualmente las mismas oportunidades para la educación y el crecimiento, y luego nos reparten igualmente la misma medida de accidentes, enfermedades y tragedias en la vida. A pesar de todo, porque creemos ingenuamente que la fortuna está asignada por igual a todos, dividimos a la gente de modo voluble (y cruel) en ganadores y perdedores, juzgamos duramente a aquellos que consideramos perdedores, los culpamos por sus desgracias y nos congratulamos de lo que nosotros hemos llevado a cabo, como si todo el crédito para nuestro éxito pudiera ser atribuido a nuestra propia virtud. Al contrario, tenemos a los que son pobres sólo como para culparlos: ¿Por qué no pueden ellos mismos sobreponerse a su situación? ¡Nosotros lo hicimos!
Pero… algunos de nosotros tenemos genes que nos predisponen a engordar, algunos de nosotros somos niños ricos que crecen sin dinero, y la fuerza de voluntad y la capacidad para decidir sabiamente son a menudo productos de una vida con suerte más bien que cuestión de carácter. Reconocer eso puede hacernos menos crueles en nuestros juicios y mucho menos presumidos de nuestros propios éxitos.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -