En cierto momento, cabalgando a lo largo de la vereda, discuten sobre la moralidad de tener una aventura sexual. Inicialmente, su conversación se enfoca principalmente en el temor de ser pillados, y dos de ellos coinciden en que una aventura no es digna de tal riesgo. Te expones demasiado a ser pillado. Pero su amigo propone de nuevo la pregunta, esta vez preguntándoles si tendrían una aventura en caso de que hubiera absoluta seguridad de no ser pillados.
“Imaginaos -dice- que aterriza una nave espacial. Una bella mujer emerge de ella. Tú haces el amor, y ella retorna a Marte. No queda la menor consecuencia. Nadie tiene la posibilidad de saberlo. ¿Lo haríais?”
Billy Crystal, que desempeña el papel principal, responde que duda de que esto sea posible. “Siempre eres pillado”, replica, “la gante huele la deshonestidad que hay en ti”. “Pero”, protesta su amigo, “¿qué tal si de verdad fuera posible tener una aventura y no ser pillado? ¿Qué tal si nadie lo supiera? ¿Lo haríais?” Billy Crystal responde: “¡Pero lo sabría yo, y eso me llevaría a odiarme”.
Su respuesta resalta una verdad importante. Lo que hacemos en privado, en secreto, tiene consecuencias que no dependen de si nuestro secreto trasciende o no. El daño es el mismo. Lo que hacemos en secreto moldea nuestro carácter e influye en la manera como nos relacionamos con otros de más modos que los que suponemos. No hay tal cosa como un acto secreto. Una persona siempre lo sabe. Nosotros lo sabemos. Y nos odiamos por ello, y nos adiamos por tener que mentir. Y esto desprende su olor peculiar.
Lo que hacemos en secreto en definitiva modela la manera como nos vemos en público. La falta de honradez cambia la manera como nos contemplamos porque cambia quiénes somos. Por eso, tan frecuentemente, aquellos que están a nuestro derredor intuirán la verdad sobre nosotros, olerán la mentira, aun cuando no tengan ninguna firme evidencia sobre lo que sospechar de nosotros.
Hacer en secreto algo que no podemos admitir en público es la clara definición de hipocresía, y eso nos impulsa a mentir. Y, entre todos los pecados, mentir es el más peligroso. ¿Por qué? Porque nos odiamos a nosotros mismos por su causa, dejamos de respetarnos; y, cuando dejemos de respetarnos, muy pronto nos daremos cuenta de que otras personas también dejan de respetarnos. Ese es el intuitivo lugar donde “olemos” las mentiras de unos con otros.
Peor aún, mentir nos fuerza a endurecernos de modo que podamos vivir con nuestra mentira. No siempre el pecado nos hace humildes y penitentes. Tenemos la popular imagen -todo muy facilón- del pecador honrado, como los pecadores del los Evangelios, que aceptaban a Jesús más fácilmente de lo que lo hacían los religiosamente justos. Ese es a veces el caso, aunque no siempre.
La imagen bíblica del pecador honrado que vuelve humildemente hacia Dios se apoya en la honradez, en un pecador que no miente ni encubre su pecado. Pero el pecado puede tener en nosotros un efecto muy diferente. Cuando no admitimos honradamente nuestro pecado, nos movemos en la dirección contraria, o sea, hacia la racionalización, la dureza de actitud y el cinismo. Además, es la mentira, no la debilidad original, la que entonces se convierte en la verdadera llaga gangrenosa y constituye el auténtico peligro. Cuando escondemos un pecado, nos vemos forzados a mentir y, con esa mentira, comenzamos inmediatamente a endurecernos y remodelar nuestras almas. Existe un principio moral que dice: Puedes hacer cualquier cosa mientras no tengas que mentir por ello. Eso es muy diferente que decir que puedes hacer cualquier cosa mientras nadie llegue a saberlo.
La calidad de nuestra persona depende del grado de nuestra integridad privada. Estamos tan enfermos como nuestro secreto más enfermo, y estamos tan sanos como nuestra virtud más recóndita. No podemos estar haciendo una cosa en privado e irradiar otra diferente en público. No importa si otros conocen nuestros secretos o no. Nosotros los conocemos y, cuando esos secretos son malsanos, nos odiamos por su causa y nuestros corazones se endurecen por vivir con nuestra mentira.
Nunca deberíamos engañarnos pensando que las cosas que hacemos en privado, incluso muy pequeñas acciones de infidelidad, desenfreno, fanatismo, celos o calumnia, no tengan consecuencias ya que nadie las conoce. Dentro del misterio de nuestra interconexión como familia humana y como familia de fe predicada en la confianza, incluso nuestras acciones más privadas -buenas o malas- como invisibles enzimas dentro de la corriente sanguínea, afectan a la totalidad. Todo se conoce, se siente, de una manera u otra. No hay tal cosa como un acto privado, dentro de la familia de la humanidad ni dentro del Cuerpo de Cristo. Otros nos conocen, aun cuando no conozcan exactamente todo sobre nosotros. Esos tales huelen nuestros vicios, como también huelen nuestras virtudes. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -