Oh Dios, por ti suspiro; mi alma está sedienta de ti. Mi carne tiene ansia de ti como una tierra reseca, agostada, sin agua.
Rezamos estas palabras con sinceridad. ¿Alguna vez las decimos verdaderamente a conciencia? ¿Podemos decir honradamente que las angustias que nos impulsan a arrodillarnos son un anhelo de ver a Dios? Cuando estamos obsesionados con un dolor que no nos dejará dormir, ¿podemos decir honradamente que estamos sedientos de Dios? A primera vista, no. Nuestras ansias existenciales tienden a ser más terrenales, más centradas en nosotros mismos y más eróticas de lo que merecería el clamor de que están anhelando a Dios. Sólo el sorprendente místico (o quizás uno de nosotros en un momento excepcional) puede, en un momento dado, examinar sus ardientes deseos y decir honradamente: lo que quiero es Dios. Estoy suspirando por Dios.
Sin embargo, hay otro aspecto de esto. Necesitamos distinguir entre lo que deseamos explícitamente y lo que deseamos implícitamente en ese mismo deseo. Permitidme un ejemplo terrenal como ilustración. Imaginad a un hombre, en una determinada noche, sintiendo un inquieto y afanoso deseo sexual con una prostituta. ¿Está anhelando ver el rostro de Dios? ¿Está anhelando la unión en el cuerpo de Cristo? Explícitamente, no. Eso es lo más lejano de su mente, al menos de su mente consciente. Y en cambio, hay algo más en su consciencia en ese mismo momento (que conoce de hecho, pero de lo que no es consciente explícito). Su deseo, que en esta noche ha brillado tan fuerte sexualmente, es, en su verdadero intento, un deseo de ver el rostro de Dios y estar en unión con otros en el cuerpo de Cristo. Implícito en lo que está hambreando es lo que san Agustín expresa en su famoso axioma: Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti. Está anhelando ver el rostro de Dios.
Al averiguar esta distinción entre lo que es deseado explícitamente en un acto y lo que está contenido implícitamente en ese mismo acto, no deberíamos mezclar esto con nuestras nociones de consciente e inconsciente. Estos últimos términos son categorías psicológicas, válidas e importantes por su propio derecho, mientras que explícito e implícito son términos filosóficos, ligeramente diferentes en significado, con una particular visión en lo que de hecho está contenido en cualquier acto. De nuevo, quizás un ejemplo puede ser útil. Imaginaos haciendo un juicio simple y elemental. Miráis una pared y decís: esta pared es blanca. Eso es aquello de lo que sois conscientes explícitamente en ese momento. Pero para que hagáis ese juicio (Esta pared es blanca), al mismo tiempo también tenéis que saber -saber explícita y realmente, y con tanta seguridad como sabéis que la pared es blanca- algunas cosas más. Primero, que la pared no es verde ni de ningún otro color; y, además, que no podéis decir que la pared no es blanca sin negar la verdad de lo que estáis viendo. Estas últimas dimensiones son algo que conocéis de hecho, pero de lo que no sois conscientes.
Ahora, aplicad esto al hombre cuyos deseos le impulsan a tener sexo con una prostituta. Vemos que lo que está en su mente explícitamente en ese momento no es un deseo de ver el rostro de Dios ni estar en unión en el cuerpo de Cristo. Lejos de eso. Sin embargo, mientras está empeñado en ese acto, sabe implícitamente que esto no es lo que de hecho está buscando y que no puede aparentar que lo sea. Este conocimiento implícito de estas otras dimensiones no es sólo una función de la conciencia, sino una función del conocimiento mismo.
Se derivan múltiples implicaciones de esto, más allá de no sentir falsa culpa por el hecho de que, la mayoría de las veces, nos encontramos congénitamente incapaces de hacer a Dios el verdadero foco, el principal objeto y el Todo de nuestros deseos. Generalmente, no vemos nuestras obsesiones y pesares como teniendo a Dios como su verdadero objeto. Sospecho que esto se da porque no concebimos a Dios como conteniendo la poderosa seducción, atractivo, belleza, color y sexualidad que así pueda obsesionarnos en este mundo. Me pregunto si alguien (además de un místico) se ha obsesionado alguna vez con ver el rostro de Dios porque supuso que en Dios había incluso una más rica belleza, atractivo y fascinación sexual de lo que se puede encontrar aquí en la tierra. ¿Nos imaginamos alguna vez a Dios como infinitamente más interesante y atractivo que cualquier pareja sexual de la tierra?
¡Tristemente, el Dios de las religiones es duro de anhelar! Ese Dios, a la vez que perfecto y atractivo filosóficamente, está existencialmente exento de la auténtica belleza y eros que nos obsesiona en la tierra.
Teresa de Lisieux, la joven doctora del alma que ella fue, nos ofrece este aviso: Cuida de no buscarte a ti mismo en el amor, porque de esa manera acabarás con un corazón roto. Por suerte, un conocimiento implícito de lo que en realidad estamos anhelando puede ayudar a salvarnos de eso. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -