Me repugnan las multitudes, al menos muchas de ellas. Me encuentro a gusto en los partidos de fútbol, en los cuales una multitud deja al margen su cordura durante un par de horas en beneficio de una liberación catártica. Pero me repugnan esas multitudes enganchadas a una fiebre que se atiborra del pensamiento del grupo, sea de una novedad cultural, una ideología política, un fundamentalismo religioso, un racismo inconsciente, un nacionalismo descarriado, o sea un entusiasmo desmedido de cualquier clase. Tengo miedo a semejante multitud porque, al margen de si su voz procede de la derecha o de la izquierda, conservadora o liberal, uno oye en ella ecos de intimidación, crucifixiones, linchamientos, holocaustos, asesinatos, guerras, represión de otras voces y (hoy) suicidios de jóvenes causados por acoso cibernético. Las multitudes adoptan diversas modalidades, pero su tendencia y su energía son invariablemente las mismas.
Uno de mis autores favoritos es el novelista checo Milan Kundera, a quien, como a mí, le repugnan las multitudes. En ellas, ve algo que denomina “la gran marcha”, esto es, una marcha ciega y loca hacia un totalitarismo de un estilo u otro. Las multitudes con un intento ideológico siempre acaban ahí.
Pero esto hace surgir una pregunta: ¿Qué hay sobre las multitudes (marchas, demostraciones, huelgas, sentadas) que han llevado a provechosos cambios sociales, políticos e incluso morales? ¿Qué hay sobre las multitudes a las que inspiró Gandhi? ¿Qué hay sobre las multitudes que siguieron a Martin Luther King? ¿Qué hay sobre las multitudes que ayudaron a que desapareciera el apartheid en Sudáfrica? ¿Qué hay sobre las multitudes que se congregan en torno a Black Lives Matter? ¿Qué hay sobre la gente que se congrega en torno a una causa justa y es internada en la cárcel por sus actividades? ¿Acaso no son buenas esas multitudes?
Sí, lo son, pero son buenas cabalmente en la medida en que son respetuosas, no negligentes; esto es, son buenas en la medida en que no están atrapadas en una fiebre de pensamiento de grupo y están enfocadas en sanar una situación enferma como opuesta a odiar y crucificar cuanto se les opone. Por eso, en tal multitud, tanto en su líder como en sus características distintivas, no ves odio ni violencia.
Por supuesto, ves odio y violencia incluso en estas multitudes porque una multitud, por el mismo hecho de que es multitud, tendrá invariablemente sus elementos rebeldes. Pero el odio, la violencia y la anarquía que ves entonces no son representativos de toda esa multitud. Los Gandhis, los Martin Luther Kings, los Nelson Mandelas y las Dorothy Days son el verdadero rostro y la característica distintiva de cualquier multitud que está resuelta genuinamente a un cambio moral.
Pero no todas multitudes son respetuosas y, por tanto, apenas sorprende que la crucifixión de Jesús fuera incitada por una multitud (irónicamente por la misma que exactamente cinco días antes estaba aclamando que aquél debería ser su rey). La energía de la multitud es voluble y negligente. Por eso las multitudes son temibles, al margen de si te idolatran o gritan exigiendo tu crucifixión.
Ser poeta no va mucho conmigo, pero a veces algo se presta a una forma diferente de lenguaje. Así, robando algunos versos de un antiguo (negligente) villancico de Navidad y añadiendo mi pequeño comentario, permitidme expresar mis sentimientos sobre las multitudes en un intento de poema, con el que en buena conciencia puede que vosotros estéis en desacuerdo.
Juegos de reno
Rudolf, el reno de nariz roja,
tenía una nariz muy brillante
y, si la viste alguna vez,
incluso dirías que abrasa.
Todos los otros renos
solían reírse y llamarlo con apodos.
Nunca permitieron al pobre Rudolph
alistarse en juegos de renos.
Ahora bien, una oscura víspera de Navidad,
Santa Claus se presentó para decir:
“Rudolph, con tu nariz tan brillante,
¿no podrías guiar mi trineo esta noche?”
Entonces, todos los demás renos se encariñaron con él
mientras gritaban con alborozo…
Rudolph sonrió…
y luego
dijo meditativamente:
“Perdonad, queridos amigos, mi indolencia.
Para ver este cariño,
separad de la crueldad
la diferencia fingida: ¡Crucificadlo!
Alegraos del triunfo: ¡Hacedlo rey!
El bombo publicitario es bombo,
histeria,
negligente y ciega,
autosirviente,
un juego de reno,
con la multitud siempre asombrada y cantando,
sea por una coronación
o por una crucifixión. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) Imagen de Orna en Pixabay Fuente: Ciudad Redonda.org