Esta escena sucedía en un rincón de aquella Palestina lejana hace ya más de veinte siglos, cuando Jesús espetó sin anestesia a sus amigos los principios de su divina solidaridad. Por ese motivo comenzaba esta provocación con una amable expresión que captaba la atención más llena de benevolencia: venid a mí, benditos de mi Padre… porque estuve enfermo con todas las penurias que te dejan molido el cuerpo con el miedo que atenaza, y tuve hambre y sed de tantas cosas necesarias, me encarcelaron sin derechos pisando mi libertad, me expulsaron de mi tierra condenándome a ser un paria si patria como extranjero errante, me despojaron de mis ropas hasta desnudar mi dignidad…
Era necesaria una aclaración urgente. Pero no encontraron otra explicación que la de un Maestro cercano hasta el extremo de toda situación de riesgo que pone a prueba nuestra esperanza. Él mostraba con los hechos que con nuestras lágrimas hacía su propio llanto, y con nuestras alegrías dibujaba en su rostro la mejor de las sonrisas. Suyos nuestros pesares pesarosos, suyo nuestro brindis de fiesta.
Hace unos días celebrábamos el día del enfermo. Una realidad por la que antes o después todos pasamos, cuya circunstancia aligera siempre nuestro abultado equipaje para recordarnos cuáles son las cosas que verdaderamente valen la pena y que a menudo son eclipsadas o ninguneadas por lo banal, lo frívolo y lo mediocre. Hasta que el médico nos lee el inesperado diagnóstico que nos afecta de lleno o que irrumpe en quien queremos de veras. ¡Cuántas cosas se nos pasan entonces por la cabeza mientras un dedo invisible nos apunta recriminándonos el tiempo perdido, las oportunidades malogradas, los abrazos no dados, los perdones que todavía siguen en las trincheras de nuestras batallas!
La enfermedad no es una maldición, sino una ocasión única para aprender de golpe lo que en una vida plácida quizás jamás hemos escuchado: su mensaje, su susurro, su grito. El gran escritor inglés Clive Staples Lewis, autor de las célebres Crónicas de Narnia, al que tanto influyeron Chesterton y Tolkien, decía que “Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor; el dolor es su megáfono para despertar a un mundo sordo”.
Podemos situarnos ante esta realidad desde la rebeldía blasfema o desde la desesperación angustiada, pero cabe también mirarla de otra manera, siendo llevados en la carne propia o en la de un ser especialmente querido, a una síntesis de la vida, retomando cosas, sentimientos, recuerdos y sueños que únicamente valen la pena. Sabemos que somos mortales, pero no siempre gestionamos sabiamente nuestros años. La “hermana enfermedad” tiene esa cualidad purificadora de adherencias espurias, simplificadora de la hojarasca inútil, para asomarnos con gratitud por tanto y por tantos, pidiendo perdón a tantos y por tanto, dejando que en esa página en blanco se recomience o se estrene el relato que se nos confió, ese que Dios quiere escribir conmigo, con nuestros renglones torcidos o algún borrón inesperado. El punto final no lo ponemos nosotros, sino que nos adentra en el eterno cielo. Bendito megáfono que nos despierta y reconcilia con lo más hermoso que Dios ha puesto en nuestra entraña y nuestras manos. (Texto adaptado y mejorado en Religión en Libertad)
CONTEMPLATIO: Dios, por ser creador de lo que existe y no de lo que no existe, es extraño a la causa responsable del mal: Dios ha creado la vista, no la ceguera; ha suscitado la virtud, no la privación de la misma; ha otorgado como premio a la buena voluntad el don de sus bienes a quien regula virtuosamente su propia vida, sin someter a su propia voluntad la naturaleza humana con violenta necesidad, arrastrándola de manera forzada al bien como un objeto inanimado. Si ante la luz, que se difunde pura desde el ciclo sereno, cerramos los ojos bajando los párpados, el que no ve no puede considerar al sol culpable (Gregorio de Nisa, La grande catechesi, Roma 21990, p. 67).
LECTURA ESPIRITUAL: "El buen Dios, que nos ama tanto, ya tiene bastante pena con estar obligado a dejarnos cumplir nuestro tiempo de prueba en la tierra, sin que vengamos constantemente a decirle que estamos mal en ella; no tenemos que adoptar el aspecto de que nos damos cuenta de ello" (CSG, 58). Este pasaje de santa Teresa, cuando lo comparamos con la idea generalmente difundida, tiene un carácter singular. Se ha empleado tanto el vocabulario del sufrimiento en la teología occidental que parece que Dios, sin complacerse propiamente en el sufrimiento del hombre, lo desea en sí mismo. Recordemos, por ejemplo, a Pascal diciendo que la enfermedad es el estado natural del cristiano, que debe asombrarse de estar sano: !qué horrible proposición!
Ahora bien, el pasaje de santa Teresa que acabamos de citar implica una sensibilidad nueva en relación con el sufrimiento. No se trata de que santa Teresa quiera una vida sembrada de facilidades: es sabido que siempre tomó en la religión su dimensión de austeridad y de esfuerzo, que siempre tuvo una devoción particular al rostro crucificado del Señor, hasta el punto de llevar su nombre. En efecto, se llama Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Se puede decir que su corta vida fue una sucesión de pruebas, la más doloroso de las cuales fue la parálisis de su padre, antes de que llegara su consunción.
Pero no atribuye a este sufrimiento un valor de salvación en cuanto es sufrimiento, como a menudo hacen los cristianos, y, sobre todo, como los adversarios del cristianismo les reprochan.
El sufrimiento, para Teresa, es un medio en vistas a un fin. Eso supone unirse a la idea profunda de la epístola a los Filipenses y de la epístola a los Hebreos: el sufrimiento de Cristo es una consecuencia de su obediencia al Padre. No le fue impuesto a causa de ningún valor del sufrimiento en sí mismo. Ahora bien, tras la caída, el sufrimiento (por el que podemos brindar a Dios una adhesión desinteresada y redimir el mal uso de la libertad), el sufrimiento, decía, es un medio corto de acercarnos a nuestro fin. Dios, que lo ve y lo quiere, lo ve y lo quiere a la manera de un remedio o de una operación de cirugía. Y este medio violento es tan pasajero, y sobre todo es tan ínfimo, cuando lo comparamos con lo que obtiene, que es de otro orden: eterno, dichoso, inmutable. Por eso, se comprende que la hermana de Teresa haya condensado su pensamiento sobre el mal en esta imagen atrevida y virgiliana: Dios sufre por nuestro sufrimiento, Él nos lo envía volviendo la cabeza.
Desde esta perspectiva, el Dios de los cristianos no es un Dios "vengador", sino un Amor eterno, educador, prudente y sabio, que, lejos de multiplicar las penas, se las ingenia para abreviarlas, suspenderlas y reducirlas, en la medida en que ello es divinamente posible, para satisfacer su justicia, que, por lo demás, es idéntica a la gloria que desea para las almas.
Estamos lejos de la idea del valle de lágrimas. Tampoco se trata de la lluvia de rosas que el lector superficial de santa Teresa se imagina que la santa quería que cayera continuamente sobre sus amigos. Estamos más allá de ambas imágenes, comprendemos el sufrimiento en su finalidad profunda: lo trasladamos a su medida divina.
Volvemos a encontrar aquí, bajo una forma muy sencilla, la enseñanza de san Pedro y san Pablo cuando decían, sin haberse puesto de acuerdo y partiendo de puntos de vista bastante diferentes, que los sufrimientos de este tiempo no tienen ninguna comparación con el peso eterno de la gloria, o que estamos tristes durante un breve lapso de tiempo por diversas pruebas, puesto que es necesario. Modicum, leve, momentaneum.
Y podríamos decir que ése es también, en san Lucas, el pensamiento de Jesús resucitado, cuando conversa con los discípulos por el camino de Emaús: Jesús no hace alusión a la rapidez de la cruz, pero los tres compañeros sabían que la cosa había sido rápida, puesto que el jueves precedente ya no se hablaba de ella. Y Jesús recuerda la ley de toda carne y de todo espíritu: "No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" (Le 24,26).
Cuando se piensa en la objeción del racionalismo, del humanismo y del comunismo contra la doctrina cristiana como enemiga de la felicidad, se puede calibrar qué oportuna es esta dirección de la mística teresiana.
El sufrimiento no es obra de Dios, del Dios bueno, del Padre de quien viene todo bien; es obra del pecado, fruto de la desgracia original: pero la adorable misericordia divina transforma ese fruto amargo en un remedio "ennoblecedor". Goza ya de nosotros. "!Oh, cuánto bien hace este pensamiento a mi alma -escribe Teresa-, comprendo entonces por qué Él nos deja sufrir!" (J. Guitton, El genio de Teresa de Lisieux, Edicep, Valencia 1996, pp. 33-35). Fuente.